Febrero amanece
siempre recargado de esplendores: nubes que no se elevan y que semejan anguilas
o ballenas deseosas de amor o simplemente fiesta. Leves voluntades del aire que
conjugan líneas al infinito, líneas a un horizonte que jamás cederá porque su razón
de ser es esa tensión permanente entre lo suave y lo áspero, entre la belleza y
el espanto, la gracia y la sin razón: es sabido que en las encrucijadas que el
destino procura, siempre la belleza vence, siempre es la virtud, siempre es la
gracia la que compone la canción de los días, de todos los días de la vida
(Spinetta), de cada febrero, de todos los febreros. Los febreros de las
montañas y los febriles febreros del alma.
Febrero amanece y
te secuestra con tanto amable vigor contenido: es el kabuki de las nubes lo que
te impacta, flecha disparada certeramente a tu corazón, y te vigoriza, te
salva. Aprendí de los silencios del cosmos, una verdad sin mancha: cada nube
atesora un deseo y cada deseo o es huella o es una tumba que no merecemos. O
quién sabe.
Febrero vibra con
sus virtudes beligerantes, nunca es tregua: la densidad del aire la puedes
cortar con tu aliento y echar venenos o lirios sobre tu camino. Si echas ponzoña,
la Biblia lo dice, clarito: recogerás lo mismo, puro escarmiento, puras heridas
lacerarán tu vida. Si, por el contario, arrojas flores sobre tus pasos, arrojas
floripondios fervientes sobre tus miedos, febrero será para ti, doble agasajo,
la mejor recompensa: sabrás que a tu huella la tapizan retamas, caricias
amarillas que bendecirán tu rostro.
A la vez,
sentirás algo que muchos, demasiados, creen olvidado: que lo imposible, como
nube que juega frente a tus ojos cansados de ver siempre lo mismo en una
realidad televisada y siempre estéril, puede ser cierto. Verdad, pasión, sin
traumas.
Esa nube gozosa
de su ser leve, de su ser nube, puede invitarte, puede conducirte, puede
agasajarte en sus dominios –el reino de las nubes, la comarca de los sueños, el
territorio de los locos- donde todo lo que es, es nomás, y nada puede
desmentirlo, nada –bancos, horarios, tarifas, taxis, teléfonos-, nada puede
desmentirlo: lo que es, es nomás, y si lo que buscas es la felicidad, feliz
serás.
Ese es el secreto
de febrero. Sólo es cuestión de sumarse al dispositivo nuberil y probar.
Alguien te dirá:
no seas idiota, no vivas en las nubes. Otro, recordará ese viejo blues de Vox
Dei –el grupo de Willy Quiroga, Basoalto en la batería y ese guitarrista y
cantante que fue, injustamente, menospreciado, llamado Ricardo Soulé para quien
van mis respetos en este texto. Ellos, los Vox Dei, los que se animaron a
componer una versión rock de la Biblia –una obra maestra, incuestionable,
sublime a lo Kant-, ellos, gente del sur, del Quilmes de los 70s, donde la urbe
despiadada que siempre fue Buenos Aires se estiraba como pulpo y Argos hacia el
barro, el pantano, la pampa-, ellos, los Vox Dei, cantaban ese viejo blues,
agónico y afónico, que sentenciaba: es una nube, no hay duda.
La duda, la
maldita duda, es la jactancia de los intelectuales. Los que sólo queremos
vivir, no entendemos de eso, de dudas. Es una nube, no hay duda. Y las nubes de
febrero son las más bellas, son las más creativas, son las más inspiradoras de
todas.
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Imagen: La Nube/Dr. Atl
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