Los antiguos
chillanejos lo conocen con el nombre de Pensión Valdés, pero su nombre oficial
ahora se antecede con la palabra Restaurante. No pude corroborarlo, pero
imagino que se remonta a los tiempos en que, junto a la comida, también ofrecía
alojamiento. Según reza un letrero, su existencia data de mediados de los
cincuenta por lo que es parte indeleble de la ciudad. No por nada fue la
primera recomendación de la dependiente de un puesto en la misma estación de
trenes. A unas cuadras del disgregado Mercado de Chillán -en Maipón esquina
Sargento Aldea, número 897-, el lugar es una construcción de esquina, de
fachada colorada y techo bajo, arrinconada por el abrazo de un supermercado y
los punteos de un quiosco, una tornería y puestos callejeros. Cuenta con una
entrada pequeña que conduce a una sala repleta de mesas y sillas hasta bien el
fondo. La cocina y el bar en los costados, con fotos de los diferentes platos
resaltando con luces desde lo alto, están dispuestos de manera de facilitar el
libre tránsito de ágiles y diligentes garzones de camisa blanca y humita. Dada
la concurrencia, cerca de la una de la tarde, todo se vuelve insuficiente y los
más perseverantes esperan de pie, con ojo carnívoro, la primera mesa liberada,
para no correr el riesgo de que sus opciones se encuentren agotadas. Con amplia
variedad de comidas criollas, la Pensión Valdés reivindica secretos culinarios
de antaño, simples pero contundentes. Esta vez, como acto de justicia, nos
detendremos en el mejor plato de tallarines con salsa de tomates de los últimos
tiempos. A diferencia de las pastas escuálidas, con salsa acuosa y dispersa,
con predilección por las camisas planchadas de oficinistas en horario de
colación, el secreto acá se encuentra en una salsa revuelta, fija y cremosa, en
abrazo perfecto con estos compadres blandos y delgados que le debemos a Marco
Polo. Si le agregamos al plato cierto reposo de horas que linda con lo añejo,
tanto mejor. A lo anterior se suma el aporte genuino de la hoja de laurel, que
todo lo impregna con su toque familiar, de amigo reconocido, recibido cualquier
día de semana, sin necesidad de invitación, entre medio de las labores
domésticas. En este caso particular, lo acompañamos de pechuga a la plancha,
pero su ductilidad le permite asociarse con el bistec, el huevo frito, la
ensalada chilena (tomate y cebolla), aparejado de la marraqueta caliente y
miguda (pan), choricillo y, si el estómago acompaña, una porción de papas
fritas. Sin duda, un deleite que se renueva en cada enrollada del tenedor y que
remonta a los días en que estos tallarines revueltos con salsa eran la alegría
de mitad de semana, en cualquier lugar de Chile, cuando madres, tías y abuelas
se pasaban buena parte de sus vidas en la cocina recomponiendo el mundo.
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De EVOLUCIÓN DE
LA ESPECIE (blog del autor), 09/02/2017
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