“Acerque el
Ekeko, casera”, ordena el yatiri a una auténtica cholita paceña de elegante
pollera bordó. El sabio andino baña entonces la figura del morrudo diosito con
humo de incienso y unas gotitas de alcohol fino. “Harto rato hay que esperar
para tener turno para la chall’a, pero la fiesta no está completa si mi Ekeko
no recibe la bendición”, explica paciente Julia Vargas, una migrante que llegó
a la Argentina hace más de 20 años, mientras el chamán termina su faena
recitando una oración en aymara. El bigotudo Ekeko que abraza Vargas con amor
maternal está cargado con fajitos de pesos argentinos y dólares
norteamericanos, pequeñas bolsas llenas con arroz y fideos y un par de
electrodomésticos del tamaño de un meñique. “Ojalá se cumplan mis sueños para
este año. Creo que si uno los desea, van a hacerse realidad. La fe mueve
montañas”, confiesa la señora y luego se pierde entre la multitud. Es que los
sueños, sueños son, pero en la feria de la Alasita, si no realidad, cuanto
menos se hacen miniatura.
El pasado martes,
como todos los 24 de enero desde hace más de diez años, la nutrida comunidad
boliviana en la Argentina volvió a celebrar esta fiesta cuya idea germinal es
comprar objetos en miniatura para rendirle tributo a la milenaria deidad andina
de la abundancia. Y para que se vuelvan reales. “Cuando comenzó era un festejo
pequeño de la colectividad, pero luego pasó a ser una fiesta mayor que integra
a vecinos de toda la ciudad”, cuenta Edgar Colque, integrante del Centro
Cultural Autóctono Wayna Marka y curtido organizador del evento que, pese a
caer en día laboral, convocó a casi 15 mil personas en Parque Avellaneda.
“Viene la gente
porque todos tenemos un anhelo, una esperanza, un proyecto de vida. Y ese sueño
se compra en la fiesta. Se venden autos, casas y hasta locales comerciales.
También los padres compran títulos universitarios: sueñan con que sus hijos
sean médicos o abogados. Esos deseos nos impulsan y, con el tiempo, también con
mucho trabajo y fe, se cumplen”, completa Colque, docente, hijo de un sastre
orureño que llegó a la Argentina a finales de los '60. Y explica que las
autoridades porteñas “son un poquito reacias a esta celebración. No sé muy bien
por qué, siempre nos piden un papel más. Igual, nosotros no bajamos los brazos,
porque queremos mantener viva nuestra cultura”.
Este año, el otro
festejo, el auspiciado por el gobierno porteño, se desarrolló en el Parque
Indoamericano, el mismo escenario que en diciembre de 2010 ardió en violentas
jornadas por una toma masiva. Por esos días, el entonces jefe de Gobierno
Mauricio Macri señaló a la “inmigración descontrolada” como causante de la
violencia. “Por la discriminación que sufren, muchos hijos de bolivianos son
forzados a sentirse avergonzados de sus raíces. Y con este discurso de la delincuencia,
caemos todos en la misma bolsa”, dice Colque.
En Parque
Avellaneda, cerca del escenario donde la agrupación Tatú Orquestina arremete
con inoxidables huaynos, cuecas y sanjuanitos, la abogada Carmen Burgos reparte
volantes del INADI. Es miembro de la Comisión de Juristas Indígenas de la
Argentina y coordinadora del Programa de los Pueblos Originarios del organismo,
y asegura que estos festejos revitalizan la cultura de los migrantes: “Alasita
es un claro ejemplo de cómo la espiritualidad y la cultura se transpolan con
las personas. En las generaciones de mis abuelos, que eran de Jujuy, Bolivia y
Chile, estas prácticas se hacían puertas adentro. Esta visibilización es muy
importante”.
Pese al clima
festivo que rodea la feria, la letrada oriunda de La Quiaca enciende alarmas
sobre los cambios en las políticas migratorias que impulsa el Ejecutivo
nacional: “Cada día hay noticias poco alentadoras que afectan a los colectivos
históricamente discriminados. Los migrantes están muy preocupados, y no es para
menos, porque no hay criterios claros de cómo se van a dar los cambios.” Burgos
resalta que desde las organizaciones sociales y la sociedad civil empezaron a
sentir la necesidad de volver a nuclearse: “Nadie quiere que estas medidas
restrictivas terminen tergiversando el trabajo que desarrollamos durante años”.
Los visitantes se
apiñan en los puestos montados en las canchitas de fútbol. La térmica merodea
los 30 grados y los estoicos puesteros ofrecen su variopinto menú de
miniaturas. Están los comerciantes polirrubro pero también los especializados:
automotores, bienes raíces, papel moneda. “Acá no devaluamos, 3000 dólares a 10
pesos”, vocea un arbolito alasitero.
La joven puestera
Gisela Copa cuenta que las preferencias de los compradores han bajado del
pedestal al eterno Ekeko, “porque este es el año del gallo, que te ayuda a
encontrar pareja: a mí me cumplió”. Su novio la custodia de cerca con mirada
empalagosa. Copa dice que también ha crecido la demanda de los DNI y de títulos
de bachillerato. Y agrega que no está de acuerdo con las medidas antimigrantes
que impulsa el gobierno nacional: “Creo que más que cerrar, hay que abrir, ser
solidarios, no discriminar a los que vienen a ganarse la vida”.
A pasitos de los
puestos, se encuentran los restaurantes al aire libre, donde venden sopas
(chairo o de maní), salteñas o las inevitables salchipapas, además de los
platos más elaborados como el fricasé de res, la papalisa, los crocantes
pejerreyes y el auténtico plato paceño, emblema culinario de la Alasita. El
calor no afloja y las cocineras se juegan la vida para sacar crocantes los
platos en el improvisado patio de comidas. Mientras come un platazo de
chicharrón acompañado por su familia, Julio cuenta que el festejo porteño no
tiene nada que envidiarle al del Altiplano. En los ’90, dejó la Villa Imperial
de Potosí y se radicó en la estigmatizada Villa 1-11-14 del Bajo Flores.
Trabajó muy duro en un taller textil, pudo criar a sus cinco hijos y ahora
tiene un local de ropa en Aldo Bonzi. Hoy compró la figura del toro, para que
le dé fuerzas para encarar el año. “Acá hice mi vida –confiesa–, y me preocupa
que nos echen la culpa a los extranjeros por las cosas malas que pasan. Creo
que la salida no es expulsar, sino integrarnos más.” Pese a los malos tiempos,
está contento. Con una alegría que es común a bolivianas y bolivianos en sus
días libres. “Raza de bronce” los han llamado, por el modo en que trabajan:
pero también por el modo en que festejan. Con todo derecho. «
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De TIEMPO ARGENTINO, 28/01/2017
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