Saturday, February 18, 2017

El epitafio de los últimos pacahuara ya está escrito

ROBERTO NAVIA GABRIEL

Cuatro seres humanos están por presenciar el final de su historia. Los últimos pacahuara lo saben. Saben que la extinción de sus voces y de su lengua, de su universo interior y de sus cuerpos se irá con ellos porque son los últimos de su tribu que quedan vivos en este mundo. 

Los últimos pacahuara son hermanos y son dos mujeres y dos hombres. Ellas se llaman Bose Pistia y Shaco Pistia. Ellos, Buca y Maro. Viven desde 1969 en Alto Ivon y  Tujuré, dos comunidades que están a tres kilómetros de distancia una de la otra, en plena Amazonia de Beni, hasta donde se llega por un camino quebrado desde Riberalta, la ciudad más cercana y hasta donde piden auxilio cuando alguno de ellos se enferma y siente que la hebra de la vida está cada vez más delgada. 

Hasta las 10 de la noche del 31 de diciembre de 2016 eran cinco los pacahuara que quedaban vivos. Cuando ya se iba el año, moría Baji, de aproximadamente 57 años, flaca y víctima de un cáncer en el estómago que la postró en su cama modesta de Puerto Ivon. Se fue mientras su hijo Rabe preparaba la última cena del año viejo.

- Tardaron tres días en enterrarla, cuenta Rabe, que llora en silencio en la tumba de su mamá, mientras con sus manos arranca la maleza que ya creció con las primeras lluvias de enero.

Tardaron tres días porque no había un ataúd en Ivon y tampoco dinero para comprarlo. El antropólogo Wigberto Rivero  envió el cajón desde Riberalta y entonces pudieron despedirla durante la mañana del 3 de enero y dejar tres velas encendidas encima del montículo de tierra amarilla,  sin cruz y sin ninguna inscripción que diga que aquí está enterrada Baji.

- La cruz tiene que ser de fierro porque aquí la humedad se come la madera, dice Rabe, que ya ha ido a una herrería en Riberalta y le han dicho que la cruz cuesta Bs 250, con el grabado del nombre de la difunta y de la fecha de su muerte.

El cementerio está en la panza del bosque, a un kilómetro de Puerto Ivon, hasta donde se llega por una senda angosta y apenas iluminada por los rayos del sol que logran abrirse campo entre las ramas de los árboles frondosos. En el cementerio hay varias tumbas sin cruces y las que las tienen son de madera y la madera está vieja y partida. 

- El sol y la lluvia son más crueles que el olvido, dice Rabe, de 35 años, de estatura mediana. El hijo de Baji no se considera un pacahuara cien por cien, porque forma parte de los descendientes cuya sangre está mezclada con los chácobo, otra etnia amazónica con la que se toparon después de su gran éxodo. 

Ninguno de los cuatro pacahuara puros que quedan de pie tiene la cara de anciano porque sus edades oscilan entre los 40 y los 57 años. Ninguno sabe con certeza cuántos años tiene porque no recuerdan la fecha de su primer nacimiento porque ellos -dicen- nacieron dos veces. La primera, cuando salieron del vientre materno y emitieron su primer llanto en su selva. Y la segunda, cuando escaparon de las balas, esa amenaza mayor que casi los extermina y que fue más peligrosa que los rayos del cielo o del zarpazo de un felino agazapado en los misterios de la noche. 

Primavera de 1969 
Las flores silvestres estaban esbeltas cuando ellos abandonaron para siempre Río Negro, aquel territorio ancestral de la provincia Federico Román de Pando, donde los pacahuara fueron amos y señores hasta que los bolivianos y brasileños de la siringa, hambrientos de su bosque, entraron a matarlos como se mata a un animal, a bala y ocultando el arma en la espesura del bosque. 

Ellos, que durante la época del caucho sobrepasaban las 40.000 personas, con sus flechas y sus lanzas no pudieron ganarle al plomo de los que ostentaban su territorio. Las bajas llegaron hasta los oídos del Instituto Lingüístico de Verano y de la Misión Nuevas Tribus, dos organizaciones religiosas que convencieron a nueve pacahuaras sobrevivientes para que se subieran en una avioneta y aterrizaran en Puerto Tujuré, un ranchito oculto en la Amazonia del departamento de Beni, donde ahora solo quedan cuatro de aquellos seres humanos que creían que en esta tierra prometida poblada por la etnia de los chácobo iban a vivir felices para siempre.

Pero la estructura nuclear que necesita un pueblo para no desaparecer ya se había roto, puesto que, como ahora dice el antropólogo Rivero, para que un grupo garantice su reproducción normal requiere tener como mínimo 150 habitantes.

Para 1969 los pacahuara ya eran muy pocos. Los que llegaron a Tujuré, apenas nueve, un puñado de una tribu liderada por Tai Yaku y sus dos esposas, Cai Shaco y Cai Baji. De ese matrimonio de tres nacieron Buca, Bose, Baji, Bose Pistia, Shaco Pistia y Maro.

Buca y Bose, que eran hermanos de padre, se unieron en matrimonio pero no tuvieron hijos.  Los otros cuatro formaron familia con indígenas chácobos y con mestizos que conocieron en su nueva morada. 

Hay que fijarse en las manos y en los pies descalzos de Buca  para saber que no solo su boca emite mensajes solitarios que su mente descifra a través de su idioma materno. Algunas palabras las dice en un castellano renuente y cuando habla en pacahuara, quien le traduce es su sobrino Rabe. 

Buca, cuando llegó a Tujuré tenía probablemente nueve años. Ahora tantea que debe tener 57 o quizá un poco más. Su edad nunca la sabrá con certeza, pero eso no le preocupa porque en esta vida ha tenido dramas mayores, como la matanza de los suyos en Río Negro -que le rompieron su niñez de un solo golpe- y la muerte de su esposa Bose, que llegó con furia hace cinco años encubierta en una tuberculosis implacable. 

Buca tiene los ojos risueños, asombrados, sus gestos ligeros cuando tiene que matar a los mosquitos que le pican los tobillos, su voz preocupada, como si estuviera hablando ante un pequeño público resignado y que sabe que asiste al último discurso del maestro.

- Mi esposa Bose conservaba rasgos de nuestra cultura original, con su corte de cabello con cerquillo como lo hacían nuestros mayores, dice Buca, entre susurros. 

Él la recuerda con su nariz perforada y atravesada por una tacuara delgada por donde pasaba una pluma de tucán de color rojo. No sabe si ese detalle fue lo que lo enamoró de ella, pero sí sabe que desde que murió la noche es más larga en esa única choza que existe en Tujuré y donde él vive con dos perros flacos, un cerdito de tres meses que tiene la cola rota y acompañado del árbol esbelto de almendra que está a un costado de la choza.

En la hora y media de trayecto a pie que separa Tujuré de la selva donde acude para recoger castaña, Buca tiene tiempo de hacer un repaso a aquellos buenos años cuando entonaba con Bose las canciones que les enseñaron sus padres, mientras compartían salidas al río para pescar y bañarse y contar cuentos sobre el jucumari y sobre los ‘gringos’ que llegaron de Estados Unidos para sacarlos de Río Negro. 

Buca se levanta de su banco de madera que tiene apoyado a la pared también de madera de su casa. Camina hasta el coche que acaba de estacionarse a un costado del camino. Le aguarda la mujer de siempre, la que llega cada semana para comprar las almendras que recolecta en el bosque. Buca le entrega una caja con 23 kilos de la nuez amazónica y ella le pregunta si quiere que le pague con carne de res o con dinero. Él no lo duda. Buca, aunque sabe que aquí no hay nada para comprar, dice que necesita la plata.

Pérdida irreparable 
- Cuando el último pacahuara haya muerto, cuando esta etnia se haya extinguido de la faz de tierra, con ellos se perderá toda una cultura y una forma particular de expresarse con la naturaleza y de ver el mundo. 

Así lo asegura el antropólogo Wigberto Rivero, que los conoce desde hace más de dos décadas. Con esa solvencia de los años y de estudios que ha venido realizando, también sabe que se perderá un idioma con toda una estructura lingüística  y, principalmente, se irá una identidad asociada al aspecto genético que para el resto del país es desconocido.

Las pérdidas han sido paulatinas desde que los pacahuara llegaron a Tujuré y a Alto Ivon. En su sociedad original los hombres podían tener dos o tres o cuatro mujeres y la familia para ellos era un concepto mucho más amplio, puesto que no se limitaba solamente a trabajar por los padres e hijos, sino por toda la comunidad.

- Tenían un líder que era elegido por su capacidad para pescar, cazar y defender a la tribu de los enemigos y los animales.

Rivero también dice que todo eso se fue perdiendo porque, diezmados como quedaron después de la cacería que sufrieron en la Amazonia fronteriza con Brasil, cuando llegaron a Tujuré y Alto Ivon se dedicaron a subsistir, a luchar contra las enfermedades y en asimilar su llegada al nuevo mundo y a entablar amistad con sus vecinos chácobo.

- Cambiaron hasta en su forma de alimentarse. Aquí conocieron los alimentos enlatados y las gaseosas. 

El antropólogo recuerda que de los cinco pacahuara que ya murieron, Cai Shaco y Baji fueron víctimas del cáncer.

De los cuatro que quedan vivos, uno está con miedo. Maro estima que tiene 42 años de edad pero su cara, compungida como está, le hace ver como un hombre que ya ha superado el medio siglo. Maro vivía en Tujuré, pero tuvo que mudarse a Cachuelita para buscar trabajo en las haciendas que existen  a un costado del camino. 

Maro está preocupado y con miedo no porque el trabajo es escaso, sino porque se siente enfermo. Camina lento y casi siempre con una de sus manos agarrando su estómago.

- Me duele la panza y no puedo comer casi nada, dice envuelto en un notorio quejido y arropado por Cristina, su mujer chácobo que de rato en rato entra a la cocina para averiguar si la tortuga que han matado en el bosque ya está cocida.

- La carne de tortuga es la  que no le hace mal, dice Cristina, igual de compungida, porque sabe que las tortugas también están en extinción.

- El bosque es cada vez más pequeño y los animales han huido, incluso la tortuga, que es lenta.  

Cristina no bromea. Ella quiere que su marido se alimente y que un doctor lo examine para saber qué tiene. Maro dice que no tiene trabajo y que si lo tuviera no podría trabajar. El dolor lo tiene intranquilo. Maro se acuesta encima de la mesa que está en una cabaña con el techo agujereado y se distrae acariciando a un gato que ronronea sobre su mano que él mantiene ocupada sobándose la panza. 

- Mi salud está mal. El que solo seamos cuatro los pacahuara también está mal. Cuando nosotros nos vayamos ya nadie hablará nuestro idioma ni contarán sobre los conocimientos que tenían nuestros padres y abuelos allá en Río Negro, lamenta, acostado en esa mesa y donde se distrae con el gato. 

Maro recuerda que sus padres le contaban que en Río Negro acostumbraban contemplar las estrellas y sabían identificarlas y unirlas con los dedos y formar animales parecidos a los que había en la selva. 

Al igual que otras estrellas y planetas de la galaxia que han ido muriendo inevitablemente, ellos están a punto de presenciar el final de su mundo, de quedarse en silencio, al igual que el vacío espacial, flotando y salpicados de estrellas, y tal vez solo haya una forma de salvarles, rescatando el conocimiento.

El profesor Milton Ortiz Vaca es miembro del Instituto Plurinacional de Estudio de Lengua y Cultura. Asegura que se viene trabajando para que la malla curricular de la escuela de Alto Ivon contemple la enseñanza también en pacahuara y no solo en chácobo, y que él está escribiendo un libro sobre las palabras que los pacahuara utilizaban para nombrar a los animales.

- ¿Cómo se dice tigre en pacahuara?
- Kamano.
- ¿Anta?
- Ahuara
- ¿Y pescado?
- Omaka.

El profesor Milton es chácobo, pero aprendió la lengua de la tribu que llegó en 1969, nació en Alto Ivon y ahora vive en Riberalta, donde tiene una oficina en el Instituto Plurinacional de Estudio de Lengua y Cultura y escribe el libro para que la lengua de los pacahuara no se extinga. 

La mujer del silencio
Bose Pistia se baña con la ropa en el cuerpo bajo el sol de las tres de la tarde. Se baña al lado del grifo que está cerca de su casa de Alto Ivon y se echa el agua con un balde pequeño. Después, se alisa el cabello bajo la sombra de un árbol silvestre y mientras se seca, desgrana maíz con una paciencia tal que pareciera que es dueña de todo el tiempo del mundo. 

Bose Pistia camina despacio y habla poco, incluso cuando visita a su hermano Buca ella lo escucha como a un maestro y se ríe cuando ambos recuerdan de alguna travesura que dejaron guardada en el bosque. 

Bose Pistia extraña a su hermana Shaco, que vive en Tujuré, en la casa de Buca. Shaco ha viajado a Riberalta para estar presente en el 123 aniversario de esa ciudad y para verlo al presidente Evo Morales, porque su deseo era estar cerca de un indígena como ella, pero que ha llegado al poder. 

Baji, la mamá de Rabe, la que murió el último día del 2016, canta como una matriarca y su canto llena todo el corredor donde el profesor Milton lo resucita a través de un proyector de cine que funciona con un generador pequeño que se está comiendo los últimos 10 litros de gasolina que hay en Ivon. Baji empieza a cantar y Bose Pistia está aquí, escuchándola, callada, paradita al borde de una verja, concentrada en el canto de su hermana, arropada por una noche sin nada de luna   

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De SÉPTIMO DÍA (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 12/02/2017

Fotografías:
Bose Pistia no es de muchas palabras. En su casa de Alto Ivon vive sin prisa

Maro contempla el fuego y la peta que un pariente suyo ha cazado en el monte. Si el dolor de estómago le pasa, podrá cenar sin miedo

LA VIDA DESDE LA VENTANA. Los niños chácobo se divierten mirando por la ventana o contemplando la vida desde la puerta de la casa de madera. Están pendientes cuando advierten que algún visitante ha llegado a Alto Ivon. Los perros, sus mascotas preferidas, también dan la bienvenida

PIES DESCALZOS. Buca raras veces utiliza zapatos. Sus pies crearon una coraza para resistir a los embates del suelo y de la vegetación que pisa cuando camina por su casa o la selva. Las cicatrices que ha acumulado durante años están a la vista



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