Al conmemorar los
80 años del estreno, en la Alte Oper de Fráncfort del Meno, de la cantata
escénica Carmina Burana del compositor alemán Carl Orff (1895-1982), para cuya
creación el músico empleó versos en latín y fragmentos en alto alemán y
provenzal antiguo (la obra se basa en viejos brindis y romances profanos
conservados en bibliotecas de monasterios), conviene destacar aquello que el
crítico especializado Jacques Sagot plantea, dado el enorme prestigio que ha
alcanzado esta creación musical.
Dice él que ante
la irrupción en el siglo XX de la música dodecafónica, de la serial, de la
aleatoria, de la electroacústica, de la micropolifonía, y de otras corrientes
vanguardistas tremendamente complejas -difíciles de entender e imposibles de
"sentir” para el público corriente-, sería concebible y hasta imperativa
la implantación de un nuevo arte fundamentalmente grato al pueblo, a fin de no
retroceder hacia "una negación de las masas” y así procurar la puesta en
ejecución de un nuevo estado de l´art pour l´art (del arte por el arte)
accesible al gusto popular.
Sin duda alguna
que Sagot sugiere esta reforma de encuentro con una nueva música poniendo el
acento en que Carmina Burana es la obra del repertorio universal "culto”
que más se ha escuchado a lo largo y ancho del orbe; a despecho, incluso, de
cualquier consideración de tipo social, étnico, religioso, político, o de otra
índole (pese a que no han faltado quienes la han asociado maliciosamente al
contexto en que fue compuesta (la Alemania nazi); pues en ella, en Carmina
Burana -decíamos-, se concentran los elementos sustanciales que acercan a esa
música con la población.
Prueba de ello
es, a guisa personal, la extrema sencillez o simplicidad melódica y armónica,
así como la deliberada y definitiva renuncia de Orff a toda suerte de
artificios que pudieran conferir a su creación una sonoridad insincera. Sobre
esto, es innegable, y uno siente en carne propia -y en propio oído- la
franqueza de una música que transporta al oyente a espacios ideales e insospechados
dada esa moderación y emotiva estructura compositiva tan comprensible a la
receptividad del grueso público.
Con todo, y como
ocurre en todo -que en definitiva revalida el concepto de librepensamiento-,
desde la aparición per se de la música de Orff, particularmente de la obra que
se comenta, ha merecido ésta las más encendidas adhesiones provenientes del
público en general, en oposición al exacerbado criterio reprobatorio de
críticos y artistas de avanzada que han juzgado la obra de Orff como muy
simplista o ahorrativa en recursos y, por ende, escasamente racional si es
confrontada con las progresistas corrientes mencionadas.
Definido como
está el hecho de que la música de Orff, en especial la de Carmina Burana, es
diametralmente opuesta a aquella surgida en el siglo XX, plena de atributo
erudito y cerebral, aunque mayormente de afectividad controlada (si bien -que
valga el comentario- el autor de esta nota no encuentra adjetivos para exaltar
sin reserva todo su exuberante y opulento arte), es evidente, por ello mismo,
que ésta no ha llegado al público profano -al gran público- siempre ansioso en
hallar un punto de convergencia entre lo que escucha y lo que estéticamente le
es cautivador. Ahí radica entonces la posición de Sagot de poner en el tapete
la posibilidad de crear un nuevo arte que sea del absoluto gusto popular.
Aunque tal vez
ello no suceda nunca, con la impetuosa y arrolladora música de Carmina Burana
tan sólo (a pesar de la grandeza de Catulli Carmina y de El triunfo de Afrodita,
la denominada Trilogía Trionfi), hasta el más frío y austero oyente se rinde
extasiado ante el ritmo alucinante, ante los giros melódicos y armónicos que
subyugan en medio de una impresionante instrumentación de dos pianos, timbales,
platillos, tres glockenspiel, xilófono, tambores y otra percusión menor; todo
lo cual posiblemente explique la popularidad universal que ha cobrado esta
mágica y monumental obra de palpitante sonoridad para toda una pirámide musical
de edades.
Y aun es viable
agregar algo más para elucidar la celebridad que ha alcanzado esta creación: a
poco andar en el desarrollo de ella uno puede advertir que Orff ha pretendido
trasladar su música a un estado "primitivo” en que la unidad del lenguaje,
del sonido y del sentido guardan estrecha relación con la antigua tragedia
griega. Ciertamente no es tarea difícil advertir la fusión del ritmo y la
palabra con la rebosante plasticidad de temas antiguos, tal y como expresamente
el mismo compositor enseña; añadiendo luego -en clara explicación de su arte-
que para llegar a ello parte de supuestos artísticos en que la música pretende
ser sólo uno de varios factores, y no el decisivo, pues su obra no es "ni
expresión, ni impresión, ni acompañamiento, ni elemento autónomo, sino una
especie de dirección del sonido”. Un razonamiento que, en definitiva, retrata
al artista en todo su espíritu creativo, pero también al hombre en su cualidad
íntima, gozoso en adoptar una literatura vasta en poemas sarcásticos, canciones
de taberna y textos exquisitos en erotismo.
Como conclusión,
y aventurando un juicio muy personal, la fascinación que despierta Carmina
Burana radica no sólo en los múltiples recursos que Carl Orff emplea
(desdeñando lo que aseveran aquellos críticos y músicos con implacables
calificativos), sino esencialmente en el canto y en el ritmo, componentes
prístinos que, sin ánimo de resbalar en el exagerado apasionamiento, dotan a la
composición de un derroche de intensa fantasía y éxtasis que, sin duda,
perdurará al paso de generaciones.
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De LETRA SIETE
(PÁGINA SIETE/La Paz), 05/12/2017
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