Amanecimos
inmersos en un cuadro de Turner. La neblina febrerina tiene esencias de humo de
incendio, insomnio de boldo, sequedad de un valle rugoso de espinas. Desayunar
es asunto breve, leche fría, marraqueta con miel, Vieja escuela de
Tobías Wolff sobre la mesa. El aspiracionismo literario de los adolescentes, la
competencia por impresionar a Robert Frost, a Ernest Hemingway. La condición
humana es tramposa arriba y abajo.
Pocas aves
transitan en febrero. Ciruelas y duraznos se resecan y caen sin que nadie se
inmiscuya en su ciclo. Se esperan truenos sin lluvia, tamborileos de un dios
sediento. El resto es brisa de sauce amigable, altavoces chirriantes de
vendedores de verduras, rastrojos radiales de un festival insufrible.
Comienzo nuevas
obras sin haber terminado las que están en trámite. Quizá porque lo concluido
me sabe a petulancia de doctor en letras que no escribe. Mi mente es
monstruosa, su capacidad de imaginar mundos alternativos parece ilimitada, las
ucronías históricas son diversión minuto por medio, la memoria triste que no se
consuela, la acumulación sin desagüe, sin vertederos, sin vías de escape,
fanfarria de un títere desvestido que no escatima en gastos de defensa y lanza
bombas nucleares ante cada enemigo, cada ofensor, cada atropellador de la
dignidad propia o ajena, a veces se arrepiente, retrocede, ampara, se quema las
heridas con alcohol y vuelve a la carga. No es preocupante, las riendas están
sueltas a cualquier despropósito. El resentimiento es el combustible de las
letras más grandes.
El único camino que avisoré para no morir de tristeza o desesperación fue la escritura. Luego me quedó gustando, y de la terapia pasé a la diversión, al contraataque burlón con mi caballería de cien mil napoleoncitos de plomo dispuestos a morir de la risa.
44 años, a cuatro meses de sumar 45. Mis líneas de expresión se acentúan cada mañana. Un sol irrespetuoso, de 9 de la mañana, lo enfatiza cuando me planto frente al espejo. No hay cómo huir ante la evidencia. Lo esencial no ha sido dicho. La ansiedad me araña el pecho. Mientras tanto sigo en el mismo sitio. Las rosas frente a mi ventana son botón, prestancia, senectud y olvido. Y este cuerpo tan frágil. Estas manos rugosas que imitan en la penumbra a Glen Gould. Esta mirada que hurga el cielo azul entre los cerezos resecos.
El único camino que avisoré para no morir de tristeza o desesperación fue la escritura. Luego me quedó gustando, y de la terapia pasé a la diversión, al contraataque burlón con mi caballería de cien mil napoleoncitos de plomo dispuestos a morir de la risa.
44 años, a cuatro meses de sumar 45. Mis líneas de expresión se acentúan cada mañana. Un sol irrespetuoso, de 9 de la mañana, lo enfatiza cuando me planto frente al espejo. No hay cómo huir ante la evidencia. Lo esencial no ha sido dicho. La ansiedad me araña el pecho. Mientras tanto sigo en el mismo sitio. Las rosas frente a mi ventana son botón, prestancia, senectud y olvido. Y este cuerpo tan frágil. Estas manos rugosas que imitan en la penumbra a Glen Gould. Esta mirada que hurga el cielo azul entre los cerezos resecos.
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De CUADERNOS DE
LA IRA (blog del autor), 26/02/2017
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