Un muelle donde
amarrarte. Un muelle para partir. Un muelle donde empezar a llorar exilios. Un
muelle donde celebrar el retorno. Un muelle como descanso. Un muelle como
capitulación. Un muelle, simplemente, como una tregua. Son tantos sentidos los
que atesoran los muelles que no bastaría un libro para anotarlos.
En esta
modernidad absurda, hemos reemplazado los muelles por las mangas asépticas de
tela plástica de los aeropuertos: he ahí el problema. Hemos abolido la belleza
de los muelles, esa estética exquisita de penetración en lo líquido. Hemos
suspendido ese sabor que tenía usar un muelle para llegar, para salir, para
perderse, para volver a encontrarse, para pisarlo, sentirlo crujir, hablar,
decirte. Hemos abandonado ese placer y ese misterio que es caminar sobre el
agua, como lo hizo ese gran mago que fue Cristo. El muelle nos concedía parte
de esa magia.
Acuden a mí
imágenes de muelles –el de Atalaya, muelle de pampa, muelle de saladeros
desolados sobre el Río de la Plata- e historias de muelles, todas intensas: así
era la vida, cuando había muelles donde embarcarte o, simplemente, ir a
agasajarlo o contarle o cantarle tus alegrías o tus penas.
Un muelle del
lado siniestro del Lago Victoria, en el corazón de África: el Che, el Che
Guevara, escapando. Lean sus memorias de su fallida incursión revolucionaria en
el Congo. Perseguido por una ordalía de mercenarios y tribus hostiles, levantan
campamento a la mala, le pisan los talones, se oyen los disparos, rozan las
balas: la vida o la muerte pasaba por llegar al muelle, embarcarse y cruzar el
lago hasta Tanzania. Lo logró. Un muelle le salvó la vida. Vendría a inmolarse
a Bolivia, a la quebrada del Yuro, donde no hay muelles a quinientos kilómetros
a la redonda: el corazón de esa Sudamérica que tanto amaba.
Más muelles, los
míos propios –además del de Atalaya, donde celebramos con Fabián la victoria de
Argentina y de Maradona en el Mundial 86.
Recuerdo un lugar
sin muelle pero para llegar a otro lugar, con muelle. También con Fabián.
Nuestras andanzas patagónicas. No recuerdo bien de dónde partías (¿del refugio
del Cerró López?), la cosa era que tenías que fajarte para seguir el curso del
arroyo Casalata –cerrada la picada, el sendero, debías enfrentar bosques
temibles de caña coligüe, tan duras como el bambú, para abrirte paso, cruzar el
arroyo tempestuoso mil veces, caminar sobre el agua- y llegar a orillas del
Lago… Mascardi (¿funcionará mi memoria toponímica?). Allí, debías prender una
fogata, leña sobraba –todo era bosque, bosque que ahora queman por todas
partes- para que te vieran desde la otra orilla del lago y te vinieran a buscar
en una lancha y dejarte, bien parado, en otro muelle de este texto.
Otro muelle, el
de Mar de Ajó, en la costa atlántica argentina. Esta historia es nostálgica y,
como todo lo que encubre la nostalgia, tapiza un yacimiento de tristeza. Yo ya
vivía en Bolivia. Una vez, de visita en Buenos Aires, con mis amigos y
compañeros de militancia, Pablo –“Paco”- Castillo y Ricardo –“68”- Labanca
dijimos, tomando cerveza en un bar de la Avenida de Mayo: vámonos a la playa.
Fuimos. El viaje, la estancia, tuvo bastante del aire de esa película genial de
Bertrand Blier que, entre nosotros, se conoció como Las cosas por su
nombre y donde actuaban el malogrado Patrick Dewaere y Gérard
Depardieu.
Tomamos un bus
nocturno, a donde cantando, guitarreando, libando vino, mateando y siendo
momentánea y colectivamente felices con el resto de los pasajeros, amanecimos
frente al mar: recuerdo, como si fuera hoy, la línea brillante y prodigiosa
donde veías llegar las olas a la playa desde la ventana del bus. No había
edificios, sólo había casas bajas y potreros: por eso, nada más que por eso,
podías verlas, nomás abrir los ojos, nomás el día y su luz te agasajaran la
mirada.
Estuvimos tres o
cuatro lunas. No teníamos un peso, acaso comíamos. Lo que sí, hicimos del muelle,
nuestro hogar de momento, nuestro lugar de confesiones –entre nosotros y con el
mar, con el mar para confesarse y con el mar de testigo-, el muelle como
nuestro efímero dominio de sabernos que estábamos, aunque sea un día, una
noche, un minuto, en el lugar donde queríamos estar, en el lugar que nos
merecíamos, que anhelamos, que sentíamos como propio. El muelle de Mar de Ajó
como nuestra pequeña patria liberada, como el país donde todo era justo y todo
era libertad y todo era nuestro y de todos, de todo el pueblo, y nadie, nunca,
jamás, nos lo iba a poder quitar. El muelle de Mar de Ajó: el muelle montonero.
Paco sigue por
ahí, en Buenos Aires, editando libros en EUDEBA: libros maravillosos que hablan
también de muelles, de otros muelles, pero que también son los nuestros.
Ricardo falleció. Partió desde ese muelle invencible que es el muelle que
conduce a la eternidad. Allí, nos está esperando.
En algún otro
texto escribí que de los muelles podés partir, podés llegar, pero lo que nunca
podés hacer, es quedarte. El “68” nos estará esperando en la eternidad pero si
yo pudiese verdaderamente caminar sobre el agua y hacer el milagro, daría todo
por volver a hablar con él y abrazarlo, otra vez, en ese muelle, ese muelle
frente al mar, que nos regaló la vida, esa vez que fuimos, locos, vagabundos y
febriles, a buscarlo, entre las arenas revueltas y el viento incesante del
Atlántico.
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Imagen: Constance
Mary Pott (1862-1957)
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