Desde el núcleo
duro de la Tierra, el centro de Asia, las últimas estribaciones del Himalaya,
desde se vuelcan y deslizan hacia el sureste y culminan en territorio birmano.
Este extremo del macizo montañés más compacto del planeta, con picos de nieves
perpetuas que superan los cinco mil metros de altura, es poco conocido aún en
el presente.
En realidad,
Birmania toda sigue siendo una nación misteriosa, más allá de sus fronteras,
por motivos que exceden este escrito. Los primeros occidentales que se
acercaron a sus costas fueron navegantes portugueses, a principios del siglo
XVI. Uno de ellos se llamaba Eusebio Dutra Lima, oriundo de Oporto, capitán de
méritos indudables. Un día de 1544, reconociendo las indómitas islas del Mar de
Andaman, una tormenta lo desvió hacia el continente donde recaló en los muelles
del puerto de Martaban, en la Baja Birmania, donde fue recibido por el rey de
Pegú, uno de los señores tribales que gobernaba el país, y una multitud
alborozada de sus súbditos.
Advertido de la
feliz consecuencia de su cambio de rumbo, Dutra Lima estaba deseoso de penetrar
el territorio hacia el norte, hacia las cordilleras de hielo de las cuales le
anoticiaron unos emigrados pescadores chinos de unas aldeas que había visitado
en el golfo bengalí. Ellos habían llegado desde allí, caminando años.
El Rey de Pegú
–cuyo nombre era U Maung- no negó el permiso a Dutra para introducirse en la
Alta Birmania –no eran sus dominios, al fin de cuentas- pero, a la vez, narró
al marino los peligros que enfrentaría a su paso: pueblos salvajes devoradores
de gente, cocinadas como puercos; pueblos malignos que empequeñecían gente, inoculando
extrañas sustancias por los pies; pueblos de dementes que petrificaban gente, y
la arrojaban dentro de volcanes. Y mucho más. Serpientes inmensas capaces de
tragarse un elefante entero o dos búfalos juntos, plantas venenosas que si eran
tocadas provocaban la pérdida de la memoria, ríos con garras, arañas que
hablaban, alacranes que hipnotizaban y un sinfín de calamidades que era
preferible evitar.
-Mi palacio es
tuyo- exclamó U Maung-, está lleno de jade y de doncellas, repleto de marfiles,
faisanes y sedas. Quédate conmigo, amigo forastero, y cuéntame de Lisboa. Dicen
que sus iglesias son más altas que mis pagodas…
-No- lo cortó en
seco Eusebio Dutra y enfatizó: no hay nada comparable en Lisboa a la belleza e
inmensidad de tus pagodas. Somos un pueblo pobre, su Majestad, debemos dejar
atrás nuestro hogar porque hay años donde sólo comemos sardinas y sólo sardinas
y quisiéramos dejar de padecer tanto…
U Maung no dijo
más y encomendó a su mejor cartógrafo que ayudara al portugués en sus afanes
por llegar a los confines secretos del mundo birmaní.
U Nu era el jefe
de cartógrafos reales de Pegú. Sus viajes eran legendarios: sin disimulo, los
cortesanos, contaban de él que no sólo había visto las nieves, sino cruzado los
tremendos montes donde ella se aprisiona, y que del otro lado, al norte, había
atravesado arenas infinitas donde hubo de enfrentar demonios y aves monstruosas
que casi devoran sus ojos. De hecho, le faltaban dos dedos de una mano: un
tigre de las selvas de Siam se los había devorado en una pelea memorable que
era recordada, inclusive, por las floristas y los artesanos del bullicioso
mercado de Martaban.
Uno de ellos
–otro chino, por cierto-, fue el primero que habló a Dutra del “Corazón de
Birmania”.
¿El “Corazón de
Birmania”? Sí. Un rubí del tamaño de un coco que, según dijo el hacedor de
cestas, estaba resguardado en un cofre, detrás de una pequeña estatua de Buda
en un templo demasiado antiguo en una aldea de esa Alta Birmania a donde Dutra
pugnaba acceder.
Cuando en sus
afanes, el capitán Dutra trató de obtener mayor información por boca de U Nu,
éste le aseguró que esas eran habladurías del populacho y que jamás de los
jamases en sus incontables viajes había visto semejante maravilla y que si él,
que conocía Birmania como si fuera su jardín o su mano entera, no lo había
encontrado, pues, simplemente, mi Señor de Portugal: tal rubí no existe, el
Corazón de Birmania no existe.
Más allá de su
escepticismo, y por orden del Rey, U Nu entregó a Dutra un mapa trazado por su
propio puño –un mapa precioso, labrado en tintas de añiles rojas, negras y
azules- sobre el camino hacia las montañas de nieve.[1]
El mejor hombre
de Dutra Lima era Alves, Caetano Alves.
Alves era un
explorador invencible. Un titán de la travesía y de la geografía. Azoriano de
cuna, su familia era de tradición ballenera. Alto, macizo: parecía árbol. Algo
más que niño, tomó una canoa y se fue remando con su amigo Julián hasta la
Mauritania, donde siguiendo sus huellas, convivió con los tuaregs en sus
campamentos. Ya crecido, partiendo desde la isla de Zanzíbar, desembarcó en la
costa tanzana, y dos años después, apareció en los burdeles de Argel. Una
verdadera proeza. Un bajel español lo rescató de esas playas y un salvoconducto
del mismísimo Carlos de Habsburgo, en mérito a su valor, le había permitido
regresar a Lisboa. Dutra lo conoció en una taberna de mala fama donde Alves
contaba a voz en cuello -y a carcajadas y carajazos- sus historias y no dudó en
contratarlo para que lidere sus exploraciones continentales.
Mira, Alves, mira
esta belleza: esta es la Alta Birmania –le dijo, desplegando el mapa que le
había entregado U Nu, extendiendo su mano sobre su superficie como si
acariciase la crin de una yegua o el cabello de una princesa-, según pude
averiguar con mis informantes chinos la aldea se llama Bamar Shan, está a
orillas de un lago inmenso y profundo en medio de las montañas.
-Ajá- sentenció
Alves.
Los ojos de Dutra
brillaron cuando mitad deseo, mitad imploración, susurró al azoriano: Ve y trae
el rubí: la mitad será tuyo. Morirás en Horta rodeado de mujeres y bebiendo
todo el vino que desees. Será un buen final, te lo prometo.
Alves dobló
cuidadosamente el mapa, lo besó y lo guardó en su chaqueta. Dirigiéndose hacia
la entrada de la tienda, se dio media vuelta, y volvió a sentenciar: hasta la
vuelta, Dutra.
En el libro Tesoros
mineros y joyas inigualables de Portugal, escrito por Fray Antonio de
Albuquerque Rocha y editado en Londres en 1766, puede leerse entera la historia
del “Coração birmanês”. La resumo así: Alves penetró con un pequeño
destacamento rumbo a las honduras y los peligros de la Alta Birmania. Uno a uno,
sus hombres fueron sucumbiendo, muriendo de enfermedades, de miedo y de
los castigos que sufrieron de parte de los nativos de las selvas de los caminos
de aproximación. El rey no había mentido.
Alves no se
rindió: siguió solo. Los monjes de Bamar Shan huyeron al verlo: creyeron que
era un demonio y no pudieron conjurar el terror que les provocó su inesperada
presencia. Cargando el rubí en sus alforjas –más grande que un melón, según su
noticia- y unos puñados de arroz –que también hurtó a los religiosos-, no dudó
en seguir adelante en busca de un puerto y un paso entre las nieves: así llegó
a la China.
Vivió dos años en
una aldea perdida de criadores de osos y pescadores de percas, aprendió el
idioma y luego se dirigió hacia el mar, seguro de encontrar auxilio. El barco
de un mercader de Sevilla lo condujo a las Filipinas. Allí se encontró con un
tal Machado: lo había conocido en la corte de Carlos V cuando los mismos
españoles lo rescataron del África. El mundo es pequeño, siempre fue pequeño.
Machado organizó
su regreso. Fue así que el “Coração birmanês” dio la vuelta al mundo. Según
Albuquerque, Machado exigió la entrega del rubí a España a cambio de haber sido
salvado dos veces por sus naves. Alves se negó. Tal vez el mayor explorador
terrestre del siglo XVI –esta afirmación es mía-, murió olvidado en una cárcel
de Murcia.
Tuve en mis manos
el libro del fraile portugués, indagando en una de las umbrosas salas de la
biblioteca municipal de Mendoza, en la República Argentina. Nadie sabía cómo
ese libro había llegado hasta allí. Sin embargo, el Dr. Demetrio Lagos Aldao,
me conjeturó que, tal vez, esa obra era parte de un lote de folios que el
General José de San Martín donó al pueblo mendocino, en agradecimiento por el
apoyo a su ejército, antes de emprender su hazaña singular: el cruce de la
cordillera de los Andes, rumbo a Chile.
Esta historia, si
bien no pude certificarla en otras fuentes, puede ser cierta, ya que es sabido
el genuino amor que San Martín profesaba por los libros y el valor que asignaba
a las bibliotecas. Era tan así que cruzó los Andes con escaso equipaje personal
pero llevando un hato de baúles donde trasladó a lomo de mula una colección de
unos 800 libros. La conjetura de Lagos Aldao parte de allí: que algunos otros
libros de esa misma biblioteca andante sanmartiniana pudieron haberse quedado
en su tierra, en Mendoza.
Más evidencias
sobre la pasión libresca del Libertador podemos encontrarlas cuando tras librar
y vencer en la batalla de Chacabuco, el 12 de febrero de 1817, y recibir de parte
del cabildo de Santiago de Chile una recompensa de diez mil pesos fuertes, él
decide donarlos para la creación de una biblioteca pública en esa ciudad. En
esa ocasión, pronunció un breve discurso de circunstancia pero que retumba en
la historia, sobre todo cuando aseguró que "las bibliotecas, destinadas a
la educación universal, son más poderosas que nuestros ejércitos para sostener
la independencia". No se equivocaba, San Martín.
A Alfredo Manuel
Domínguez lo conocí en Cafayate como mochilero a principios de los 80s.
Tratamos de llegar a pie por un sendero incaico hasta Antofagasta de la Sierra
pero la sed nos doblegó y tuvimos que regresar a donde partimos, casi en el
límite de nuestras fuerzas. Luego, Alfredo se recibió de sociólogo y décadas después,
terminó trabajando en la ONU.
En medio de todo
el despelote trágico de dictaduras y genocidios y bonzos y guerras civiles,
étnicas y religiosas que sacuden a Birmania desde medio siglo atrás, él
solicitó ser asignado a la oficina que la Alta Comisionada para los Derechos
Humanos poseía en el país asiático. Fue hace un par de años que me escribió
indicándome que no vendría a Bolivia para caminar y explorar la cordillera de
Apolobamba como habíamos pautado, porque se iba a Birmania. A pesar de que sabía
del horror étnico que se vive en ese rincón de Asia, no pude evitarme pedirle
que indagara sobre el “Coração birmanês” y si quedaba algún rastro de su
presencia en la propia Myanmar –el nuevo nombre del país que le enchufaron los
militares.
La aventura es la
aventura: Alfredo averiguó que el único paso histórico desde territorio birmano
hacia China era el que flanqueaba la montaña mayor de los Himalayas birmaníes,
el mítico cerro Hkakabo Razi, de casi 5.900 metros de altitud. El mayor lago de
Birmania, el lago Indawgyi, también se encuentra próximo a esos parajes. Sintió
el deseo de seguir los pasos de Alves, al menos encontrar ese monasterio que
suponía a orillas de esas aguas, tal como lo describía Albuquerque Rocha,
camino a la China.
Sucedió algo
extraño: las autoridades de la ONU le pidieron que renunciara a su cargo si
emprendía el viaje. Que a su regreso, lo recontratarían, pero que esa peligrosa
travesía –si quería hacerla- debía ser por su cuenta y riesgo. Alfredo
renunció, compró todos los yuanes que pudo y se marchó hacia el norte, con una
copia-fetiche del famoso mapa de U Nu que Machado quitó a Alves junto con el
rubí y que Albuquerque copió en su libro que encontré en Mendoza y que tal vez
perteneció a la biblioteca del propio San Martín y que yo había copiado para él
y enviado hasta Birmania a través de la oficina de la ONU, aquí en La Paz.
Ni rastros de
Bamar Shan ni tampoco del “Coração birmanês”, se han perdido de la historia, de
la memoria, han desaparecido para siempre –me aseguraba un convencido
Alfredo en un email que me envió ¡desde Hong Kong! y que me entristeció por un
lado pero me alegró de sobremanera por el otro: una vez que llegó allí, a las
faldas del Hkakabo Razi, decía, “no pude evitar caer bajo el hechizo de Alves y
seguir rumbo a la China, tal y como el olvidado expedicionario portugués lo
hizo en el siglo XVI”.
Alfredo se
camufló entre unos nativos y sus caravanas de yaks –¡Tomé tanta leche de yak
como para volver a bañarla a Popea en mi boca!, narraba en otro de sus correos
electrónicos. Luego, con dinero para sobornos y juergas con la policía roja,
una credencial de Naciones Unidas y mucha paciencia, logró llegar a la antigua
colonia inglesa, a donde el cónsul Santos, tras conocer sus peripecias, le
organizó una fiesta de tres días. Ahora está viviendo en una playa de las
afueras de Barcelona, tratando de terminar el libro donde contará su viaje y
muchas de estas historias que fui anotando.
Espero
sinceramente que esto suceda y que se publique la obra de mi amigo Alfredo. Así
se seguirá honrando la memoria de Alves, de Caetano Alves, ladrón de rubíes y
uno de los más extraordinarios exploradores de todos los tiempos.
Si creemos a
Albuquerque Rocha, en su antebrazo izquierdo, el intrépido portugués tenía
tatuado este lema: Antes morrer livres que em paz sujeitos
Ya que la piedra
desapareció –como intuía U Nu, otro memorable-, tal vez sea justo que la
historia recuerde a Alves, por su osadía y coraje, como el verdadero Coração
birmanês.
Río Abajo, 15 de
febrero de 2017
[1] Esto es personal: el recuerdo de U Nu es uno de los que más aprecio:
lo imagino como a El geógrafo de Vermeer, soñando despierto
recostado sobre sus mapas, pero con ojos oblicuos, un sombrerito en la testa y
largas y venerables barbas blancas.
No comments:
Post a Comment