Friday, November 30, 2012

La plegaria de la guerra


MARK TWAIN

Era una época de gran excitación. El país estaba en armas, la guerra llegaba, en todos los pechos ardía el fuego sagrado del patriotismo; los tambores sonaban, las bandas tocaban, las pistolas de juguete estallaban en el aire; sobre todas las manos y bajando por los techos y balcones brillaban las banderas, en el sol, como una selva de colores; todos los días, los jóvenes voluntarios marchaban por la gran avenida, alegres y hermosos en sus uniformes nuevos y las madres y hermanas y novias y padres orgullosos los saludaban con voces quebradas por la emoción y la alegría mientras ellos pasaban cantando; todas las noches, se reunían masas de personas a escuchar, jadeando, la oratoria patriótica que sacudía las profundidades más profundas de sus corazones y que ellos interrumpían a intervalos muy breves con ciclones de aplausos mientras las lágrimas les corrían por las mejillas; en las iglesias los pastores predicaban la devoción a la bandera y al país e invocaban al Dios de las Batallas, pidiéndole. Su ayuda en nuestra buena causa en un estallido de elocuencia ferviente que conmovía a todos los que los escuchaban. Era una época realmente alegre y llena de gracia y la media docena de espíritus poco conscientes que se atrevía a desaprobar la guerra y arrojar dudas sobre su rectitud recibían inmediatamente una advertencia de tal magnitud que desaparecían de la vista por su propia seguridad y ya no ofendían a los demás en esa forma.
Luego llegó la mañana del domingo —al día siguiente los batallones partían para el frente y la iglesia estaba repleta, los voluntarios estaban allí, las caras jóvenes iluminadas con sueños marciales— visiones de avances duros y masculinos, la inercia cada vez mayor, la carga brusca, los sables brillantes, la lucha contra el enemigo, el tumulto, el humo que lo envuelve todo, la persecución feroz, la rendición —después a casa desde la guerra, como héroes de bronce, adorados, amados, sumergidos en mares dorados de gloria… Con los voluntarios estaban también sus seres queridos, orgullosos, alegres y envidiados por los vecinos y amigos que no tenían ni hijos ni hermanos para enviar al campo del honor y ganar por la bandera, o si perdían, morir en la más noble de las muertes nobles. El servicio siguió adelante. Se leyó un capítulo de guerra del Viejo Testamento, se dijo la primera plegaria y luego hubo un estallido de órgano que hizo estremecer al edificio y en un solo impulso, la casa entera se puso de pie, con los ojos brillantes y los corazones emocionados y dejó escapar una tremenda invocación:
“¡Dios, el más terrible! Tú que ordenas, el trueno es tu clarín y el rayo tu espada.” Después llegó la plegaria “larga”. Nadie recordaba una igual por su ruego apasionado y su lenguaje conmovido y hermoso. El núcleo de la súplica era que un siempre benigno y misericordioso Padre de todos nosotros cuidaría a nuestros jóvenes soldados y los ayudaría, los confortaría y les prestaría coraje en su trabajo patriótico; los bendeciría y los protegería en su día de batalla y hora de peligro, los llevaría en Su mano sagrada, los haría fuertes y seguros, invencibles en el derramamiento de sangre; los ayudaría a aplastar al enemigo, les daría a ellos y a su bandera y a su país el honor y la gloria inmortales…
Un extranjero viejo entró al recinto y caminó con paso lento y silencioso por el pasillo central, los ojos fijos en el sacerdote, el cuerpo largo envuelto en una bata que le llegaba a los pies, la cabeza descubierta, el cabello blanco como una catarata de hielo sobre sus hombros, la cara blanca, pálida hasta lo antinatural, pálida hasta volverse tétrica. Todos los ojos lo siguieron, preguntándose sobre él y él siguió su camino; no se detuvo nunca y ascendió así al púlpito, junto al sacerdote y se quedó allí, esperando. El sacerdote, con los ojos cerrados, sin notar su presencia, seguía con su plegaria conmovedora y finalmente terminó con las palabras fervientes:
— ¡Bendice nuestras armas, danos la victoria, oh Señor nuestros Dios, Padre y Protector de nuestra tierra y nuestra bandera!
El extranjero le tocó el brazo, le hizo un gesto para que se apartara —y el sacerdote, asustado, lo hizo— y tomó su lugar. Durante unos momentos, miró con sus ojos solemnes en los que ardía una luz sobrenatural al público que lo observaba, fascinado, y luego dijo en voz profunda:—Vengo del Trono…, con un mensaje de Dios Todopoderoso. Él ha oído la plegaria de vuestro pastor y os la concederá si lo deseáis después de que yo, Su mensajero, os haya explicado lo que significa, quiero decir su significado completo. Porque como muchas plegarias humanas, pide más de lo que comprende el que la hace…, a menos que se detenga un momento y piense.
“Vuestro sirviente y el de Dios ha hecho una plegaria. ¿La ha pensado acaso? ¿Es una sola plegaria acaso? No, son dos, una en palabras, la otra no. Las dos han llegado a oídos del Señor que oye todas las súplicas. Pensad en eso…, pensadlo bien. Si deseáis pedir una bendición para vosotros, tened cuidado, no sea que con vuestro intento, invoquéis una maldición contra vuestro vecino al mismo tiempo. Si rezáis por la bendición de la lluvia para vuestra cosecha que la necesita, tal vez por ese acto estáis pidiendo una maldición para la cosecha de un vecino que no la precisa y que tal vez se dañe con la lluvia.
Habéis oído la plegaria de vuestro pastor, la que expresan las palabras. Dios me ha pedido que ponga en palabras la otra plegaria, la que el pastor y vosotros también, pedisteis en lo más profundo de vuestros corazones. ¿La pedisteis sin saberlo, sin pensarlo? ¡Dios quiera que así sea! Habéis oído estas palabras: «Dios, danos la victoria». Con eso es suficiente. Toda la plegaria en palabras puede resumirse en esas palabras preñadas de sentido. No hacían falta las demás elaboraciones. Cuando pedisteis la victoria, pedisteis una serie de cosas que siguen a la victoria, que tienen que seguirla, que están obligadas a seguirla. Y el espíritu solícito de Dios el Padre oyó también la parte no expresada de la plegaria. Él me pide que la ponga en palabras.
Oíd: “Oh, Dios, Padre nuestro, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de nuestros corazones, se van a la batalla…, vé con ellos. Con ellos, espíritu, también vamos nosotros desde la dulce paz de nuestros hogares, junto al fuego que tanto amamos, a aplastar el enemigo. Señor, nuestro Dios, ayúdanos a despedazar con las balas a los soldados del enemigo hasta convertirlos en pedazos sangrientos; ayúdanos a cubrir sus campos sonrientes con las sombras pálidas de sus patriotas muertos; a apagar el sonido de las armas con los aullidos de sus heridos que se estremecen de dolor; ayúdanos a destruir sus casas humildes con un huracán de fuego; ayúdanos a estrujar los corazones de sus viudas, que nunca nos ofendieron, con dolor eterno; ayúdanos a dejarlos sin techo con niños pequeños para que vaguen sin amigos por los restos de su tierra desolada en harapos, hambrientos, sin agua, en medio de las llamas del sol en el verano y los vientos helados del invierno, sin espíritu, ahogados en su miseria, implorándose el refugio de la tumba y sin conseguirlo…; por nosotros que Te adoramos, Señor, acaba con sus esperanzas, ciega sus vidas, alarga su cruel peregrinación, haz difíciles sus pasos, llena su camino de lágrimas, mancha la nieve blanca con la sangre de sus pies heridos… Te lo pedimos por el espíritu del amor, o del Él, que es Fuente de Amor, y que siempre fue Refugio y Amigo de todos los que están heridos y buscan Su ayuda con humildad y corazones contritos. Amén.
“Habéis rezado por esto y sí lo deseáis todavía, hablad ahora. El mensajero del Más Alto está esperando”.
Después se dijo que el hombre era un lunático porque lo que había dicho no tenía sentido.

De Pamiela etxea, 24/10/2012

Foto: Mark Twain

Thursday, November 29, 2012

MY BICYCLE AND I


Vernon Lee

We two were sitting together on the wintry Campagna grass; the rest of the party, with their proud, tiresome horses, had disappeared beyond the pale green undulations; their carriage had stayed at that castellated bridge of the Anio. The great moist Roman sky, with its song of invisible larks, arched all round; above the rejuvenated turf rustled last year’s silvery hemlocks. The world seemed very large, significant, and delightful; and we had it all to ourselves, as we sat there side by side, my bicycle and I.
’Tis conceited, perhaps, to imagine myself an item in the musings of my silent companion, though I would fain be a pleasant one. But this much is certain, that, among general praising of life and of things, my own thoughts fell to framing the praises of bicycles. They were deeply felt, and as such not without appearance of paradox. What an excellent thing, I reflected, it is that a bicycle is satisfied to be quiet, and is not in the way when one is off it! Now, my friends out there, on their great horses, as Herbert of Cherbury calls them, are undoubtedly enjoying many and various pleasures; but they miss this pleasure of resting quietly on the grass with their steeds sitting calmly beside them. They are busy riding, moreover, and have to watch, to curb or humour the fancies of their beasts, instead of indulging their own fancy; let alone the necessity of keeping up a certain prestige. They are, in reality, domineered over by these horses, and these horses’ standard of living, as fortunate people are dominated by their servants, their clothes, and their family connections; much as Merovingian kings, we were taught in our Cours de Dictees, were dominated by the mayors of the palace. In stead of which, bar accidents (and the malignity of bottle-glass and shoe-nails), I am free, and am helped to ever greater freedom by my bicycle.
These thoughts came to me while sitting there on the grass slopes, rather than while speeding along the solitary road which snakes across them to the mountains, because the great gift of the bicycle consists to my mind in something apart from mere rapid locomotion; so much so, indeed, that those persons forego it, who scorch along for mere exercise, or to get from place to place, or to read the record of miles on their cyclometer. There is an unlucky tendency like the tendency to litter on the part of inanimates and to dulness on that of our fellow-creatures to allow every new invention to add to life’s complications, and every new power to increase life’s hustling; so that, unless we can dominate the mischief, we are really the worse off instead of the better. It is so much easier, apparently, to repeat the spell (once the magician has spoken it) which causes the broomstick to fetch water from the well, as in Goethe’s ballad, than to remember, or know, the potent word which will put a stop to his floodings; that, indeed, seems reserved to the master wizard; while the tiros of life’s magic, puffed up with half-science, do not drink, but drown. In this way bicycling has added, methinks, an item to the hurry and breathlessness of existence, and to the difficulty of enjoying the passing hour nay, the passing landscape. I have only once travelled on a bicycle, and, despite pleasant incidents and excellent company, I think it was a mistake; there was an inn to reach, a train to catch, a meal to secure, darkness to race against. And an order was issued, “Always make as much pace as you can at the beginning, because there may be some loss of time later on,” which was insult and ingratitude to those mountain sides and valleys of Subiaco and Tivoli, and to the ghosts of St. Benedict, of Nero, and of the delightful beribboned Sibyl, who beckoned us to rest in their company.
How different from this when one fares forth, companioned by one of the same mind; or, better still, with one’s own honourable self, exploring the unknown, revisiting the already loved, with some sort of resting-place to return to, and the knowledge of time pleasantly effaced! One speeds along the straight road, flying into the beckoning horizon, conscious only of mountain lines or stacked cloud masses; living, for the instant, in air, space become fluid and breathable, earth a mere detail; and then, at the turn, slackening earth’s power asserting itself with the road’s windings. Curiosity keenly on edge, or memory awakened; and the past also casting its spells, with the isolated farms or the paved French villages by the river-bank, or the church spire, the towers, in the distance…. A wrong turn is no hardship; it merely gives additional knowledge of the country, a further detail of the characteristic lie of the land, a different view of some hill or some group of buildings. Indeed, I often deliberately deflect, try road and lane merely to return again, and have bicycled sometimes half an hour round a church to watch its transepts and choir fold and unfold, its towers change place, and its outline of high roof and gargoyles alter on the landscape. Then the joy, spiced with the sense of reluctance, of returning on one’s steps, sometimes on the same day, or on successive days, to see the same house, to linger under the same poplars by the river. Those poplars I am thinking of are alongside a stately old French mill, built, towered, and gabled, of fine grey stone; and the image of them brings up in my mind, with the draught and foam of the weir and the glassiness of the backwater, and the whirr of the horse-ferry’s ropes, that some of the most delightful moments which one’s bicycle can give, are those when the bicycle is resting against a boat’s side (once also in Exmouth harbour); or chained to an old lych-gate; or, as I remarked about my Campagna ride, taking its rest also and indulging its musings.
I have alluded to the variety and alteration of pace which we can, and should, get while bicycling. Skimming rapidly over certain portions of the road sordid suburbs, for instance and precipitating our course to the points where we slacken and linger, the body keeps step with the spirit; and actuality forestalls, in a way, the selection by memory; significance, pleasantness, choice, not brute outer circumstance, determining the accentuation, the phrasing (in musical sense) of our life. For life must be phrased lest it become mere jabber, without pleasure or lesson. Indeed, one may say that if games teach a man to stand a reverse or snatch an opportunity, so bicycling might afford an instructive analogy of what things to notice, to talk about and remember on life’s high-roads and lanes; and what others, whizzing past on scarce skimming wheel, to reject from memory and feeling. The bicycle, in this particular, like the imagination it so well symbolizes, is a great liberator, freeing us from dwelling among ugliness and rubbish. It gives a foretaste of freedom of the spirit, reducing mankind to the only real and final inequality: inequality in the power of appreciating and enjoying. The poor clerk, or schoolmistress, or obscure individual from Grub Street can, with its help, get as much variety and pleasure out of a hundred miles’ circuit as more fortunate persons from unlimited globetrotting. Nay, the fortunate person can on a bicycle get rid of the lumber and litter which constitutes so large a proportion of the gifts of Fortune. For the things one has to have, let alone the things one has to do (in deference to butler and lady’s-maid, high priests of fitness), are as well left behind, if only occasionally. And among such doubtful gifts of fortune is surely the thought of the many people employed in helping one to do nothing whatever. It spoils the Campagna, for instance, to have a brougham, with coachman and footman, and grooms to lead back the horses, all kicking their heels at the bridge of the Anio: worthy persons, no doubt, and conscientiously subserving our higher existence; but the bare fact of whom, their well-appointed silhouettes, seem somehow incongruous as we get further and more solitary among the pale grass billows, deeper into that immense space, that unlimited horizon of ages.
These are some of the prestigious merits of the bicycle, though many more might be added. This grotesque iron courser, not without some of the grasshopper’s absurd weirdness, is a creature of infinite capacities for the best kind of romance the romance of the fancy. It may turn out to be (I always suspect it) the very mysterious steed which carried adventurous knights and damsels through forests of delightful enchantments, sprouting wings, proving a hippogriff and flying up, whenever fairies were lacking or whenever envious wizards were fussing about And, as reward or perhaps crown for its many good services, reposed occasionally by Britomart’s or Amadis’ side, far from the world’s din, even as my bicycle rested on the pale wintry grass hillocks, under the rolling cloud bales and the song of invisible larks, of the Campagna.
(1904)
De Quotidiana.org, noviembre 2012

Imagen: Vernon Lee por John Singer Sargent

Wednesday, November 28, 2012

La muerte no es asunto solitario


Cecilia Romero

Un viaje comienza con un paso, ese paso lleva a otro. Dicen que la vida es un puerto a quien llegar y si alguien llega alguien se va. Una ontología críptica pero no por ello lejana. A todos nos espera la pelona pacientemente sentada sobre la lápida que lleva nuestro nombre. Porque como dice Derrida  “Cada vez, y cada vez singularmente, cada vez irremplazablemente, cada vez infinitamente, la muerte no es nada menos que un fin del mundo”. Por tanto, desde ya les voy diciendo que en mi mesa de m’astaku quiero un colosal plato de espagueti, un vino patero y de postre tiramisú pero el que hacía la abuela, además de cigarritos, posibles causantes de mi deceso, y por qué no, un libro de Pedro Lemebel y amenizando la velada del adiós un mix de Luz Casal, Atajo, Bjork, Madonna y Charly García. Así tal cual. 

Si también hablamos de encuentros más o menos amables con la muerte, viajamos con mi padre al pueblo de los abuelos, Tarata, es la fiesta de Todos Santos, corre el año de 1998, aún hoy recuerdo las masitas, las tantawawas y los maicillos, que de seguro en la tierra de Melgarejo conservaban el sabor original de hecho en casa. Arribamos ese día a las calles oscurecidas del páramo nostálgico de grandes familias, de un San Severino que hace llover, los callejones terrosos y casas solitarias, además claro está de sus inolvidables platos de chorizo, para vivir la fiesta de los muertos. 

Ya van las familias en romerías de casa en casa. Suenan en ecos las bandas de pueblo y en las puertas reciben los deudos a la gente. Hacemos lo mismo, nunca una bolsa del preciado botín llega a nuestras manos. No es momento para ser invisible. Pero lo somos... no hemos entendido cierta ritualidad social que antecede a la comida favorita de cada occiso. 

Pasan los años y caminamos las calles de Teposcolula en México, es la fiesta de los muertos. Pase, este es el lugar donde se quedó la vieja, esta es su catrina. Mano, coma su muerte, ríase de ella. Trague su calaca, saboree lentamente el mazapán y vea cómo la pelona está esperando arribar a su chingona entraña. Los colores del lugar en su azul infinito, los rojos como el sol que se hunde en los maizales, mariachis disonantes, mole y mezcal, en su barroco marco encuadran la foto mental de los idos y quizá para siempre. Llévese este cartel de catrinas vestidas con las batas de la colonia para que recuerde este lugar perdido en las fumarolas del Popocatéptl.  

El mexicano disfrazando el miedo a la muerte le cuelga un cascabel hilarante, sirven el plato favorito del difunto, por si acaso, nunca se sabe si más allá la comida es buena. Prenden la veladora para que el muertito encuentre el camino a casa. Esta reunión celebra el encuentro con flores de cempasúchil y toda la familia reunida. Hay que ponerse al día, contarle al que ya no está entre los vivos, las alegrías, el nacimiento de un nuevo hijo, la huida de la sobrina con el hijo de algún vecino, esa niña de ojos pícaros, a la que costaba un mundo traerla a la casa antes de la medianoche. Hay que beber a fondo el mezcal y romper la botella en la cabeza del desgraciado que se atrevió a irse sin avisar. Octavio Paz, dirá  “Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es palabra que jamás se pronuncia, porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente. Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de los otros; mas al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con paciencia, desdén o ironía” 

¿Y qué pasó en el funeral de la inolvidable? No voy a contarle... 

Tan sólo decirle que la muerte no tuvo ese lado luminoso y celebrante, los que cargamos con ciertas taras occidentales preferimos desgarrarnos ante ciertas partidas. Dice Sáenz que todos tenemos un muerto favorito, quizá en ese occiso se aquilate nuestra verdadera relación con el pasante, el fugante; el ido. Una relación que determina nuestro lazo con los vivos. Entonces, basta recordar ese episodio donde uno casi le toma la fría mano a la huesuda, dama elegante, dama sin buenos modales al fin y al cabo. Así verá usted cómo prueba el más insólito brebaje y si es escritor pensará en ese cuadro de varios lápices flotando cabeza arriba en nubes fundidas en un cielo irónicamente azul, clara alusión a lo que se está jugando cuando decide oficiar el trabajo del creador,  Pavese dirá que la vida es celosa, se venga de aquel que le roba el oficio. El oficio de estar aquí pariendo criaturas inimaginables, esperando sin esperar el anunciado desenlace. 

En ese cementerio que aguarda, donde dormiré el sueño sin despertador, quiero buenos acompañantes, quiero de vuelta a mi belicosa familia de migrantes, quiero a mi compañero con su cámara filmadora y todas sus películas, a Melgarejo pero sin mapas, a dos amigas, una que teje todas las noches y es realmente una crisálida y la otra, una mujer que encarna a una Pachamama fértil, de sonrisa en flor, a la que se la ha dado por vivir en casas solariegas y claro a todos los escritores de vida azarosa, a mis amigos del barrio de niñez, a Ray Bradbury de quien saco el título de esta nota mortuoria y finalmente a Marilyn que con su belleza escandalosa cante happy birthday mister president eternamente. Entonces, podré decir sin culpas Adieu, adieu, remember me, como el fantasma del padre de Hamlet. 
Vamos, una cosa es desear y otra ejecutar, no vaya a ser que justo el día de mi deceso inventen un remedio para la muerte. Joder, no vaya a ser...  


De Punto Aparte #2, Bolivia, 12/2012 

Tuesday, November 27, 2012

El gigante invisible

Por  Luciana De Mello
“Para hablar sobre una generación literaria es preciso hablar de algún tipo de unidad, y la unidad es tal vez uno de los mayores problemas de Brasil, con el que se termina tropezando la ficción brasileña. Una región grande y fragmentada donde se van creando islas literarias. Brasil no es un país, es un archipiélago y uno vive en esa condición de fragmentación”, decía Altair Martins que, junto con Andrea del Fuego y Bernardo Carvalho, estuvo en Buenos Aires para el encuentro sobre literatura brasileña que se realizó el lunes pasado en el auditorio del Malba. Es precisamente por esa condición de archipiélago lingüístico que representa Brasil dentro del continente latinoamericano, que su literatura no ha tenido una trascendencia acorde con la magnitud de las obras, tanto clásicas como contemporáneas, que se producen en el país vecino. Contrarrestando esta situación, la actual política cultural del gobierno brasileño ha ayudado mucho a la difusión de su literatura en nuestro país, financiando traducciones y publicaciones que llevan adelante las editoriales Corregidor, Adriana Hidalgo y Edhasa –organizadoras del encuentro– con un criterio de selección focalizado tanto en la difusión de autores importantes que no han sido traducidos al español, como de los poetas y narradores contemporáneos que representan un hallazgo en cuanto al nivel de riesgo y experimentación dentro de su obra.

Rebelión contra el lector

Durante el encuentro, moderado por Florencia Garramuño y Damián Tabarovsky, los autores hablaron del proceso de creación de sus novelas, del estado actual de la literatura brasileña y de los riesgos de la profesionalización de la literatura dentro del mercado. En este sentido, Carvalho es muy crítico en cuanto a lo que se está escribiendo en este momento en Brasil: “Hay una ruptura que tiene que ver con un cambio dentro de Brasil. Es una literatura profesionalizante, direccionada al mercado, que se preocupa mucho por la eficiencia narrativa del libro como producto, del libro pensado para conquistar más lectores. Es un cambio fundamental, que no se da solo en Brasil sino en el resto del mundo y donde el gusto pasó a determinar qué es la literatura. El gusto es absoluto e impera, el gusto del lector es lo que determina lo que va a ser escrito, y vos publicás lo que los editores creen que va a tener un efecto en el mercado. Eso pasa en el mundo entero, sobre todo está muy claro en el mundo anglosajón. Cada vez hay menos editoriales pequeñas. La idea de una literatura que cause problemas, una literatura que a la gente no le guste, es un absurdo hoy. Sin embargo, hubo una época, tal vez no hace tanto tiempo, en que eso no era un absurdo y hasta era algo deseado”.
En relación con esta visión, el autor de Nueve noches –una de las más celebradas novelas de Carvalho, ganadora del premio Portugal Telecom 2003– habló sobre los motivos que lo llevaron a escribir ese libro reactivo, como él lo llama, escrito contra el desinterés por la ficción que él notaba en el público lector de ese momento. Frente a su enojo por el consumo cada vez mayor de la literatura de no ficción, donde los lectores esperan encontrar a un personaje de carne y hueso, el autor decide escribir una novela que partiera de un hecho real –como fue el suicidio del antropólogo Buell Quain– donde el relato testimonial se fundiese con la ficción más pura y, de esta manera, tenderle una “trampa” al lector. El resultado, sonríe Carvalho, fue que la gente hizo una lectura en primer grado de la novela y la leyó como si fuera un libro de periodismo autobiográfico.
La literatura, como sucede también con el resto de las artes en Brasil, estuvo siempre marcada por una búsqueda en lo formal y por un agudo trabajo con el lenguaje, que no se circunscribió únicamente al período de la vanguardia modernista sino que fue precedido y continuado más allá de las corrientes que prevalecieran en uno u otro momento. Grasciliano Ramos, Guimaraes Rosa, los poetas concretos y Luiz Ruffato son sólo algunos ejemplos de ahora y de entonces. El realismo urbano, sin embargo, también ha cobrado un espacio importante en la producción literaria más reciente, y es sobre la proliferación de esta estética que Bernardo Carvalho apunta: “Me parece que la búsqueda de esa eficiencia de la que hablaba tiene que ver con construir una estética y un lenguaje cada vez más realista en el sentido de que sea más fluido, donde haya menos ruido, menos interrupción. Hubo una época en la que el error era fundamental en la literatura, el defecto era interesante porque es el defecto lo que marca la diferencia, y hoy hay cada vez menos posibilidades de publicar el defecto. Cada vez es más profesional: vas a un taller literario donde aprendés técnicas, donde aprendés por qué un cuento es mejor que otro. Ahora, ¿por qué ese cuento muy malo no es maravilloso? Es eso lo interesante de la literatura. ¿Por qué el error y el defecto no es la cualidad? Hay un anhelo muy grande por parte de Brasil de querer participar en esa especie de concierto universal literario. El caso de Ruffato es un proyecto estético literario personal de él, que habla de una clase trabajadora educada, una clase de inmigrantes. Y es único, no se ve reproducido. Pero creo que Ruffato forma parte de una generación o de un mismo momento que yo, que no es el momento del ahora de la literatura brasileña sino un momento inmediatamente anterior. Recuerdo que cuando estaba en Berlín, conocí a una crítica alemana que me dijo: el problema de los brasileños es que son muy experimentales, pero ya no saben cómo contar una historia. Creo que con esas dos frases ella definió lo que Brasil tendría que ser hoy. Tendría que producir una literatura no experimental, donde el lenguaje fuera transparente. Si agarrás la literatura norteamericana, a Philip Roth, por ejemplo, o si agarrás a Coetzee, que es sudafricano, un autor diferente –los dos me encantan, son escritores geniales–, se nota que son modelos absolutos del mercado. Los dos son realistas, con personajes súper bien construidos desde un lenguaje transparente y que saben contar bien la historia. Entonces pienso que el modelo de literatura que se está creando es un modelo con varias diferencias entre autores, pero es un modelo basado en la tradición anglosajona reciente, que es el modelo del mercado”.

Archipiélago Brasil

La novela de Altair Martins, La pared en la oscuridad (Premio San Pablo de Literatura 2009) y Los Malaquias, de Andrea del Fuego (Premio José Saramago 2011) son obras de una marcada diferencia en cuanto a poéticas y materiales. Sin embargo, podrían funcionar como paradigma de una narrativa que, si bien ya no puede leerse desde la pertenencia a un movimiento ni enmarcarse dentro de lo que fue el regionalismo en Brasil –generalmente asociado a lo nordestino–, en su prosa está contenido un residuo de lo regional. Martins como autor riograndense emplaza la historia en una pequeña ciudad cercana a Porto Alegre, mientras que Andrea del Fuego escribe sobre la región de Minas Gerais. Si bien no llega a transformarse en el eje de su estilo, ambas novelas recogen elementos del folklore y de la idiosincrasia típica de cada región. Estas regiones revelan a su vez, tanto en lo literario como en lo geográfico, más distancias que cercanías. Andrea del Fuego recuerda las controvertidas antologías del escritor paulista Nelson de Oliveira, tituladas Generación 90 y Generación 00. “En la visión de Nelson de Oliveira, yo formo parte de la generación ’00, que él define como la generación del bizarro... Pero en fin, dentro de ese monstruo de figuras que él compone, hay gente de los ’80, de los ’90, la generación ’00. Yo tengo casi 40 años y esa generación que él reúne tiene hasta autores de 19. Las antologías están ordenadas por el año de publicación, no por la edad o por la vivencia de cada uno. Sin contar que San Pablo –de donde sale gran parte de ese recorte– tiene autores que vienen de varios lugares. Yo por ejemplo fui criada en Sao Bernardo Do Campo, que es una zona industrial, pero ahora vivo en la zona oeste, un barrio de periodistas y escritores de San Pablo. Sin embargo, mi literatura va a hablar de una región rural, del sur de Minas Gerais. O por ejemplo Marcelino Freire, que habla en todos sus libros desde una voz de una señorita de Sertaña, que es el interior de Pernambuco. El está en San Pablo, pero tiene una voz que remite a otros lugares.”
Para Altair Martins, el problema de la región está dado por la fragmentación a la que hacía referencia al comienzo de la charla, y que de hecho se refleja en su prosa de manera contundente. En La pared en la oscuridad, Martins construye más de catorce narradores diferentes, cada uno con una voz definida por edades, ideologías y creencias singulares. Estas voces irán relatando una historia cifrada alrededor de varios silencios, de las palabras no dichas, de los diálogos truncos. Según Martins, en Brasil existe todavía el rótulo de literatura gaúcha, que hace referencia a toda la narrativa escrita en la región de Rio Grande do Sul. Y aclara que allí, las reglas del juego son otras: para ser un escritor gaúcho y ganar algún premio sureño es necesario no sólo haber nacido, sino haberse quedado a vivir dentro de la región. Martins se apresura a aclarar que este orgullo de los gaúchos tiene tanto ventajas como desventajas. El producto local termina teniendo mucha difusión y llega a ser muy conocido dentro de Río Grande, pero es muy difícil salir hacia el resto del Brasil. “Cuando fui publicado en Río de Janeiro, muchas reseñas hablaron de regionalismo. Si se referían a la lengua, yo no puedo huir de mi verdad, de aquello que para mí tiene poesía y mi poesía va a estar agarrada a mis cosas. No puedo comenzar como autor traducido, tengo que escribir con los elementos poéticos que me cercan, entonces hablar de regionalismo cuando los temas son universales, no me parece. Hay cosas en Río Grande do Sul que espantan a todos, palabras que son azorianas, españolas. Somos diferentes en el lenguaje, como los nordestinos, que a mí me encantan porque tienen una oralidad, una creatividad, y sufren el prejuicio del centro del Brasil. Me gustan mucho los escritores nordestinos, como Ronaldo de Brito. El con Galilea y yo con La pared en la oscuridad fuimos candidatos a una traducción en Francia que finalmente se la dieron a él porque según palabras de la editora, el libro de él era más solar, más representativo de Brasil, en cambio el mío era sombrío. ¿Lo podés creer?”

Perros de la calle

En los últimos años Brasil ha vivido una expansión económica que trajo aparejado un lento, pero notable crecimiento de la clase media baja. Esta clase se insertó con fuerza dentro del mercado de consumo de bienes tanto materiales como culturales. Según estudios realizados por el Instituto Pró Livro, el brasileño de hoy lee 4,7 libros por año. Un número bajo, pero que muestra un crecimiento importante, aunque la sensación térmica de los escritores sea otra. Todos señalan la poca importancia que la lectura tiene dentro de Brasil en comparación con otros países de la región. Y esta visión no sólo se expresa en entrevistas y artículos periodísticos sino que también toma la forma de crítica dentro del propio texto literario. En la novela de Martins, por ejemplo, hay un pasaje donde dos colegas profesores de una escuela secundaria hablan de la diferencia entre un alumno argentino con el resto del alumnado brasileño.
“Brasil tiene una tradición menor que Argentina en cuanto a lectura, de eso tengo certeza –señala Martins–. Leer no es algo brasileño. Hoy hay un orgullo económico brasileño muy grande, pero es una porquería porque viene de las personas que no tienen mucha instrucción, los turistas que vienen aquí a Argentina, por ejemplo. Porque hay un nuevo Brasil y se han generado cambios en nuestra propia percepción del país. Nosotros pasamos por cuatro gobiernos buenos, dos de derecha de Fernando Enrique, dos de Lula, y ahora el de Dilma, que también, para mí, tiene más aciertos que errores, pero ningún gobierno le ha dado una verdadera importancia a la educación. Brasil tiene una educación pésima, un sistema educativo equivocado. La universidad está bien, pero la base es terrible y el acceso a la educación universitaria es terrible. Sin embargo, éste es nuestro momento, porque la Biblioteca Nacional ha incentivado que la literatura brasileña saliera al exterior, hay un incentivo financiero muy grande para literatura, música, cine, danza, hay intercambio de estudiantes, hay inversión gubernamental. Nosotros en Rio Grande do Sul tenemos literatura riograndense, una literatura gaúcha, que nació con el Martín Fierro y hoy hablamos sobre los mismos temas que les interesan a los argentinos. Pienso que la narrativa de Río Grande es una literatura más interna, más psicológica, más milonguera. Y en cuanto a los clásicos, a mí me duele leer a autores brasileños tan grandiosos que nadie conoce, es triste. Machado de Assis fue tan grande como Borges y casi contemporáneo. Recién ahora empiezan a leerlo en Estados Unidos. Para mí, Carlos Drummond de Andrade es el mayor escritor brasileño de todos los tiempos. Brasil jamás ha ganado un Premio Nobel en ninguna área, y eso que ahora el mercado editorial está fuerte, es grande. Pero pienso también en la lengua portuguesa, que es una lengua periférica, no es como el español. A los brasileños, ahí donde vamos, nos hablan español como si todo brasileño supiera hablar español. Estuve en Nicaragua hace poco tiempo, donde me decían que el portugués les sonaba como un español mal hablado. La condición del portugués es la de una lengua marginal. Se habla de un síndrome de viralata: viralata es el perro de la calle, el perro sin dueño, y el brasileño es viralata en general. En literatura pienso que hay una desvalorización. Oswald de Andrade se adelantó a James Joyce, Machado de Assis hizo cosas geniales y modernas mucho antes que el modernismo europeo, pero nada.”
¿Cómo sucede entonces que se escribe tanto si se lee tan poco?
Bernardo Carvalho: –Cuando fui por esta beca a Alemania, conocí a un escritor islandés que era poeta, letrista de Björk. Un día, conversando, él me contó algo curioso. Cuando él hace encuentros y da conferencias, la pregunta del público actual no se basa en un interés de lector, sino en el interés del futuro escritor. Lo que ese público quiere saber es cómo ese escritor escribe, cómo tiene que hacer él mismo para escribir también. El público entonces ya no es más un público lector sino un público escritor potencial. Este es un mundo de escritores sin lectores. Inclusive en Brasil, no sé cómo se publican tantos libros, porque no hay lectores. Esta es una población gigantesca, donde las clases más pobres no leen, el libro es carísimo en Brasil, además de la cuestión del analfabetismo. La población que lee es la de clase media, acorralada entre los más pobres y las élites, y las élites brasileñas son las más groseras e ignorantes de la faz de la Tierra. Es increíble, porque la alta burguesía brasileña no tiene ninguna clase de interés, no sólo por lo que es literatura, sino que tampoco lo tiene respecto de ninguna cultura, nada. Están interesados en shopping, autos, helicópteros, playa, viajes, es sólo eso. Por ejemplo, que la alta burguesía en Brasil mande a los hijos a hacer trabajo social en lugares terribles, no existe. No le pasa por la cabeza a ningún padre brasileño que eso pueda educar a un hijo. Es una clase muy ignorante la élite brasileña. Creo que la que lee es la clase media, relativamente culta, pero en relación con la población de Brasil, es nada. No sé cómo es que se publica tanto, no sé para dónde va eso. Yo no sé para quién estoy escribiendo.
¿Y cómo perciben entonces la llegada de sus libros a los lectores brasileños?
Andrea del Fuego: –Yo comencé a publicar hace diez años y siempre estuve por debajo del radar de los lectores, del radar de la crítica, de las editoriales, de cualquier radar. Siempre escribí para una secta de quince personas, era publicada por editoriales pequeñas. Tengo un libro que se llama Niego todo, que son ciento siete ejemplares, yo digo que fue una edición confidencial. Yo sé quiénes son mis lectores, sé la dirección postal de esas ciento siete personas. El libro fue hecho a mano y como el diseño de la tapa era el rostro de un hombre, pasé la madrugada rasgando la boca y el ojo, cosiendo como si fuese una macumba, un trabajo de umbanda. Entonces de repente escribí un libro que salió en una editorial carioca, Língua Geral, que tiene un trabajo interesante de escritores en lengua portuguesa, de Africa, de Portugal, algunos conocidos y otros no tanto. Y ahí llegué, y de repente el libro ganó un espacio, tuve una lectura crítica, cosa que no había tenido antes con los libros de cuentos. Luego ganó el Premio José Saramago y entonces leí las primeras miradas críticas, sin la condescendencia de mis amigos, de esos confidentes; salí de mi vecindad. Y esa primera experiencia sucede en ese momento del que Bernardo habla, cuando el Estado llega pesado, queriendo hacer una marca, queriendo vender Brasil. Y yo creo que ése es un trabajo muy complicado, porque ¿cómo va a homogeneizar eso? No son Havaianas, que van del 35 al 40, que tenemos en azul, verde y amarillo. Es algo mucho más complejo. Cada uno tiene una voz muy propia.

De Radar Libros (Página 12/Argentina), 25/11/2012

Foto: Los tres autores

Monday, November 26, 2012

Vigencia de Woody Guthrie


JULIO VALDEÓN BLANCO

El 14 de julio se cumplió el centenario del nacimiento de Woody Guthrie. Durante años Oklahoma, su tierra natal, contempló con una mezcla de desprecio y sospecha al hijo pródigo. “Bueno, su problema es que era comunista”, le explicó su camarada Pete Seeger al biógrafo de Woody, Joe Klein, cuando este le cuestionó, a finales de los setenta, respecto a la ausencia de homenajes oficiales. Afortunadamente algunas cosas cambian. Woody, con los primeros síntomas de su enfermedad neurodegenerativa (Huntington Corea) en marcha, insistió a su hijo Arlo, para que se aprendiera los acordes de ‘This land is your land’: con áspero realismo, fruto de demasiadas hostias, sospechaba que si no lo hacía, una vez que él muriera, no quedaría un hombre en la Tierra para recordarla. Poco después, ingresado en un hospital de Nueva York, comenzaba a recibir correspondencia de sus fans. Que se habían multiplicado, resistiendo a pesar del muro de plomo fundido que cayó sobre América durante el macarthysmo y su fascistoide paranonia anticomunista. Vigorizados a partir de finales de los cincuenta con el auge de lo que pasaría a llamarse folk, bien desde posturas más asépticas (The Kingston Trio, The Brothers Four, etc.), bien desde el auge de los movimientos por los derechos sociales, bien desde unos “college” universitarios y núcleos urbanos que anunciaban la llegada de futuros torbellinos como su discípulo número uno, Bob Dylan.
Durante sus últimos tiempos, merced a la generosa abnegación del matrimonio Gleason y la bendita reconciliación con Marjorie, su segunda esposa, recibía en la casita de los primeros, durante el fin de semana, a familiares, viejos colegas y jóvenes admiradores. El Greenwich Village rebosaba de chachorros folk que veneraban su figura. Su aura indomable. Su mitología. Sabiamente fabricada con retazos de pasmosa realidad y una no menos soberbia capacidad para la reinvención totémica. Su sombra crecía. Su fabuloso legado poético comenzaba a apreciarse. Sin embargo, apenas pudo saborear el anhelado triunfo. Su definitiva elevación a la condición “living folk poet” del hombre común, por ponerlo en las palabras de Alan Lomax repetidas por Dave Marsh en sus notas interiores a la reedición de esa joya titulada “Dust bowl ballads”. Woody, que ganó dinero, no mucho, pero jamás se preocupó por ahorrarlo, hijo de una familia azotada por la enfermedad y la desgracia, amigo fiel, padre cariñoso pero negligente, fecundado por la misma ambición que Walt Whitman, brillaba ya como el trovador definitivo de una Norteamérica obrera y campesina asediada por la zarpa del capital, turbulento luchador cuyo legado no haría sino multiplicarse en importancia e influjo durante las décadas posteriores.
Claro que resulta fácil malinterpretarlo. Él mismo fomentó un tufo autotémico, luego repetido con éxito por el camaleónico Dylan, que coloca a un ídolo utópico en la tumba donde descansa un hombre doliente, contradictorio, bravo y generoso, alocado y egotista, tan capaz de incurrir en la demagogia y el narcisismo mesiánico como pasmosamente dotado para desentrañar la vividura de la gente corriente. Goloso coleccionista de detalles, perfumes, gestos, que luego trasladaba a su cancionero con la fluidez supersónica de quien vivía enganchado a la máquina de escribir. Autor de centenares de canciones, dejó inéditas miles, así como diarios, cartas, crónicas, etc. De parte de ese repertorio oculto, iceberg legendario, dieron gloriosa cuenta mi idolatrado Billy Bragg, uno de sus hijos más evidentes, y los siempre enjundiosos Wilco. Aprovecho para recomendar encarecidamente la reedición publicada hace poco de ese trabajo fundamental.
Hoy, que vivimos a oscuras. Hoy, que nos acusan de rapaceros maleantes, jetas subvencionados, parásitos, larvas comedoras de despojos, trabajadores poco competitivos, europeos bronceados, sureños irreductibles, malos alumnos. Hoy, que fracasado un modelo de construcción social alternativo nos encontramos desnudos ante la retórica antisocial de unos sacerdotes del libre mercado empeñados en colocarnos grilletes. Hoy, que los medios de comunicación parecen más escorados que nunca a escribir un relato donde sobra el 90% de la población, con columnistas cebados en el selecto comedero de la mordida, editores corruptos y descastados directores cebados de prebendas. Hoy, que la música acribillada por una piratería jaleada por las operadoras de telecomunicación, tan progresistas ellas, acaba de recibir el pistoletazo de guardia con un IVA carnívoro. Hoy, que solo resta exiliarse a un bosque boreal o parapetarse en las alcantarillas. Huérfanos de horizontes. Viudos de la alegría. Deudos y finados en el funeral por una clase media en extinción y un obrerismo desmantelado. Hoy, en fin, Woody, el visceral, polémico, sensible, agudo, cachondo, picante, monumental y picajoso Woody, es medicina para el alma. Ungüento en las heridas. Munición. Lo contrario al siempre reaccionario “término medio” que denunciaba el añorado Vázquez Montalbán. Tomando partido, manchado hasta las cejas, para seguir respirando.
De Revista New York Land, 22/07/2012
Foto: Woody Guthrie

Saturday, November 24, 2012

No han visto el mar/BAÚL DE MAGO

Roberto Burgos Cantor

Por estos años, como continuidad de una tradición escondida, la voz, el gesto, el sueño de las mujeres aparece con una voluntad renovadora frente a un mundo atollado en las rutinas de su imposibilidad.
Una muestra particular del tejido que hacen las mujeres, no por oficio impuesto que amansa los aburrimientos de la exclusión sino por el conocimiento alucinado de las redes de Remedios Varo, sus molinos de astros, sus objetos impregnados de vida, sus bosques de revelaciones, se puede examinar en quienes escriben en los periódicos y revistas.
Escritoras de rigor en la información, de responsabilidad en las investigaciones, de gracia en el estilo y de una valentía arrojada, sin fronteras, despojadas de intereses baratos y de adhesiones fáciles, constituyen una hoguera en la cual quemar la hojarasca de las desesperanzas y las cobardías disfrazadas de saberes inmodificables.
Así, por nombrar algunas, y para que no haya confusión con el día de la mujer, de la reina, de la secretaria, de las solteras, Cecilia Orozco, Marianne Ponsford, Elisabeth Ungar, Arlene B. Tickner, Ana María Cano, Socorro Ramírez, Natalia Springer.
Justo alguna de ellas ha escrito una de las reflexiones severas en relación con el maremoto de esta semana y sus hipócritas náufragos. Mar de leva que con delicada perspicacia advirtió la Ministra de Relaciones Exteriores de Colombia. Ese aviso, destello de boya que bambolea la tormenta, apenas sirvió para que la inepta marinería clamara contra una supuesta traición.
El análisis es de Tickner. Su espléndida factura parece un Jeremías contemporáneo capaz de ver sus lamentos. Empieza con la ubicación del territorio donde la decisión de la Corte Internacional de Justicia tiene recepción de herida, algo tangible en la vida diaria y por supuesto un aumento en el rencoroso desinterés con que muchas regiones de Colombia soportan a Colombia, lo que llaman Colombia. En el Pacífico y en la Guajira.
Ahora la desolada San Andrés, con sus almacenes de turcos en remate, con una novelista que los revela, Hazel Robinson, con el estupendo libro de cuentos y la novela de Fany Buitrago, hará memoria. Desde los años en que sus expertos constructores de goletas apoyaron las gestas de independencia, sus cultivos de coco, su puerto libre, los empeños de Simón González por encontrar símbolos, barracudas y calypsos. Y los trabajos empecinados de la Universidad Nacional y de la poeta María Matilde y del Banco de la República por unir el rondón y el ajiaco, no como fusión, si como conocimiento de lo distinto que somos.
Arlene B. Tickner se refiere a un tema sensible. No resuelto. Y es pertinente que lo trate ella. El tema tiene entradas. La escritora apunta a “la soberbia andina”. A la ignorancia y menosprecio de las zonas costeras. Y a “la astucia caribeña de Nicaragua”.
Gracias Arlene, no será el momento de definir la república de los Andes, mandada por el emperador Evo, y la república del Caribe pastoreada por algún anciano dictador jubilado¿?
Así vamos llave.

De El Universal (Cartagena de Indias, COLOMBIA), 22/11/2012

Foto: Isla de San Andrés

Friday, November 23, 2012

Padura a sorbos (Entrevista a Leonardo Padura)

por Susel Gutiérrez y Marianela González 

Cuando apenas restan unos días para que sea todo Padura en la Casa de las Américas, el escritor cubano nos recibe en la suya. Mantilla, La Habana, espacio y germen de mil fabulaciones: las del propio creador del Mario Conde y las que ha incrustado en los lectores del mundo desde su Pasado perfecto. Antes de hablarnos de todo y de todos, nos hace un café. Minuciosamente, lo vierte en tres tazas que se van llenando hasta el límite exacto donde una no supere la otra, aunque a veces, para ello, sea necesario devolver el líquido a una mayor y volver a empezar: justo como su obra, se nos ocurre. 

El ensayista, narrador, periodista, crítico y guionista de cine no ha descuidado una sola de sus facetas desde que en los años 70 descubriera el universo de las letras en la facultad universitaria de Zapata y G; aun cuando, a veces, ha debido transitar por ellas en un ejercicio de idas y vueltas, hasta la medida justa en que se desborden y conecten, sin dejar de ser. Por esos cruces anduvieron también nuestras inquietudes, y la gracia duró esa tarde más de lo que, a sorbos, una taza de café. 

En los años setenta, para un alumno de la Escuela de Letras en La Habana, la Casa de las Américas debió ser un lugar de muchos descubrimientos. ¿Cómo lo recuerda? 

―Antes de pisar la universidad, cualquier referencia literaria que pudo haber existido en mí sería con la biblioteca del Pre de la Víbora ―aún Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, donde estudió Retamar, por cierto― que conservaba una excelente biblioteca que después desaparecería. Durante mi adolescencia fue mi única relación con la cultura, porque lo que me interesaba era jugar pelota… 

Y las matemáticas… 

―Era bueno en matemáticas, en realidad, pero decidí que no quería estudiarla porque era una carrera muy difícil. Cuando terminé el preuniversitario, tenía buenas notas y podía estudiar lo que quisiera, así que pedí Cine, Teatro y Televisión: me pareció que sería la carrera más divertida se podría estudiar. Pero no existía, había sido una asignatura que Mario Rodríguez Alemán había impartido durante dos semestres en la Escuela de Letras y, no se sabe por qué, aparecía en la lista de las carreras universitarias. Entonces dije: pues voy a estudiar Historia del Arte, y cuando llegué a matricularme supe que la carrera no abriría ese año sus matrículas. Así terminé estudiando Literatura. Todo esto, porque yo lo que quería realmente era ser periodista, y ese año también estaba cerrada la carrera de Periodismo. Esas cosas ocurren con mucha frecuencia, y lo más terrible es que deciden el destino de las personas. En mi caso, no obstante, fue para bien, porque lo que pude hacer como periodista, tal vez fue porque era filólogo. 

«Mi especialidad fue Literatura Hispanoamericana. Por supuesto, tuve que hacer prácticamente dos carreras en una: la académica y la de las lecturas que me separaban del resto de mis compañeros: Alex Fleites, Abilio Estévez, Arturo Arango... La cantidad de lecturas que yo tenía era muy inferior, y leí muchísimo en esos años. 

«Uno de los sitios a los que iba a leer y a buscar información era, por supuesto, la biblioteca de la Casa de Américas. Cuando hice mi tesis sobre el Inca Garcilaso de la Vega, en la Casa también fui a buscar muchísimas referencias y desde entonces empecé a tener una relación con gente que trabajaba allí, especialmente con las muchachas de la biblioteca. Para quienes estudiaban en la beca de al lado, que era justamente la beca de los estudiantes de Letras, aquel sitio era como la sala de estudio. Siempre se ofrecieron de esa manera, nos dieron su espacio. De aquellos años, recuerdo que empecé muy rápido a tener relación con Chiqui Salsamendi, quien atendía Prensa, y con Silvia Gil, por supuesto. Y también, muy pronto, con el equipo de la revista. Porque empecé a colaborar. 

«Terminé la carrera en julio, y en octubre pude empezar a trabajar en El Caimán Barbudo como corrector, la única plaza que había. Ya había publicado varios textos de crítica allí, siendo estudiante». 

En aquellos años, publicar en El Caimán o en La Gaceta, por ejemplo, respondía a filiaciones y perfiles muy concretos... 

El Caimán logró convertirse en la revista cultural más importante de Cuba a partir del año 79 u 80, hasta el 89 o 90, cuando se convierte en una publicación muy esporádica, casi invisible. Fue coherente con el cambio estético, ideológico, espiritual, de la década del 70 a la del 80. La Gaceta no, siguió aferrada a lo más oficial, que tenía que ver con todo aquel ambiente esquemático y ortodoxo de los 70. Con mucho trabajo, quienes estábamos en El Caimán logramos que tuviera un carácter diferente. Recuerdo que cuando estaba en la universidad, El Caimán era tan, tan de los 70, que ponían en la escalera de la facultad los paquetes de revistas para que los estudiantes se los llevaran, y nadie los recogía; es decir, no se leía. 

«A partir del año 80 empezó a venderse, porque empezó a publicar cosas diferentes. Yo trabajé allí hasta el 83. Desde un año antes, el giro en la publicación estaba siendo demasiado evidente para muchas personas, empezando por el propio director de la revista, y comenzaron a aflorar contradicciones internas que terminaron con la liquidación de aquel equipo. Y de alguna manera hubo continuidad, pero aquel equipo se difuminó. 

«Así llegué a Juventud Rebelde. Quienes nos sustituyeron en El Caimán le dieron cierta continuidad, con Oliver como director, pero ya no sería el mismo impacto. Realmente hubo ahí un cambio de pensamiento, una posibilidad de empezar a pensar de manera diferente lo que se podía hacer y decir en la cultura. Los pintores fueron los primeros que lo hicieron muy evidente, con Volumen I, y los escritores empezamos a escribir, sobre todo los que ya en esa época tenían un poco más de años: Mejides, Senel Paz… Abel Prieto y Lichi Diego, aunque eran, de la generación nuestra, un poco más viejos. 

«En todos esos años yo tuve una relación estrecha con las publicaciones, siendo primero estudiante, y luego graduado. Con la Casa de las Américas, igual. Fui colaborador de la revista muchos años, y si ya no lo soy es porque me cuesta mucho trabajo tener tiempo para escribir para revistas ―escribo menos ensayo, casi no escribo crítica; y decidí hace muchos años que lo haría solo cuando un libro cubano me interesara mucho y quisiera escribir bien de él, porque hacer crítica y ser escritor es un conflicto. 

«Así, mi relación con la Casa ha sido siempre cercana. Fui jurado del Premio Literario en un momento muy importante para mí: acababa de publicar Pasado perfecto, y de ganar el Premio UNEAC con Vientos de Cuaresma, el primer reconocimiento verdaderamente importante que tengo en mi país. Luego he estado en muchos otros espacios y actividades de la Casa. Recuerdo muy bien, por supuesto, la Semana de Autor con Rubem Fonseca y algunos encuentros muy buenos sobre literatura policial. Recuerdo también el Encuentro de Jóvenes Escritores, en el 83. Fue muy importante porque creo realmente que se pudo equiparar lo que estaban haciendo el resto de los escritores latinoamericanos con lo que estábamos tratando de hacer nosotros aquí en Cuba después de los diez años del “quinquenio gris”, cuando se hizo evidente que había una ruptura en el desarrollo de la cultura cubana en general y especialmente, de la literatura». 

Del universo de lecturas de Padura, salen siempre a la luz los grandes novelistas norteamericanos y los latinoamericanos del boom, sobre todo, junto con los principales referentes de la literatura policial. De todo ese corpus, ¿qué fue quedando cuando el joven estudiante de Letras se fue haciendo escritor? 

―Yo tengo tres universos literarios que son dos, en realidad, y a la vez, en algún momento, se convierte en uno solo. No obstante, puedo ver esos tres universos literarios como las referencias fundamentales de lo que yo necesitaba y quería leer para poder escribir como quería. 

«Uno es la novela norteamericana del siglo XX, indudablemente. Creo que los novelistas norteamericanos son los que mejor saben contar una historia, y leyéndolos, a Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Salinger, Norman Mailer... todos me dieron un entendimiento de qué cosa significa la relación con el lector. El escritor norteamericano tiene mucha conciencia de la comunicación, y a la vez en ocasiones tiene poca conciencia del estilo. Por eso creo que la conciencia del estilo la tengo más gracias a los autores latinoamericanos. 

«Mis años de estudiante en la universidad, haciendo las dos carreras a la vez, coincidieron con el momento en que más leyó en Cuba a los autores del boom: Vargas Llosa, Cabrera Infante, Gabriel García Márquez… Después descubro a Fernando del Paso, que fue una conmoción, a Cortázar, Rulfo y Carpentier por supuesto. Y con este grupo de escritores latinoamericanos que estaban vivos y actuantes todavía, tuve una noción mucho más clara de cómo quería escribir, porque las estructuras y el uso del lenguaje tienes que aprenderlas de aquellos que escriben bien en tu lengua. En eso me ayudaron mucho los autores latinoamericanos de esta etapa. Del grupo de los más jóvenes había algunos que me interesaban mucho más, como es el caso de Soriano, que murió bastante joven; pero creo que era uno de los escritores más interesantes de la generación posboom. 

«El tercer grupo sería el de los escritores policiacos, como bien dicen ustedes; pero no sólo norteamericanos, si bien Hammet y Chandler fueron el descubrimiento de que se podía hacer una novela policiaca que tuviera ese concepto estético en que te das cuenta de que estás leyendo una novela policiaca pero también estás leyendo literatura. En los propios años 60, y ya lo descubro en los 70, empieza a haber un grupo de escritores que tienen una noción mucho más literaria de lo que puede ser la literatura policial, y mucho más libre. Es el caso de Rubem Fonseca, sobre todo. Ellos, por estar justamente en la periferia de los centros dominantes de la literatura policial, que fueron Francia y los países anglosajones, tienen la capacidad de escribir sobre la violencia, la mafia, o sobre las relaciones que establece una sociedad con patrones determinados, y son mucho más literarios. También en esa época empiezan a escribir los autores de lengua española que recrean la novela policial latinoamericana o crean el neopolicial iberoamericano. 

«De esos escritores, el primero que realmente tiene una importancia para lo que yo hice después fue Vázquez Montalbán. Primero empecé a leerlo mal, porque empecé por una novela que no se desarrolla en Barcelona, y me dije: bueno, este español escribe una novela policial que no tiene nada que decirme… Yo escribía crítica de literatura policial, todavía no novelas policiacas; pero me seguían recomendando a Montalbán y busqué otra de sus novelas, Tatuajes. Cuando la leí me di cuenta de que había que leer a Vázquez Montalbán, y a partir de ese momento se convierte en una referencia muy importante para mí. 

«De alguna manera, esos tres universos confluyen porque la novela norteamericana, la latinoamericana y la novela policial dentro de esos conjuntos específicos o genéricamente diferentes, tienen muchos vasos comunicantes. Si lees a Faulkner y después a Rulfo, te das cuenta de que un poco es el mismo universo; y si lees a Rulfo y después a García Márquez, te das cuenta de que sin Rulfo y Faulkner no hubiera podido existir García Márquez; y después lees a Fernando del Paso y te das cuenta de que también hay una comunicación, es decir, que todo ese universo está muy relacionado a partir de lo que patentaron los escritores norteamericanos de entreguerras. 

«Yo, por supuesto, leí literatura europea, sobre todo leí a los existencialistas franceses: me interesaron mucho Camus y Sartre, porque tenían una visión diferente; a pesar de que no era la literatura que más me gustaba, era la manera de expresar una sociedad que sí me interesaba mucho. También ellos han sido importantes referentes, pero no tanto como los otros tres universos». 

Por estos días, se recuerda mucho en el mundo lo que fue el fenómeno del boom. ¿Cómo lo ve, a la altura de estos años? 

―Recuerdo sobre todo la relación de descubrimiento y emoción que significó para mi generación la lectura de esos escritores, en el sentido de que los veo todavía como algo muy nítido en ese momento de los años 70. Encontrábamos en esa novela latinoamericana un gran espíritu de libertad en todos los sentidos, a la hora de hacer las estructuras. Cuando leí a Vargas Llosa, y Conversación en la catedral sigue siendo un libro de cabecera para mí, en lo absoluto, me di cuenta de que la construcción literaria en esa novela es realmente impresionante. Y vi en Cortázar que la imaginación era el único espacio en el cual tenía cabida un conflicto y lo podía expresar a través de la literatura; Gabo, a través del uso del lenguaje tan creativo y tan impactante, creó una retórica que un poco lo afectó a él mismo, pues fue la retórica en la que se montaron varios escritores, como Isabel Allende. Y fue lo que le pasó, por ejemplo, a Lichi en sus primeras novelas: sus primeros libros están tan cerca de Gabo que no son de Lichi, aunque después se reencontró a sí mismo. 

«No obstante, repito, lo que hoy viene a mi mente es aquella sensación de descubrir la posibilidad de escribir violando estructuras, convenciones. Eso es lo que más recuerdo de lo que significó para nosotros elboom». 

En ese sentido, han vuelto al debate polémicas sobre lo extraliterario en la configuración del escritor. Según su experiencia con el mercado internacional del libro, quizá la más sólida entre los autores cubanos contemporáneos, ¿hasta qué medida influye lo extraliterario en la manera en que es presentado o reconocido un autor, y hasta qué medida eso puede influir en la escritura misma? 

―El contexto en que se desarrolla un escritor es fundamental para entender a ese escritor, ver cómo se proyecta y cuáles pueden ser sus intereses. Vuelvo a lo que decía de los años 70 y Cuba —perdonen que siempre vuelva a caer en Cuba, no lo puedo evitar—: es tan evidente cómo una compulsión social, puede llegar a determinar los intereses de un escritor, que se vio, por ejemplo, en el propio caso de Carpentier, que se sintió compulsado a escribir la novela de la Revolución cubana. Hay un estudio importante en aquella época, en que un importante ensayista cubano casi que demostraba que La última mujer y el próximo combate, de Manuel Cofiño, era una novela mejor que El siglo de las luces porque tenía una comprensión marxista de la realidad. 

«Ese tipo de cosas tienen que afectar al escritor, y Carpentier se convirtió además en un funcionario, en el escritor cubano por excelencia, en la representación de la literatura cubana, junto con Guillén, y eso le cayó encima hasta que quiso de todas maneras escribir la novela de la Revolución. Sufrió con esa historia casi veinte años, porque empieza desde el 73 o 74 a decir que está escribiendo una novela que se llama El año cincuenta y nueve. Y era que él sentía que su responsabilidad era escribir esa novela. Es un caso de cómo lo extraliterario y el contexto puede incidir es un autor. 

«Yo creo, sin embargo, y sigo en el caso cubano, que en los años 90 se produjo un fenómeno que definitivamente permitió a la literatura cubana volver a tener un nivel de calidad y presencia internacional que había perdido en los años anteriores, excepto los escritores que ya estaban un poco establecidos. Y es que en los años 90, por primera vez el escritor tiene la posibilidad de contratarse o tratar de insertarse libremente en el mercado internacional del libro, lo que rompió una relación que había existido durante 25 o 30 años, y que había sido determinante en la manera en que el escritor pensaba su obra. 

«Recuerdo que en los años 80, cuando escribíamos, la meta era publicar ese libro. ¿Dónde?: en Letras Cubanas. Eso hacía que desde la concepción misma de la obra, uno estuviese escribiendo para un editor que necesariamente te iba a limitar, porque representaba una política cultural pero también la relación entre una industria cultural y un estado. Todo eso hacía que el artista estuviera creando a partir de esos presupuestos. En los años 90, eso empieza a quebrarse. En ese periodo, llevabas un libro a las editoriales cubanas y te decían: llévatelo, no hay papel, no sabemos cuándo te lo van a publicar. Eso nos dio una percepción distinta de cómo podíamos escribir lo que queríamos. Y tanto los autores que se quedan en Cuba como los que se van, empezamos a tener una mayor libertad que se que volviendo de inconsciente a consciente, en cuanto al mismo acto de la creación. Empezamos a buscar temas, a desarrollar asuntos, a crear personajes que ni siquiera se nos habían ocurrido. Porque si a mí me preguntan por qué no escribíPasado perfecto o las novelas de Conde en los 80, diría: bueno, primero, porque no era capaz de escribirla; segundo, porque no tuve tiempo de escribirla; tercero, porque no me las hubiera imaginado en aquel contexto». 

Cuando habla de que no tuvo tiempo, se refiere al periodismo… 

―Así es. En los seis años que estuve en Juventud Rebelde escribí dos cuentos, porque me dediqué por completo a periodismo, hasta que en el 89 me dije: bueno, ya no puedo seguir más en esta historia porque puedo llegar a ser el periodista más leído de Cuba, pero yo no quiero ser solamente periodista, yo quiero también escribir. 

Se piensa muchas veces en Padura como escritor de novelas policiales, pero también hay otras muchas facetas, como el escritor de ensayo, de crítica y de una ficción que ha desarrollado cierto gusto por los personajes históricos marcados por la tragicidad: Heredia, Hemingway, Trotsky. Eso recuerda un nombre que ha salido varias veces en nuestra conversación, Carpentier: pensemos en el Víctor Hugues de El siglo de las luces, en el Henri Christophe de El reino de este mundo, e incluso, en el Hernán Cortés y la Malinche de la obra preterida de Carpentier, Aprendiz de bruja. ¿Qué proceso le permite esa fusión de la literatura con la historiografía? 

―En el momento en que paso a Juventud Rebelde, lo tomé como un castigo: yo estaba en la mejor revista literaria de Cuba, El Caimán Barbudo, haciendo un trabajo que me gustaba y sabía hacer; y la entrada a aquel lugar significó ser el último de la cola, y un proceso de aprendizaje del periodismo. Descubrí entonces que, si tienes una cierta capacidad para escribir, hacer periodismo es muy fácil si encuentras los puntos fundamentales para organizar una información. Y lo más importante de esos puntos es la comunicación, noción que había adquirido además con la lectura de los escritores norteamericanos y latinoamericanos. 

«En esos seis años, hice un periodismo en el que la investigación histórica y la ficción distinguían la manera de entender y hacer el texto periodístico. Uno de mis reportajes, sobre un pueblo camagüeyano que ya no existe, es una larga entrevista con un muerto. ¿Cómo se aprende a entrevistar a un muerto?: leyendo a Rulfo. Yo tenía una historia de 120 años y alguien me la tenía que contar desde un solo punto de vista: tenía que ser un muerto. Y así fue; pero sobre la base de una investigación histórica. Es decir, durante todos aquellos años, las fuentes me permitieron hacer mis trabajos: las historias de la Virgen de la Caridad del Cobre, de Bacardí, de los francohaitianos en la Sierra Maestra, del barrio chino de La Habana, de Yarini. Todo ello, historias conocidas, pero que nadie sabía cómo habían ocurrido. Tuve que buscar de maneras muy aleatorias toda la información. 

«En las novelas del Conde, lo histórico está presente, pero no tiene un peso importante. Pero ya con La novela de mi vida entré definitivamente en ese terreno, con La neblina del ayer, con El hombre que amaba los perros y, por supuesto, con la novela que estoy escribiendo ahora: Herejes. En todos los casos, no son novelas históricas, como las novelas del Conde no son policíacas: la historia y lo policíaco tienen un sentido utilitario en estas obras, pues me sirven para ver y entender el presente. Si no hago esa mirada sobre el presente, no me interesan como punto de partida. Es un trabajo con la historia que debe ser, por tanto, muy íntimo, para que me permita comprender no solo el gran proceso, sino los mínimos procesos de una gran historia. Ahí está la necesidad de revisar mucho material bibliográfico. Necesito muchos puntos de referencia para llegar a esa relación de intimidad con la historia. No soy historiador, soy novelista». 

Para contestarnos una pregunta sobre literatura de ficción, comenzó por el periodismo. De alguna manera, sus obsesiones desde el periodismo son equivalentes a las que transpiran sus obras narrativas, e incluso, a las que tienen sus personajes: la ciudad, la propia literatura, la memoria, la nostalgia, el futuro, la responsabilidad cívica del escritor... 

―Es que empecé a escribir los primeros trabajos periodísticos ―fundamentalmente, crítica literaria― en el momento en que comencé a escribir mis primeros cuentos y mi primer ensayo. Hablo del año 78 o 79, en la universidad. Nunca pude, ni quise, distinguir entre uno y otro. Incluso, lo que he tratado de hacer en el cine tiene una relación muy estrecha con este universo, y pueden verse en todo las mismas obsesiones, como bien dicen. 

¿Cómo nacen, literaria y sociológicamente hablando, los personajes de Padura? 

―A veces tienen un nacimiento muy casual, a partir de determinadas necesidades de la estructura o del argumento; otras, de una necesidad muy conceptual, como fue el caso del Conde. Necesitaba un personaje muy raro y difícil de lograr; quería una novela policial cubana que no se pareciera a las novelas policiales cubanas y que, sin embargo, fuese una novela muy cubana y que tuviese, al menos, una intención literaria. Hablo del año 90. Sería una novela donde habría un crimen, y en aquel momento, era inverosímil un investigador privado en Cuba, por lo cual solo podía ser un policía. Y para que no parecerse a otros policías, debía ser el anti policía: toda esta relación con la nostalgia, el pesimismo, el alcohol, sus relaciones con las mujeres y los amigos, una mirada inteligente, desprejuiciada y critica de la realidad cubana... Algo tenía claro: no necesitaba conocer demasiado sobre técnicas de investigación criminal, porque no quería que funcionara el personaje según esos conocimientos; sino que fuese un sujeto que, por medio de su sensibilidad, su cercanía con las personas, lograra descubrir los casos. 

«En Pasado perfecto le añado, además, la responsabilidad de cargar con la perspectiva de toda la narración. Lo que el lector va a leer ha sido tamizado por la sensibilidad, los ojos, los oídos, el olfato y el pensamiento de Mario Conde. Creo que todavía en esa novela, el personaje se resiente de una cierta rigidez respecto a lo que comienza a partir de Vientos de Cuaresma, porque a sabía que quería hacer una serie y pude distinguir con claridad sus dimensiones, sus espacios de libertad para que sus rasgos fuesen más naturales. Ese es el caso de un personaje que me ha acompañado durante siete libros, contando el que estoy escribiendo ahora. He tenido que escribir en función de su propio tiempo humano, de su evolución psicológica y hasta física». 

El hecho de que sea una serie, además, pone a funcionar la imaginación de los lectores en torno a esa evolución del personaje. En Herejes, si tiene el Conde 56 años, debe ser más nostálgico, más resabioso... 

―Imagínense que el principio de la novela es que el Conde tiene que levantarse de la cama y no quiere, porque no le ve sentido. Con los personajes que parten de la Historia, claro, es muy diferente, no solo porque no conducen una serie, sino porque la Historia te dice en líneas generales cuál fue la vida del personaje. La vida no siempre tiene situaciones de carácter dramático, de modo que uno ha de darle una dimensión novelesca; pero en el caso de los personajes de mis libros, ha sido más fácil porque esas personas sí tuvieron vidas de novela. De hecho, mi punto de partida con La novela de mi vida fue la carta que Heredia envió a su tío Ignacio justo al terminar la primera versión de su “Oda al Niágara”, donde dice en uno de los versos: cuándo acabará la novela de mi vida, para que empiece su realidad. Ahí me dije: bueno, si el propio Heredia pensaba que su vida era una novela, hay que escribirla. Por otro lado, Hemingway se construyó la novela de su vida, de una forma mucho más meditada. Eso facilita el trabajo del novelista, pero a la vez lo dificulta: no siempre las tensiones dramáticas acompañan de la misma forman. 

«Con respecto a otros personajes, uno a veces los encuentra como necesidades de un argumento o porque se necesita un personaje capaz no solo de completar el desarrollo argumental, sino además de completar las ideas que uno quiere expresar. Pero ejemplo, en La neblina del ayer, tuve un problema con Conde: con sus cuarenta y tantos años, llevaba unos diez años fuera de la policía, e iba a enfrentarse a una realidad cubana que había cambiado tanto en esos años 90, que le iba a ser difícil al Conde comprender en toda su dimensión. Mi esposa, Lucía, me dije, cuando la estaba leyendo: hay algo que Conde trata de ver en la sociedad cubana, pero no lo ve, no lo entiende… Así me di cuenta de que hay toda una parte de esa sociedad que generacionalmente estaba escondida para Conde. Nació entonces el personaje de Yoyi “El Palomo”, 15 años más joven». 

¿Tiene Padura algún Yoyi «El Palomo» personal...? 

―Esa es la ventaja de vivir en Mantilla. Cruzo la calle y en casa de mi vecino, hay tres generaciones de mantilleros. Con ellos y otros muchos, estoy siempre al tanto de las expectativas de las personas. Ese proceso me viene de cerca, por el periodismo. Cuando voy a hacer este tipo de trabajo, como el libro que estoy escribiendo, sí he tenido que buscarme orientación para saber cómo piensan personajes que son bastante más jóvenes que Yoyi. La protagonista de Herejes, por ejemplo, es una emo de la calle G: entender cómo piensan esos jóvenes es bien complicado, incluso para ellos mismos... Ahí tuve que hacer un poco de investigación de terreno, conversar con ellos. 

La dinámica entre lo local-global puede ser mucho más perceptible en este nuevo libro que en otras obras anteriores... ¿Qué encontraremos en Herejes

―Son tres historias independientes, aunque unidas por un tenue hilo conductor. Conde aparece en la primera y en la tercera. En orden cronológico, aunque no en el orden en que aparecen en las novelas, tenemos a un judío sefardí en la época de Rembrandt, en Ámsterdam, 1642-1648. Este judío que quiere ser pintor, pero le está prohibido en aquella época por la Ley Mosaica. Su herejía consiste en decidir que será pintor, de todos modos. La historia termina en Polonia, cuando este hombre tiene que huir de Ámsterdam. Aunque el personaje es de ficción, la mayoría de los que lo rodean son personajes históricos. La segunda historia ocurre entre Cuba y Miami: un judío esquenazi que llega a Cuba con ocho años, en 1938, y espera que sus padres lleguen al año siguiente en el famoso barco San Luis que traería 900 judíos a Cuba. 

«A aquella embarcación no se le permitió desembarcar en la Isla ni en Estados Unidos, y tuvo que regresar Europa, de modo que más de la mitad de aquellos judíos murieron en el Holocausto. El personaje, entonces, cuando ve lo que significaba ser judío, decide que no quiere serlo más, y que será un cubano común y corriente. Su identidad, no obstante, viene a su encuentro cuando descubre que un cuadro de Rembrandt, que es el retrato de aquel judío sefardí de la primera historia y que fue propiedad de su familia, está en una casa de La Habana. Eso cambia por completo su vida, tiene que irse a Estados Unidos y es su hijo, al cabo del tiempo, el que debe regresar a Cuba a investigar qué sucedió con su padre: para eso le pide ayuda al Conde. 

«La tercera historia es la de una joven emo que se ha perdido. Su amiga, pariente de aquel judío polaco de la segunda historia, se entera de que el Conde se dedica a estas investigaciones y le pide, también, que la ayude a encontrar a la muchacha. Cada historia se cierra en sí misma». 

El hecho de ser un escritor cubano le confiere, fuera de la Isla, una condición política casi per se; sin embargo, en Cuba y para los cubanos, Leonardo Padura es un escritor, más que un «agitador de conciencias» desde el periodismo. ¿Cómo le hace sentir? 

―He tenido una insatisfacción muy grande: el periodismo que he hecho en los últimos 17 años se ha publicado fuera de Cuba, gracias a IPS, cuando se trata en realidad de un periodismo sobre Cuba. Aquí ha tenido que esperar a ser recogido en forma de libro. En la literatura, sin embargo, digo casi todo lo que pienso, y si digo casi es porque creo que nadie dice jamás todo lo que piensa. Y esa literatura, toda, sí se ha publicado en Cuba, aunque en algunos casos, con tiradas cortas unas veces, en otras bastante grandes. Así, en unos momentos me han reconocido más como periodista y otras, como ahora, más como escritor. 

«Todo eso me crea una insatisfacción periodística, pero una gran satisfacción literaria: para los lectores cubanos, el Conde ha dejado de ser un personaje para ser una persona. Las personas me preguntan si se casó… Ese policía inverosímil se les ha hecho verosímil y cercano, justamente porque su realidad, creo, les es muy cercano. Y con el último libro, El hombre que amaba los perros, me ha sucedido lo mismo: ha sido impresionante la cantidad de personas que se han acercado para agradecerme que lo haya escrito. Eso ha sido muy importante para mí, primero porque, aunque mi editorial en Barcelona, afortunadamente se preocupa mucho por la calidad literaria, había discutido mucho con mis editores en torno a esa obra. Ellos me decían: Leonardo, estás volviendo sobre una historia que casi todo el mundo conoce; pero yo siempre defendí que en esta novela no quería ignorar ni un instante el universo cognoscitivo del lector cubano. 

«Así logramos el equilibrio entre una visión más universal entre el desarrollo de la historia y el lector cubano. Creo que funcionó. Las personas aquí han tenido ansiedad por leerlo, y por fortuna, en Cuba, los libros tienen un destino más allá de la propiedad del objeto, y la obra ha logrado transitar entonces por muchas manos. Algunos, me han dicho, han encontrado en él explicaciones para cosas que ha vivido, sentido, sufrido sin una conciencia profunda de la dimensión histórica. Por eso, aunque la sensación de trabajo no cumplido del todo sigue dejándome insatisfecho, en relación con el periodismo, puedo sentirme pleno como escritor». 


De La Ventana, portal informativo de la Casa de las Américas, La Habana, CUBA, 23/11/2012