Thursday, August 27, 2015

Nerval exotista


Mariano García


Intercaladas en su Voyage à Orient, estas dos historias conectan con el aspecto oculto y cabalístico de la personalidad de Nerval, que tenía en su familia antepasados masónicos que llegaban hasta el tío de quien describe la biblioteca al comienzo de Les Illuminés. La primera, sugerente, describe la historia de quien se convirtió en el mesías de los drusos, esa misteriosa religión cuya revelación se supone es la más reciente de todas y que intrigó tanto a Browning como a Borges. La segunda, larga y exuberante, apoyada más en las tradiciones medievales europeas que orientales sobre el linaje preadamita, trata del encuentro famoso entre Salomón (aquí Solimán ben Daud) y Baktis, la reina de Saba. Pero el protagonista es en realidad Adoniram, el constructor del famoso templo, arquitecto y venerable padre de los constructores (gremio, como se sabe, íntimamente ligado a la masonería), descendiente de la raza maldecida de Tubal-Caín y verdadero príncipe de los genios y destinado a ser el marido místico de Baktis, pero que resulta traicionado y asesinado tras la construcción del templo. Dos joyas refulgentes del desdichado Nerval, que evidentemente se encontraba más a gusto en el mundo de su fantasía ilimitada que en la cruda realidad.
“Estás caminando sobre la gran esmeralda que sirve de soporte y de eje a la montaña de Kaf; has llegado al reino de tus padres. Aquí reina sin trabas el linaje de Caín. Bajo estas fortalezas de granito, en el corazón de estas cavernas inaccesibles, hemos encontrado al fin la libertad. Es aquí donde desaparece la codiciosa tiranía de Adonay, es aquí donde podemos alimentarnos con los frutos del Árbol de la Ciencia sin perecer” (160)

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De MICROLECTURAS, 06/08/2015

Evo Morales y otro zapatazo a la historia


JOSE CRESPO ARTEAGA


Parece que Su Excelencia retornó de la isla caribeña más brioso que nunca, no se sabe si debido a un apolíneo bronceado o a instrucciones que recibió del viejito comandante. Al anoticiarse de las numerosas protestas públicas que vienen sucediendo últimamente en el vecino Brasil en contra del gobierno de Dilma Rousseff, mandó su poderoso mensaje de apoyo a través de las ondas del éter para que repercutan más allá de Plutón, el planeta recién visitado por la ciencia terrestre. 


Quiso la diosa fortuna que la amenaza la efectuara desde el pueblito de Tarata, cuna del inefable Mariano Melgarejo quien en el esplendor de su dictadura había declarado la guerra a Inglaterra en pleno reinado victoriano. Para no quedar muy lejos, S.E., aseguró que Bolivia no permitiría un golpe contra la inocente palomita que desgobierna Brasil, y en discurso televisado anunció su espaldarazo al ejército brasileño que aparentemente se tambaleaba como la misma presidenta. Seguramente pensando en el suculento chorizo tarateño que le iban a ofrecer de rigor, el Guerrero del Arcoíris en un gesto por demás serio y rebosante de dignidad finalmente pronunció las palabras salvadoras: “Hermanos comandantes, oficiales de las Fuerzas Armadas de Brasil, díganle a mi nombre a su comandante, no vamos a permitir un golpe de Estado en Brasil”. 


Casualidad o no, en pocos días los grupos movilizados opositores al régimen fueron replegándose hasta nuevo aviso. Aunque puede que el calor sobre el asfalto haya disuelto a los manifestantes, aburridos de tanta marcha y batucada aprendida del fútbol. Por el contrario, movimientos sociales afines al Partido de los Trabajadores se sintieron envalentonados para salir este fin de semana en defensa de la compañera Rousseff y de toda la corruptela que ha envuelto a Petrobras y otras instituciones públicas. Mientras tanto, en Bolivia algunos nos preguntábamos si S.E. estaba alistando a sus gloriosas Fuerzas Armadas Antiimperialistas o a sus escuadras más selectas de cocaleros, Bartolinas y Ponchos Rojos para una posible invasión por tierra y aire a las playas de Copacabana, en la costa carioca; no muy diferente de sus acostumbrados viajes a cumbres internacionales donde suele llevar nutridas delegaciones de sus guerreros plurinacionales para asombrar al mundo con sus trajes típicos.


Se van calmando los ánimos en el vecino país y, en el nuestro, todavía parece flotar el aroma a vela e incienso de los peregrinos que regresan del santuario de Urkupiña. Con el país ensimismado en tradiciones soporíferas, S. E. sigue haciendo historia como mejor le place. En una de sus recientes correrías, se le deshizo el cordón del zapato cuando llegaba a una concentración. Automáticamente hizo un gesto con la cabeza a un agente de seguridad que tenía enfrente. El servidor público (miembro del ejército), cual siervo feudal se agacha como un resorte, sumisamente a atarle el zapato, mientras el caudillo conversa indiferente con un interlocutor ocasional. El humilde líder de los humildes, por el que cantan con tanto ahínco los trovadores del régimen dio una orden con la mirada como el más endiosado emperador de siglos pasados. En Corea del Norte, jefes militares y otros capos tiene que sonreír o aplaudir al obeso tirano so pena de fusilamiento. Aquí vamos paulatinamente por la misma senda. Si se negaba el pobre diablo ese, ya estaría desterrado de sus funciones por desacato, o mínimamente acusado de racismo, discriminación o actitud colonialista contra el “hermano presidente indígena”.  


Paradójico que los corifeos del poder vociferen que Evo Morales le ha devuelto la dignidad a todo el país, cuando no hace otra cosa que mellar permanentemente la dignidad de todos sus ayudantes y allegados, como bien saben los empleados de Palacio Quemado y otras reparticiones. Que los involucrados se dejen humillar sin rechistar ya es otro cantar. Habría que escarbar en siglos de explotación y servidumbre.

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De EL PERRO ROJO, 26/08/2015

PAÍS DE MIERDA


Matías Carrasco



Mientras esperaba mi turno en una farmacia, entró una elegante señora e intentó girar plata del cajero automático pero sin suerte. Se acercó al mesón y preguntó al farmacéutico: "¿no tiene plata el cajero"?. El hombre distraído en otra tarea pareció no escuchar. La mujer impaciente insistió. Y al ver la escena sugerí:“si no le salió plata debe ser por que no tiene, señora". Y la mujer enfurecida exclamó: "¡país de mierda!", se dio media vuelta y se fue.
Y son muchos los que sienten estar viviendo en un "país de mierda". A la más mínima provocación disparan la frase. Y en ese trance buena parte de las miradas apuntan hacia La Moneda. Bachelet y sus boys serían los culpables de tener a Chile en una sucia e indeseable cloaca.
Este gobierno ha hecho las cosas mal. Muy mal. Pésimo si usted quiere. A mi juicio se ha farreado la oportunidad de hacer reformas necesarias y urgentes para el país. De hacerlas bien me refiero. Pudo haberlo hecho con diálogo, el tiempo necesario, la gradualidad que hoy tanto resuena y con la participación de todos los sectores. Pero se enredó en la ideología, revanchas mezquinas y retroexcavadoras de otra época.  Las correcciones a la reforma tributaria y las idas y vueltas del proyecto de ley de educación son la prueba más clara de la tozudez y la porfía de este "primer tiempo" de Nueva Mayoría. A Dios gracias existe, al menos, el interés por corregir.
Pero ¿es esta administración la responsable de estar hundidos en un "país de mierda"? La respuesta para muchos puede ser tentadora, pero en mi opinión no.
A Bachelet le podremos cargar la incertidumbre generada a nivel interno, su indefinición en temas claves para el país, su falta de liderazgo para sacarnos de la crisis política, reformas mal diseñadas y al galope, su ambigüedad y parte de la caída de la economía, entre otros asuntos. No es poco para un año y medio de gestión.
Pero me temo que no basta con apretar los dientes y esperar que pasen dos años de chaparrón para que todo vuelva a la normalidad. Porque aún con nuevo presidente, con Ossandón, Piñera, Lagos, Velasco o el que usted quiera en La Moneda, las nubes podrán disiparse un poco, pero en el fondo, allá abajo, donde nadie le gusta mirar, se seguirá juntando mierda si no hacemos nada para evitarlo.
Para decepción de varios, no sería la solución vender el sofá de Bachelet para evitar sentirnos engañados por vivir en un país que nos cambiaron. El peligro estaría en creer que en un Chile sin Michelle volvería a florecer la primavera.
Porque mientras muchos siguen apuntando a la Casa de Gobierno, el malestar campea  en sectores donde no hay oportunidades, la plata no alcanza, la educación no cumple con la promesa de un mejor futuro, la salud es indigna y dolorosa, no hay clínicas ni farmacias a la vista, la delincuencia arrasa, la droga se toma las esquinas, las balaceras suenan a menudo, escasean plazas y áreas verdes, el transporte aprieta, agota y asfixia, hay hacinamiento, el trabajo no siempre es bien compensado y donde, todavía, hay hogares sin luz ni agua potable. Y esas personas - viejos, adultos, jovenes y niños- siguen mirando desde el fondo como una exclusiva minoría permanece enchufada a la teta del privilegio, la buena vida y un mundo de oportunidades garantizadas y amarradas de generacion en generación. Y es ese contraste, esa fisura, esa herida abierta y profunda la que nos tiene convertido en un “país de mierda”.
Es ilusorio pensar que Bachelet encarna todos nuestros demonios. Es tentador, pero engañoso. Hay desafíos pendientes que requieren más de un gobierno, más de un sector y más de un sólo mesías para poder superarlos. Y en eso se necesita de buenas políticas públicas, buenas reformas, buenos dirigentes y, sobre todo, chilenos y chilenas dispuestos a asumir el costo de abrir espacios de justicia y verdadera integración social. No hay otra manera.
  • “¿Qué quería la señora?” – me preguntó el dependiente de la farmacia.
  • “Nada” – le respondí. “Sólo quería vivir en un país mejor”.Ojalá le resulte.
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De SI LAS TORTUGAS HABLARAN, 24/08/2015

Friday, August 21, 2015

Miscelánea semanal


José Crespo Arteaga

Gracias a dios que el Urkupiñazo pasó volando, pues esta vez ni lo sentí ni afectó mis actividades normales porque por ventura del calendario cayó en fin de semana. Las autoridades se dieron cuenta, inspirados por ‘La Mamita’ probablemente, que como el día de la peregrinación cayó en domingo no había necesidad de declarar el feriado departamental. Como religiosamente me he acostumbrado a no ver televisión bien que me he librado de horas y horas que varios canales locales dedican a la “majestuosa entrada folclórica” de todos los años: un auténtico aquelarre de miles de vendedores ambulantes entremezclados con multitudes de mirones de ojos vidriosos que sí que saben apreciar la belleza de las innumerables polleritas girando como mareantes trompos. 

Esa semana, áreas extensas de Argentina y Uruguay se anegaron, con la misma Buenos Aires desbordada por las aguas en la mayoría de sus barrios, circunstancia que no afectó a que cientos de turistas argentinos llegaran a Cochabamba, al parecer muy ajenos a los chaparrones del lejano sur, tal como vi a entusiastas delegaciones abordando microbuses en las puertas de un hotel céntrico por donde paso a menudo.  El temporal de frio también se dejó sentir en nuestro país con nevadas intensas en todo el occidente hasta las mismas cordilleras que rodean el valle cochabambino, lloviendo prácticamente todos los días y con una sensación térmica que no teníamos en años que me hizo sacar hasta las chamarras gruesas largamente guardadas. Tenía la esperanza de que la lluvia iba a aguar el ímpetu de los danzarines y borrachines al por mayor, pero inesperadamente justo el día de la fiesta principal se despejó el cielo y salió el sol a plenitud.  Se fue el temporal y el clima no ha hecho más que mejorar hasta la fecha, y a mí se me fueron las ganas de creer en la virgen por un instante. Bien milagrosa había sido para otros, nunca para mí. 

Estos días también, mientras el infatigable viajero de la Pachamama ayudaba a soplar las velitas al momificado comandante Fidel en su geriátrico caribeño; por fuerza su copiloto, el Vice, se robó el protagonismo de toda la actualidad farandulera plurinacional al amenazar a un puñado de ONG’s con la expulsión inminente si continuaban “haciendo política”, hecho por demás llamativo ya que casi la totalidad de esas instituciones es sospechosa de izquierdismo de toda la vida, incluso alguien comentó que una de ellas hacía campaña abierta por Evo Morales antes de que éste llegara al poder. Es más, varios de los ministros y otros cuadros importantes del partido gobernante, se nutrieron de los jugosos sueldos de esos organismos cuando eran unos silvestres desconocidos. El mismo Vice, se asegura que postuló anteriormente para director de una de las amenazadas y, hoy, infantilmente, parece querer cobrar revancha. En unos cuantos días, numerosos intelectuales progresistas del mundo, anonadados y cariacontecidos por la noticia publicaron una carta de protesta que hizo recular al Robespierre andino, limitándose a bajar la agresividad como mastín aporreado por su dueño. Grande había sido el delito de esas instituciones de desnudar tibiamente errores y embustes del gobierno o manifestar simpatía por los indígenas orientales que actualmente sufren asedio en sus tierras comunitarias por exploraciones petrolíferas que el régimen ha emprendido a toda máquina. 


Finalmente, una de estas mañanas me desayuné con el increíble notición de que el Contralor General del Estado había sido, por poco, condecorado por el Ministerio de Salud por, aparentemente, andar controlando que en su repartición las madres den de lactar a sus nenes o nenas - por si anda por aquí una mosca cojonera antimachista- actividad por demás digna de ejemplo que debería ser imitado en todas las oficinas públicas y privadas, según una importante responsable del citado ministerio. El por demás nutritivo titular “Contraloría es reconocida por fomentar la lactancia” me hizo casi regurgitar el yogur mañanero (menos mal que la tacita de leche tibia me la tomo antes de dormir), al enterarme de esta novedosa alta función de Estado. Con razón, el abnegado Contralor no tiene ojos para investigar los constantes escándalos de corrupción en YPFB (la última: camiones cisterna atrapados en Argentina transportando cocaína líquida en medio del cargamento), o el silencio súbito tras destaparse hace meses el enorme saqueo al Fondo Indígena; pero sí que los tiene bien puestos para vigilar que en sus oficinas las guarderías tengan hasta sillitas de colores y que las mamás den el pecho a sus peques como la naturaleza manda. Y donde la naturaleza manda, no hay nada que hacer.

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De EL PERRO ROJO, 21/08/2015

Thursday, August 20, 2015

O silêncio cúmplice aceita a barbárie

Por Mário Magalhães


Somente um grande mentecapto suporia que os 800 mil manifestantes do domingo subscreveram mensagens como as retratadas acima (todas garimpadas na internet).
Seria ofensivo vincular o conjunto dos participantes dos protestos a bandeiras como o extermínio sob tortura em campos de concentração, como eram os DOI (Destacamentos de Operações de Informações) da ditadura; à convicção de que rico é imune à corrupção (vide contas secretas na Suíça e pilantragens de empreiteiros); ao lamento por não ter havido genocídio de antagonistas no golpe de Estado de 1964; à defesa de um novo golpe, por meio de “intervenção militar''; e ao abraço em Eduardo Cunha como deputado digno de reverência.
Não subscrevem, é verdade. Mas não se soube de uma só restrição à presença de tais pessoas e à divulgação de tais ideias.
Nem de cidadão que tenha se retirado dos atos públicos ao se deparar com os arautos da intolerância.
A presidente da República foi o alvo central, com justiça ou não, das manifestações. Não é o caso, aqui, de julgar seu governo. Quando jovem, mais jovem do que hoje é a minha filha mais velha, Dilma Rousseff foi presa por agentes do Estado. À margem até da lei da ditadura, foi torturada com choques elétricos, no pau de arara, com a crueldade que quem não viveu não é capaz de imaginar.
Cartazes como os de ontem não são novidade nas demonstrações anti-Dilma que se sucedem desde o ano passado. Desta vez, novamente, ninguém confrontou os mensageiros da barbárie.
Quem cala consente, proclama o provérbio.
A gestação do fascismo, do nazismo e do stalinismo foi facilitada pelo silêncio cúmplice.
Não estou dizendo que o Brasil de 2015 se assemelha à Europa dos anos 1920 e 1930.
Mas que, se não podem ser apontados como coautores das barbaridades de ontem, os manifestantes toparam estar lado a lado com os autores das barbaridades.
Em nome do combate ao adversário político, aceitam perfilar com quem, no conteúdo de alguns cartazes, não difere muito dos cretinos que, no século XX, identificavam-se com a SS.
Se quiserem brigar, não avacalhem a mim, nem me xinguem.
Briguem, avacalhem e xinguem os fatos. Pois é fato que silenciaram diante do ovo da serpente.
E desfilaram com quem preferia que Dilma Rousseff tivesse sido enforcada no DOI a enfrentá-la na democracia.

[Fonte: blogdomariomagalhaes.blogosfera.uol.com.br]

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De SEPHATRAD (blog de Isac Nunes), 20/08/2015

La maldición del amor libre


por Robert Hughes (Traducción de Andrés Hoyos)

Cuando yo tenía 28 años y era un australiano que vivía en el Londres de fines de los sesenta, me lancé a una aventura matrimonial que me trajo –aparte de unos episodios tempranos de gran deleite y quizá de una pequeña dosis de ilustración– la miseria más extrema y duradera que he sentido nunca en la vida.
Mi esposa se llamaba Danne: Danne Patricia Emerson. Durante mucho tiempo pensé que me era imposible existir sin ella; que no había ninguna otra mujer sobre el planeta que pudiera procurarme semejante intensidad sexual y emocional. De forma errática y episódica, ella albergaba las mismas fantasías sobre mí.
Y ahí estaba el detalle: se trataba de una fantasía mutua. Si alguna vez hubo una aleación fallida entre dos personas ferozmente inmaduras y sobrecargadas de emociones, ese fue nuestro matrimonio. Yo era tan incompatible con ella como ella lo era conmigo. El desastre resultante fue tan total que incluso ahora, 40 años y dos matrimonios más tarde, cuando pienso en el tema siento escalofríos, aunque no puedo ni quiero negar que tuvimos algunos buenos tiempos juntos, al comienzo.
Nos conocimos en una fiesta etílica en Notting Hill.
–¿Quieres conocer al mejor polvo de Londres? –me preguntó el anfitrión. Señaló luego hacia el sofá sobre el que estaba sentada, con un vaso de vodka tibio en la mano, una rubia alta de largas extremidades y de quijada cuadrada. Nos presentaron. Las cosas empezaron a hacer click, primero los piñones pequeños, luego los más grandes.
Su educación había sido católica, tal vez no tan ortodoxa como la mía, pero aún así estricta. Al igual que yo había estudiado en la Universidad de Sydney. Había sabido de mí por las revistas universitarias, había hojeado mis textos y caricaturas en Honi Soit, el periódico estudiantil, y hasta me había visto de pasada en el canal 2 de la BBC.
Ella acababa de llegar a Londres y no tenía planes particulares. Pero de más está decir que no había hecho un viaje tan largo para ser secretaria en un consultorio odontológico de mierda. Esperaba irse a Italia pronto.
Arrancamos para Venecia a las dos semanas, y menos de un mes después ella se había mudado con sus pocas pertenencias a mi apartamento de Cornwall Gardens, en South Kensington. Era un dos cuartos muy lindo, con vista a la plaza, donde los árboles se veían pelados a causa del invierno. Salvo para comprar comida y recoger el correo, o para ir ocasionalmente al cine o al teatro, ninguno de los dos salió mucho a la calle en los dos primeros meses de 1967. Andábamos ambos en un celo permanente, en una suerte de trance erótico: de ahí que lo primero que compré para el apartamento fuese una cama king size.
También cometí un gran error. En medio de una conversación sobre la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, de bocón dije que no creía que hubiera razones para casarse, a menos que uno pensara en tener hijos. Unas semanas después Danne anunció que no le llegaba la regla. Para febrero no cabía duda de que estaba embarazada.
Que yo supiera, sólo una vez antes había dejado embarazada a una mujer, y lleno de temblores culpables pagué por el aborto; pero en este caso no dudé que debíamos tener el hijo. Sentí un orgullo irracional, como si en realidad hubiera logrado algo de valor. Y Danne, apenas se convenció de que yo sí quería tener un hijo suyo, se puso radiante. Las aristas duras, el escepticismo, todo eso parecía haberse esfumado.
Para mi asombro, ella se había puesto sentimental al respecto. Dado que el temor de la preñez ya no existía, hicimos el amor con todavía más hambre y desparpajo que antes, en lugares que nunca habíamos ensayado, la mayoría claramente incómodos: en la última fila del cine, en el asiento de atrás de un taxi.
Yo nunca antes había sido de veras responsable de alguien en ningún sentido. ¿Que estaba demasiado joven para casarme? Desde luego que no, me dije; tenía los mismos 28 años de mi hermano Tom cuando él se casó. (Su primer matrimonio ya para entonces era un fracaso, pero el de Danne y yo, me dije, ni le iba a pasar lo mismo ni le podía pasar.) Era mi turno de ser un hombre de verdad como Tom.
El bebé, un niño robusto, nació el 30 de septiembre de 1967, cuatro meses después de nuestro matrimonio. Hechos a un lado los nombres convencionales, le pusimos Danton, como el revolucionario francés. Danne no había oído hablar de Danton (lo suyo nunca fue la historia, y para inspirar su respeto o despertar su interés, un político no podía ser un blanquito dieciochesco, sino que tenía por lo menos que ser negro e ir armado con una AK 47).
Contratamos a una niñera siciliana, Diletta Vollono, y nos mudamos a un apartamento más grande en Park Road, al lado de Regent’s Park. Tenía sala, comedor, cuarto de niños, tres alcobas, tres baños y una cocina inmensa equipada como la de un antiguo barco de vapor. El arriendo eran 700 libras: una ganga entonces, inimaginable hoy.
A mí se me hacía un paraíso urbano. Pero Danne se sentía atrapada. El embarazo había sido una forma de forzar el matrimonio, pero éste luego se convirtió en una prisión cuyo tiránico carcelero era Danton. Si no hubiera sido por él, ella habría podido marcharse sin más. Decidió entonces marcharse de todos modos y volver cuando le venía en gana.
A poco de dejar de amamantar a Danton, Danne anunció de una forma que no admitía contradicciones que necesitaba “explorar”, “curiosear” y “experimentar” con otros amantes, declaración ésta que indujo en mí –católico todavía en partes de mi corazón– una ansiedad rayana en el pavor. Al casarme yo había querido reconstruir el refugio que se había hecho trizas en mi infancia con la muerte de mi padre a causa de un cáncer de pulmón; soñaba con la certeza imperturbable del amor de una mujer, el cual yo retribuiría con mi propia dosis de protección. Pero Danne no admitía necesidad alguna de protección, e interpretó mi deseo de seguridad emocional como una forma de debilidad.
–Yo quiero tirar fuera de casa –me dijo una vez, con su acostumbrada desfachatez–. Tú deberías hacer lo mismo.
Danne encontraba con quién tirar cuando se lo pedía el cuerpo o, si a ello vamos, también cuando no se lo pedía. Para ella, la búsqueda era todo. Equivalía a la libertad, trajera o no trofeo adjunto. La forma despiadada en la que se entregó a su cacería me redujo a una miseria balbuciente.
Salía por las noches vestida para matar: con una antigua blusa de gasa comprada por ahí en King’s Road, bordada con las alas resplandecientes de unos escarabajos exóticos, y con un par de raídos pantalones de campaña alemanes de cuero, adornados con uno de esos cinturones ornamentales llamados “charivaris”; botas de piel de tacón alto y de varios colores. Todo un boccato para un roquero menor o para un americano del submundo que estuviera de visita en Inglaterra.
¿Adónde iba? Oh, a ver a unos amigos sin nombre, o a un concierto que no me interesaría, o a otra noche trepidante en el Roundhouse. No te preocupes, llego a tiempo para darle el tetero a Danton. O bien, eso lo puede hacer Diletta. Por Dios santo, no te preocupes. Y salía, y regresaba, con los ojos grises de par en par, la boca desencajada, de mal genio a causa de las drogas, a las diez de la mañana. O pasado un par de días.
Era como vivir con una gata callejera enloquecida; más aún, con una gata callejera que otorgaba a su furor uterino un propósito ideológico. Una vez, cuando entró en uno de esos raptos de histeria al llegar al apartamento, le acaricié el pelo para reconfortarla sólo para toparme con el pegote seco del semen de algún extraño.
Diletta seguía valientemente atendiendo al pequeño Danton, mientras yo entraba inerme en un implacable espiral de celos mórbidos. Era un cornudo y me estaba chalando. Estaba azarado, desquiciado y era incapaz de recurrir a la necesaria defensa de la indiferencia.
A Danne le gustaban los íconos de la contracultura, pero en general se los anotaba mediocres. Una excepción fue Jimi Hendrix. No me lo contó ella; fue una amiga suya. Creo que fue Hendrix quien le dejó como souvenir sentimental de su encuentro en el asiento de atrás de una limusina un regalo: la gonorrea.
Tampoco me advirtió que la tenía, antes de pasármela. Era una cepa tenaz que requirió de meses de antibióticos antes de desaparecer. La gonorrea de Hendrix duró casi más que él, que murió de una sobredosis en septiembre de 1970.
Extremista en todo, Danne finalmente se declaró lesbiana y no nada más salió del clóset: arrancó las puertas con su salida. Pero eso fue en la segunda mitad de los setenta. En los sesenta y comienzos de los setenta ejerció sobre todo de heterosexual y se cepilló sin aspavientos todo lo que se moviera, con tal de que fuese de sexo masculino.
Yo, desde luego, no era un ermitaño. En parte como defensa propia y con la esperanza de lograr un desahogo mínimo –ya que la infidelidad casi programática de Danne me resultaba aplastante– tuve varios affairs con mujeres en esa época. Pero me alegro de que nunca hice mía la absurda ideología de “copula y serás libre”, tan común en Londres y en otras partes por esos días. Detecté entonces, y ahora tengo al respecto un grado aceptable de certidumbre, que suponer que la promiscuidad sexual conduce a la libertad personal es una ilusión. Existe una gran diferencia entre la condición de libertad y rehusarse a aceptar toda responsabilidad hacia las personas.
Algunos en el submundo invocaban a los surrealistas en materia amorosa, pero entendiéndolos al revés. El amor hippie no era lo mismo que el amor surrealista. Los surrealistas imaginaban el amor como algo exclusivo, concentrado y liberador por cuanto, una vez se había ejercido libre escogencia, éste se tornaba obsesivo. Los surrealistas tenían en parte razón, mientras que los hippies estaban siempre equivocados. Aunque no tenía derecho de llamarme surrealista y nunca lo hice, sentía mayor afinidad con ellos –empezando porque el catolicismo de mi origen fue el gran detonante de la revuelta surrealista– que con estos herbívoros obtusos que parloteaban sobre el karma en el Londres de fines de los sesenta.
Eran tiempos de egocentrismo colectivo, el cual enmascaraba –de forma no muy efectiva– una sorprendente indiferencia hacia el funcionamiento, real o posible, del mundo. No conocí a casi ningún miembro del “submundo” que al final de cuentas no fuera, con indiferencia de qué tan promiscuo o brincón en la cama, una persona ignorante y aburrida.
Las profundidades del tedio a las que uno puede descender mientras se sienta medio trabado a oír una cháchara abstrusa sobre la necesidad de unir a la humanidad, despojándola de sus instintos agresivos, por medio del Amor y la Droga, no las alcanza a imaginar quien no las haya sufrido.
Promiscua por naturaleza, Danne era también notablemente crédula. Acogía la mayoría de las supersticiones de moda, espirituales o políticas. Como muchos otros hippies londinenses de la época, estaba obsesionada con el I Ching, el Libro de las mutaciones, y basaba su comportamiento en él. Durante semanas ella podía abstenerse de mover un dedo, ni siquiera para ir al baño, sin echar antes las monedas y escarbar en su gastada copia del I Ching en procura de algún hexagrama relevante.
Su gran ocasión de escaparse de mí se presentó cuando llegó a Londres el Living Theater. El Living, como lo llamaban los hippies, se disolvió hace mucho, pero en 1969 fue una sensación en Londres, en especial entre gente poco aficionada al teatro.
Danne se enamoró del Living Theater en la primera presentación que vio y se empató con uno de los actores, un americano bajito y musculoso llamado Mel Clay. (Nunca lo conocí, pero veinte años después un americano, todavía bajito y todavía musculoso, me abordó durante una firma de libros en Chicago, diciendo: “¿Hey, te acuerdas de mí? ¿Cómo está Danne?”. Atónito, le dije que ella ahora era oficialmente lesbiana. Él, por su parte, también quedó atónito.) Cuando Le Living (así llamaban al circo de pulgas sus radicales adoradores franceses) se mudó a París y de ahí al norte de África, Danne insistió en irse detrás, dejando abandonado a Danton, que todavía no cumplía dos años.
Tenía planes de ir a Argel, donde se celebraba un congreso panafricano extremista. Un grupo de Panteras Negras vivía allí, exiliados temporalmente de Estados Unidos y, según parece, se pavoneaban con cananas cruzadas en el pecho. Liderados por Eldridge Cleaver, consideraban que cualquier hombre blanco era un diablo y que todas las mujeres blancas eran roscas en procura de un mango. Danne quería saber cómo era realmente la vida con estos parangones del machismo indignado. Pero cuando se presentó al hotel de Cleaver, él se olió algo raro y se convirtió así en una de las pocas celebridades del mundo radical masculino con la que Danne no se acostó entre 1968 y 1969.
Fui demasiado cobarde para pedirle el divorcio, temiendo perder a Danton. La costumbre casi invariable de la ley inglesa es otorgar la custodia de cualquier niño pequeño a la madre, excepto en casos de depravación moral.
Yo hubiera podido sin duda probar dicha depravación –drogas, promiscuidad extrema–, pero no tenía ni los hígados ni la convicción moral para hacerlo; de cualquier modo, Danne, arrinconada, hubiera podido citar obviamente los suficientes testigos que me habían visto fumar marihuana como para que yo también pareciera depravado a ojos de cualquier juez. ¿Entonces qué? ¿Nos quitarían a Danton a los dos para convertirlo en un huérfano judicial? No me sentí capaz.
Sin Danne mi vida parecía un desierto, pero con ella era un despelote acumulativo y pegajoso del cual, debido a mi propia cobardía e ineptitud, no podía escapar.
Y entonces George Weidenfeld me encargó un libro que le dio un vuelco a mi vida.
–Estoy que hiervo de ideas para ti, Robert –anunció en la fiesta con la que celebraba su tercer aniversario de matrimonio.
Yo tenía origen católico –señaló–, de modo que debía haber pensado en el cielo y el infierno. Lo que se necesitaba, lo que Weidenfeld quería publicar como un aporte al mundo de las religiones comparadas era un libro en el que todos los tormentos, sin olvidar los deleites sublimes del Más Allá, se describieran, compararan y evaluaran. Y para ello, ¿quién mejor que yo, un joven ex católico, un estudiante de los jesuitas que me había librado de las estrecheces del dogma, pero en quien todos los terrores de la perdición eterna estaban aún frescos como si fueran, digamos, margaritas?
Heaven and Hell in Western Art resultó un éxito relativo. Vendí unas cuantas copias y algo me pagaron; las reseñas fueron buenas, algunas más generosas de lo debido. Un enérgico neoyorquino llamado Sol Stein compró los derechos para Estados Unidos. Allí también el libro fue un fracaso d’estime. Sin embargo, las ventas fueron lo de menos. Lo que cambió mi vida de forma irrevocable y para mejor fueron los ejemplares que se regalaron. O, para ser preciso, una de las copias para reseñistas que Stein envió a la revista Time.
En el piso 24 del edificio Time-Life de Manhattan había una oficina donde guardaban los ejemplares que llegaban para reseñar. Había miles de libros en esa oficina, todos nuevos y todos casi idénticamente destinados a ser pasados por alto. Muy de tarde en tarde, sin embargo, podía suceder que tu libro cayera en las manos curiosas e inquietas de algún practicante, de donde era enviado al editor como digno de “posible” interés.
Esto fue lo que pasó con el ejemplar de Heaven and Hell. Fue rescatado del olvido por un editor veterano que estaba a cargo de la sección de libros de Time y él se lo pasó a Henry Grunwald, el editor general, quien necesitaba un crítico de arte de planta. Grunwald se lo llevó para la casa, lo leyó y le gustó. Luego le pidió al director de la sección de libros, A.T. Baker, que me localizara.
Localizarme: se dice fácil. La oficina de Time-Life en Londres obtuvo mi última dirección –Hanover Gate Mansions cerca de Hyde Park– y un número de teléfono; pero yo no quería hablar con nadie. Irritado con todo, me había sumido en un letargo depresivo. Danne, tras una breve reconciliación a su regreso de África, se había esfumado con algún rastacueros camino a París. Yo me había vuelto totalmente alérgico al matrimonio y a casi cualquier otra forma de contacto humano. Mis compromisos con la bbc se habían reducido a un puñado y, luego, a ninguno. Pasaba la mayor parte de mi tiempo solo y de mal humor fumando hash e ingiriendo tanto whisky de malta como me lo permitía el bolsillo. Diletta, por lealtad, se había quedado y se hacía cargo de Danton.
Los de Time-Life llegaron a timbrar, pero nadie les abrió. Enviaron un mensajero varias veces, sin efecto. Entonces descubrieron que un artista australiano amigo, Leonard Hessing, vivía en el apartamento contiguo. Lo contactaron. Sí, les confirmó, Robert Hughes vive aquí al lado.
Consciente de que era improbable que yo le abriera incluso a él, Hessing se descolgó por la ventana de atrás de su estudio hasta un balcón comunal, recorrió la cornisa hasta mi ventana y golpeó sobre el vidrio. Me explicó de la llamada que había recibido pero enfatizó que no iba a darse el mismo paseo por los balcones hasta mi ventana cada vez que llegara alguna maldita hada mensajera o cada que alguien quisiera hablar conmigo por su teléfono, especialmente porque no le gustaba el alpinismo. Les había dicho a estas personas que llamaran de nuevo a las 8 p.m., hora en la cual yo debería estar al pie de su teléfono.
Yo no tenía ni idea de qué se trataba. Conocía a pocos neoyorquinos y ninguno podía decir que tuviera asuntos urgentes que discutir conmigo. Debían, pues, ser malas noticias. Fui hasta el estudio de Hessing y me senté, fumándome ocasionalmente un cacho, a esperar la llamada.
El teléfono sonó. Hessing lo levantó.
–Es para ti –dijo.
El hombre al otro lado de la línea tenía un fuerte acento americano y no se presentó ni se identificó. Sonaba raro. (A.T. Baker, según me enteré después, era uno de los editores más amables y considerados del mundo, pero le gustaba amarrársela a la hora del almuerzo: eran todavía los tiempos del triple martini por cuenta de la empresa.)
–Coño, vaya si eres difícil de localizar –me dijo sin preámbulos–. Quiero que vengas hasta acá para que sepamos si nos caemos bien, a ver si te agrada trabajar con nosotros, si entiendes lo que quiero decir.
Por supuesto que sabía lo que quería decir. Lo sabía exactamente. ¿Trabajar? ¿Con “nosotros”? Mi embriagado cerebro desembocó de una en una límpida paranoia de trabado. ¿A qué organismo podía pertenecer este personaje sin nombre que no fuera la cia? Era así como sucedía. Era así como los vastos tentáculos que salen de Langley, Virginia, se colaban en la mente de liberales decentes y los reclutaban, convirtiéndolos en torcidos instrumentos de la conspiración americana mundial.
De una forma digna y mesurada le informé a este pinche espía exactamente lo que pensaba del imperialismo norteamericano, por cuyo instrumento lo tomaba. Luego le colgué el teléfono.

Afortunadamente para mí, Baker volvió a llamar unos minutos después. Me estremezco de pensar en lo que hubiera sido de mi vida si no lo hace. ¿De regreso a Australia? ¿Un final sin gloria como crítico de arte en el periódico local de Albury, en New South Wales, al que en ocasiones le expiden un tiquete de tren de segunda clase para Sydney, donde tiene posibilidades de asistir un par de noches al teatro Rex? Una vez despejadas mis telarañas, Time me invitó a Nueva York para hacer una prueba de varias semanas. Cuando les conté con júbilo a mis amigos de la bbc y demás de este rayo que me había caído del cielo, quedaron estupefactos. Sin la menor duda eso significaba el fin mío como escritor serio.
Mi independencia sería la primera víctima. Mi posición política, que se inclinaba levemente a la izquierda, iba a convertirse en un obstáculo insalvable: todo el mundo sabía que Time era el órgano oficial del capitalismo americano más hirsuto. Y, lo peor, existía el “estilo Time”, esa prosa enredada y rimbombante que, se suponía, todos los escritores de la revista debían dominar y utilizar. No había caso, el día en que yo entrara a Time mi carrera habría terminado.
Felizmente ignoré ese sartal de disparates británicos.
Con su instinto infalible para aparecerse donde algo estaba a punto de suceder, Danne regresó de París. Le conté lo de Time. No se alarmó; por el contrario, le pareció estupendo. Londres estaba perdiendo velocidad. Ya no era el centro del mundo. La acción estaba en Nueva York. Debíamos irnos para allá de inmediato.
Ella me amaba. Me había echado tanto de menos. No debía torturarme tanto con sus amantes, porque eran cosa del pasado. Yo, desde luego, le creí a medias. No había prácticamente nada que no le creyera a Danne si me lo decía con la suficiente cara y convicción. El amor conyugal: ese gran estupefaciente.
Lo primero, sin embargo, era mi tiempo de prueba en Manhattan. A.T. Baker demostró ser un marinero sazonado y bonachón alojado en el piso 24. El techo de su oficina, recubierto de material aislante, parecía la piel de un puercoespín; estaba lleno de lápices rojos y verdes que él tenía el hábito de lanzar hacia arriba a ver si se clavaban. Parecía algo salido de la última Bienal de Venecia.
Me dijo que me sentara y sacó un paquete de diapositivas con la obra de alguien cuyo nombre yo desconocía, un artista decorativo llamado Felix Kelly. Baker señaló, con énfasis y pesar, que era un buen amigo de Clare Boothe Luce, la viuda de Henry Luce, el fundador de Time.
Kelly tenía una exposición en San Francisco. Nadie pretendía, agregó Baker, que volara hasta allá a verla. Podía trabajar a partir de las diapositivas, que eran excelentes. La señora Luce leería mi material con cuidado e interés.
Kelly resultó ser un escenógrafo cuya especialidad eran unas relamidas perspectivas de surrealismo tardío –mezcla del último Dalí con agua de colonia– adornadas con barcos varados, ruinas romanas y tambaleantes edificios al estilo pintoresco de Nueva Orleans, embellecido todo con muchas rejas en hierro fundido. Escribí 120 líneas de un texto falsamente entusiasta, sin firma desde luego, y en el estilo de Time.
Qué tiempos aquellos. A la señora Luce le gustó el texto y envió una nota a Henry Grunwald pidiéndole que de inmediato contratara al candidato. Y así lo hicieron, con un salario de 20 mil dólares al año, espléndido a mis ojos, más gastos.
De regreso a Londres le dije a Danne que ella y Danton tenían que esperar seis meses antes de emigrar mientras yo encontraba un lugar adecuado para vivir. En el entretanto, ¿por qué no pensábamos en hacer un viaje al sur para que yo pudiera despedirme temporalmente de Europa?
Arrancamos para el sur de Italia en medio de la furiosa y calcinante canícula de fines de verano de 1970, negociando las estrechas curvas de la zona de Amalfi-Sorrento en un pequeño Fiat arrendado, y encontramos alojamiento en un hotelito barato, construido encima de un precipicio casi vertical.
Muy abajo brillaba un trozo del azul Mediterráneo, corrugado por el viento, poblado de las velas rojas inclinadas de los pesqueros. Ambos nos sentimos terriblemente inseguros, con miedo de que Danton se cayera por el balcón o de caer nosotros mismos.
Ninguno de los dos estaba bien de ánimo. Una peculiar indiferencia, que nunca antes había sentido hacia Danne, se instalaba en mí. Había empezado a considerar la posibilidad de una vida de la que ella estuviera completamente ausente. Parecía posible. Y las emociones ya no me estorbaban tanto como antes. O eso pensé.
Al final de las vacaciones le dije adiós a Danton, con pena, a Danne, con alivio, y tomé un taxi hacia el aeropuerto.
Lo que arruinó la vida de Danne al final, como les sucede hasta a los más fuertes, fue su paso a las drogas duras, a la heroína y luego a la cocaína, que ella no sólo inhalaba sino que se inyectaba.
A algunas personas las agujas los espantan. Yo soy una de ellas. Hay otros, en contraste, a quienes les encanta chuzarse o que los chucen con una hipodérmica. Danne era de ésas. Sentía una descarga sexual en el proceso.
Murió en Australia en 2003, a los 60 años, de un tumor cerebral. Se había engordado inmensamente como consecuencia de una prolongada adicción a la cocaína de la cual su novia había luchado, más que todo sin éxito, por liberarla.
Danton había muerto hacía poco, por propia mano, cuando se encerró a inhalar el monóxido de carbono de su carro en la casa de una novia, mucho mayor que él, en las Montañas Azules en las afueras de Sydney.
Echo de menos a Danton, y siempre lo haré, pese a que estuvimos miserablemente distanciados durante años y a que el paso del tiempo ha mitigado un poco el dolor. Danne no me hace la más mínima falta.
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De EL MALPENSANTE

Fotografía: Ted Streshinsky/Corbis

Wednesday, August 19, 2015

De ilusión también se vive

Osvaldo Baigorria

El último gesto de Henry Miller (1891-1980) fue enamorarse a los 84 años de una mujer de 20. Brenda Venus (no es un seudónimo, según ella, que nació en Mississippi con el agregado de un segundo nombre, Gabrielle, de madre indígena y padre italiano) sedujo de manera terminal al eterno seductor en su casa de dos pisos en Pacific Palisades, opulento barrio de Los Angeles. Fue en 1976, cuando Miller sólo podía caminar con la ayuda de su andador y casi siempre vestía bata y pantuflas, incluso si iba a dar una conferencia o a almorzar con algún amigo. En ese momento apenas contaba con una secretaria y con un enfermero que lo visitaba regularmente para ejercitar las piernas. Según la biógrafa Mary Dearborne, autora de The Happiest Man Alive, la vitalidad del escritor se había desmoronado después de pasar por tres operaciones fallidas para que le insertaran una prótesis arterial del cuello a la ingle y así tener circulación en la pierna derecha; la última, que duró diez horas, terminó con un coágulo de sangre en el nervio óptico que le quitó la visión del ojo derecho.
De todas maneras, Henry Miller siguió escribiendo y publicando (los tres volúmenes de El libro de mis amigos) y, sobre todo, enamorándose. Su última esposa fue una japonesa, y su siguiente enamorada una china con quien mantuvo sólo una relación epistolar, llegando a escribirle más de 200 cartas en menos de un año. Pero la que batió todos los récords fue Brenda Venus, la joven y sensual actriz que se había mudado a Los Angeles para hacer carrera y, al poco tiempo, para animar la última etapa vital de Miller, con quien tenía una diferencia de edad de apenas sesenta y pico de años. Que para ella, al parecer, no eran nada… en comparación con lo que obtuvo de ese romance: en sus últimos cuatro años de vida, él le escribió más de 1.500 cartas que, por cierto, fueron publicadas por ella misma tras la muerte del autor, en el libro Querida Brenda. Hoy en el sitio oficial de la actriz, ya conocida por varias series y películas y también por haber posado para Playboy, se venden diversos coleccionables de Miller, como una carta manuscrita original a 3.500 dólares y la propia bata azul del escritor a 9.900.
Lo cierto es que esa relación mejoró radicalmente la salud del viejo conquistador, y no fue sólo epistolar sino bastante física, aunque no se sabe con seguridad hasta qué punto. En entrevistas, Brenda Venus ha insistido en que aquélla fue una historia de amor“sin contacto sexual”, en parte por miedo de él a que el corazón le fallara durante el acto. Se habían conocido luego de que Brenda consiguiera su dirección dentro de un libro antiguo, en una casa de remates. Ella le escribió, le pasó su número de teléfono y añadió dentro del sobre algunas fotos suyas de actriz. Ni lerdo ni perezoso, Miller la llamó el mismo día en que recibió esa primera carta.
A partir de ese momento empezaron a escribirse todos los días, incluso hasta tres o cuatro cartas diarias. No eran necesariamente piezas de alto valor literario pero sí de altísimo contenido erótico, con abundantes escenas fantaseadas, en las que Brenda se ofrecería semidesnuda para que él le arrancara las ropas, hundiera una mano en su húmeda entrepierna, la penetrara suave y lentamente, o le hiciera el amor como los perros. En esas fantasías ella era insaciable, según Miller: “Te conozco desde hace siglos, es decir de encarnaciones anteriores. Hemos sido amantes muchas veces. Eras prostituta del templo, en India, en Egipto.… Siempre una mujer para el placer, pero siempre religiosa. Tu religión del sexo...”,…etcétera.
En 1978, Henry le pidió que le concediese el privilegio de acariciarla, aun cuando entendía qué repugnante debe ser para una joven criatura que se le pida hacer el amor con un hombre de casi 90 años. Aun así, le solicitó amablemente cierta reciprocidad. Brenda respondió presentándose en persona en su casa, sin ropa interior, vestida sólo con un vestido blanco que dejó caer a sus pies frente a la cama. Esa desnudez habría durado apenas unos minutos. Luego volvió a cubrirse. Nada más pasó entre ellos, según Brenda, pero esa visión –que por suerte no provocó un infarto– debe haberse impreso en el único ojo sano y en toda la memoria de Miller hasta sus últimos días.
Por dos años más vivieron su romance como novios o amantes, cenando juntos todos los jueves y reuniéndose a comer y beber con amigos que, pese a las sospechas de que ella fuese sólo una arribista que quería triunfar en Hollywood, también advirtieron que esa compañía le había devuelto la vitalidad y la alegría a Miller, y que quizá logró prolongarle la vida entre dos y cuatro años, en una relación seguramente menos artificial y más sana que la prótesis que le habían instalado en el quirófano.
Convencido de haber sido amado hasta sus últimos días, incluso cuando Brenda le confesó que tenía novio y pensaba casarse, Henry Miller se fue despidiendo de todos a los 89. Murió de insuficiencia cardíaca el 7 de junio de 1980, luego de escribir en carta a sus amigos, entre ellos Lawrence Durrell y Robert Perlés: “Estoy dejando definitivamente el planeta”.


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De PERFIL, 15/08/2015

Laura Estrin: “La literatura tiene que ser molesta e insoportable”

José María Poirier

Laura Estrin llegó a la literatura a los once años, cuando devoraba un libro por día y delineaba sus primeras poesías, que es lo único que le importa escribir todavía en forma continua además de su diario (“Ya tiene 2200 páginas y tendrán que morir varias generaciones para poder publicarlo”, advierte). En Concepción del Uruguay, donde creció, “después de Borges y Cortázar se podía pasar directamente a Homero porque ya no quedaba nada para leer en la biblioteca pública”. Sus padres insinuaron la carrera de Derecho en la Universidad de La Plata y no Filosofía y Letras en la de Buenos Aires; eran años difíciles los 80. Sin embargo, enseguida dejó de escribir por un fenómeno que suele afectar a los estudiantes de Letras: “Un día nos levantamos y somos el Gregor Samsa de La Metamorfosis de Kafka: nos sentimos bichos”. En los 90 se sumó a la cátedra de Teoría Literaria de Nicolás Rosa. Unos años después empezó a frecuentar un café de amigos, poetas y escritores (Roberto Raschella, Hugo Savino, Noemí Ulla, Graciela Schvartz, entre otros). Cercanías que Estrin explica a partir de la advertencia de Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso: “La bibliografía de este libro es la conversación con mis amigos”. “No me interesan las categorías generacionales o de época –explica–: la literatura es buena o mala. Me gustan los géneros informes o híbridos, que entran y salen del canon de acuerdo a la moda crítica pero que son fundacionales de toda la literatura y de todos los autores. Me refiero a biografías y crónicas, donde lo real está  siempre”. Polémica, aprendió que “hablar de literatura es tan difícil que para decir algo muy chiquito hay que decirlo en voz alta”.

–¿Por qué te interesaron especialmente los escritores rusos?
–Un día, caminando con la escritora Milita Molina por la avenida Corrientes, llegamos hasta la librería Gandhi y ella me dio un librito muy lindo, Indicios terrestres, de Marina Tsvietáieva, y me dijo “Es para vos”. Al leerlo, descubrí que había mucho de mí ahí, en el sentido de que uno tiene que verse en lo que lee desde lugares íntimos, sociales y literarios (mis cuatro abuelos eran rusos, y me reencontré con comidas y olores de la infancia con ritos viejos, con modos olvidados). Hacia el año 2000 armé una propuesta para la editorial Santiago Arcos y empecé a trabajar con la traductora Irina Bogdachevski y la obra de Tsvietáieva, que luego me llevó a otros rusos: Turgueniev, Tolstoi, Dostoievski (sobre todo Diario de un escritor), Ajmátova, Jodasevich, Mandelstam. Y en 2003, junto a Susana Cella y Américo Cristófalo, armamos la cátedra de Literaturas eslavas.

–¿Qué relación guardan los autores rusos del siglo XX con los del siglo XIX?
–Una relación enorme, porque no se puede pensar una literatura sin un recorrido territorial y un tiempo. La gran literatura es literatura nacional, por revisión, espiral, reconversión, olvido o inversión. En la Argentina podría graficarse con el pasaje de Sarmiento (Recuerdos de provincia o Mi defensa) a Mansilla (En sus Entre nos) y luego un salto mortal hasta las Aguafuertes de Roberto Arlt.

–¿Autores como Tolstoi o Dostoievski siguen vigentes o sólo forman parte de un rico pasado?
–La gran literatura es siempre actual. Tsvietáieva dice algo mucho más lindo, porque es más arriesgado: “Hölderlin y Goethe vienen del futuro”. A veces me pregunto cómo el mundo puede seguir igual después de que se hayan escrito Doctor Zhivago o Anna Karenina.

–¿Hay denominadores comunes en los autores rusos modernos?
–Hay recurrencias, insistencias que a veces también aparecen en otras literaturas, como la alemana o la argentina, lo cual permite pequeñas tentativas de cruces comparativos. Andréi Platónov escribe en 1920 un texto sobre el pueblo más cercano, y cómo no recordar El pueblo más cercano de Kakfa. Hay cosas que parecieran estar en varios lugares al mismo tiempo, son aires de familia, cosas que quedan. Otro ejemplo: la frase de Gogol “el mal es la extensión”, que es el problema de Almas muertas, también aparece en Relatos de un cazador de Turgueniev y en todos los novelones rusos. Frase que caracteriza también a Sarmiento y que funda la literatura argentina. También me interesan los simbolistas que en 1900 parecían ser el cambio, pero que llevaron el realismo del siglo XIX al extremo (Bieli, Blok, Babel, Pilniak, Zamiatin) .

–¿El socialismo soviético trastocó el trasfondo religioso de la literatura rusa del siglo XIX?
–No en la gran literatura. Se dice que Anna Ajmátova fue la bisagra que permitió el pasaje del realismo del siglo XIX, a través de la poesía, a la literatura del siglo XX, junto a Mandelstam, Bulgakov y Platónov, entre otros grandes autores de los años 40 y 50. En ese sentido soy partidaria de la continuidad porque permite ver grandes cosas que, por naturalizadas, están disminuidas en su importancia. En Archipiélago gulag, de Alexander Solzhenitsyn, el sistema de riadas pensado para las deportaciones que narra me atrevería a decir que es lírico por su repetición.

–¿Qué experimentaste al conocer Rusia?
–En 1992 Moscú seguía siendo la ciudad de las cuatrocientas iglesias. En la línea roja del subte de Moscú sentí que estaba junto a mis abuelos rusos que ya habían muerto porque la gente se vestía como ellos, con grises y marrones. Tenían las mismas facciones tristes y agrietadas y hablaban con el mismo acento de mis abuelos, que tenían incrustado el ruso en el yidish. Ellos escaparon de la leva de los zares en 1905, durante la guerra con Japón, y del hambre. En Rusia me reencontré con el siglo XIX que ellos trajeron luego a Entre Ríos.

–Sábato decía que el escritor ruso y el hombre de las pampas argentinas tienen mucho en común, por ejemplo, la extensión y el agobio frente a la gran llanura.
–Es cierto. En ese sentido, Una nación para el desierto argentino, de Tulio Halperín Donghi, es una de las frases más lindas de nuestra literatura. Otro punto en común son los momentos fundacionales, muy cercanos entre sí entre el siglo XVIII y el XIX. Mal que nos pese la denominación, ambas son literaturas jóvenes. A diferencia de Goethe en Alemania, Pushkin no tenía una biblioteca rusa atrás, sólo contaba con su voluntad de construcción de la novela, el ensayo, la poesía, la crónica de aventuras, la novela histórica. Y funda todos los géneros, más o menos como Sarmiento. Por otro lado, y desde otro perfil, en la identidad aluvional que conforma la Argentina se fueron fusionando los gauchos judíos con los alemanes del Volga y contribuyeron a constituir lo argentino: el quejoso, el rápidamente mafioso… Tengo amigos escritores serbios radicados en la Argentina y me dicen que Buenos Aires es igual a Belgrado porque la gente va al café, donde en la pérdida del tiempo está la gran ganancia literaria.

–¿A través de qué nombres hilvanarías la columna vertebral de la literatura argentina que te interesa?
–Soy muy desordenada y anticanónica porque el canon se traza por comodidad, los que no leen arman cánones por políticas de la crítica o estrategias de venta, y para mí la literatura tiene que ser molesta e insoportable; tiene que aparecer intempestivamente, al decir de Kierkegaard. Me interesan Sarmiento, Mansilla, Cambaceres, Wilde, Puig, y ya en la contemporaneidad, Ricardo Zelarayán, Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher, Néstor Sánchez, Liliana Guaragno, Luis Thonis…

–¿Cómo elegís en cuanto editora de Letranómada?
– Por suerte todos mis amigos escriben muy bien y estoy cerca de excelentes textos inéditos; no necesito buscar qué publicar. Tengo originales de Raschella, quince libros inéditos de Libertella, las conversaciones de Néstor Sánchez… Lo más difícil del mundo literario hoy es que son pocas las editoriales que quieren arriesgar en este sentido. Los libros no se venden, no se leen; y una vez que un catálogo se construye se vuelve canon. Sin embargo, creo que la literatura argentina está pasando por uno de sus mejores momentos; lo demás es pelea del periodismo, la universidad o las editoriales. Damián Ríos es uno de los mejores poetas argentinos y escapa al canon en el que lo incrustaron; Alejandro Sosa Díaz es un gran ensayista y poeta con muchos libros publicados, Sofía González Bonorino es una novelista genial…aunque a veces no estén en los circuitos visibles del mercado económico o del intelectual-literario.

– ¿Hay una mirada literaria particular desde el interior del país?
–Nicolás Rosa decía que la literatura rioplatense es la que se suele considerar argentina y el resto es del Alto Perú, como Néstor Groppa, Carlos Aparicio, Héctor Tizón, Manuel Castilla, Francisco Madariaga, Antonio Di Benedetto… De algún modo también pasó con el poeta Juan L. Ortiz, que ahora ya forma parte del canon, cuya poesía me gusta mucho… aunque le quitaría algún sauce. No me interesa la literatura previsible, los autores que consiguen una máquina de hacer literatura o los que tienen proyectos.

–¿Cómo ubicarías entonces tu interés por el prolífico César Aira?
– En un momento me capturó la desesperación de la inteligencia, me conmovió su capacidad de manejar los hilos de las cosas hasta que estallan y una tormenta arrasa con todo. Y en Lata peinada o en La piel de caballo de Zelarayán, se asiste a la desesperación sin consuelo de tener una obra permanentemente abierta. Me interesan los autores que viven en la catástrofe, la grieta. Mi genealogía incluye El crack up de Scott Fitzgerald y a los autores que me acompañan a Ningún lugar a donde ir, como titula Jonas Mekas, su Autobiografía. Una frase o un signo en un ejemplar que hojeo en una librería ya me indica si el libro va o no hacia algún lado. El título Cuándo, después de Juan Carlos Onetti es el abismo más querido. El diario de París de Horacio Quiroga es comparable a Pobre Bélgica de Baudelaire, más allá de que se publicaron en la misma colección de Losada. De los autores considerados más nacionales, me interesa toda la generación del 80, fundamentalmente porque escribían bien, a diferencia del culto actual al “espontaneismo”, término de Ricardo Straface. Por eso divido a la literatura en buena y mala. En una entrevista, Perlongher decía: “Basta de escribir sobre un mantel de hule y un sifón sobre una mesa fea. La literatura tiene que ser bella”. Reivindico que la belleza es lo lírico y que la literatura tiene que ver con la oreja. Ahora hay muchas obras que no se escuchan, que no resisten ser dichas en voz alta.


C.V.

Laura Estrin es profesora de Teoría Literaria y Literaturas Eslavas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, es también editora de Letranómada. Ha publicado el ensayo César Aira. El realismo y sus extremos, Álbum, Parque Chacabuco y Alles Ding. Compiló y prologó el libro Tres poemas sobre Marina Tsvietáieva. En volúmenes colectivos trabajó sobre la obra de Ricardo Rojas, Enrique Pezzoni, Eduardo Wilde, Héctor Murena, Oscar Steimberg, Ricardo Zelarayán y Hebe Uhart. Este año se editará su diario de poesías A Maroma.

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De CRITERIO, 08/2010