El fin del mundo también es un lugar y, a veces, hasta tiene nombre: Puina.
Para que se ubiquen: Puina se encuentra muy cerca del hito XXII del
límite boliviano-peruano. Allí hay una apacheta, hermosa, poderosa: la
apacheta del cerro Yagua Yagua. Encima de la montaña, se alza el
monolito señalador al que sólo atienden los cóndores. Debajo, del lado
peruano, hay una laguna, hermosa, poderosa: allí se ubican las nacientes
de un río. No cualquier río.
El río Tambopata abreva allí, en esa señalada y bendita laguna debajo
del hito cercano a Puina, y lamiendo los cerros y cavando y cavando la
roca, es que baja y orillea Saqui, algo así como la comunidad gemela del
finisterrae, salvo que allí, del otro lado de la raya, alguno es más
enfático y declara que llegaste “al culo del Perú”, aunque uno debe
saber que en semejantes sitios, las fronteras sólo existen en los mapas o
en los libros de historia que, por otra parte, (casi) nadie lee en
ninguna parte.
Como el límite es una especie de serpiente indomable, para seguir
completando esta composición espacial sobre la ubicación exacta y
precisa de Puina, diré que también, hacia el oeste-noroeste, se yergue
el nevado binacional Palomani, que roza los 6000, y corona la aldea y la
baña y la abastece de beber con sus aguas de deshielo. El río de Puina
tampoco es cualquier riacho. Es una de las corrientes que terminan
formando el Tuichi, donde desagua. El Tuichi, como el Tambopata, son
ríos mayores, y ambos aportan su caudal al rey de todos los ríos: el
Amazonas.
Sucede que Puina o Saqui (o Amayani o Lipipata o Lurini o Chilcani o
Ichucorpa, algunos de los nombres con los cuales la gente, el pueblo, se
ha apropiado simbólicamente de la comarca; es inútil buscarlos en los
mapas) se encuentran ubicadas también en una frontera real: allí donde
los Andes se encuentran con la Amazonía, allí donde la geografía y la
naturaleza dicen que todo puede suceder ya que es una región de
contrastes y fusiones desafiantes.
Para que se ubiquen mejor: para llegar hasta Puina por territorio
boliviano, desde cualquier otro punto del territorio boliviano, uno debe
atravesar medio altiplano norte y las altísimas pampas de Ulla Ulla y
desde allí incluso seguir trepando, y eso tiene su lado heroico y muy
gratificante: ver las aguas cristalinas de los ríos del otro lado de las
montañas, y sentir que esas aguas, sin tregua y sin dudas, llegarán a
Brasil, besaran Portugal o Marruecos (o a los Polisarios) y mezcladas
con otras aguas terminaran mansitas en una playa de arena negra en
Noruega o acaso en otro fin del mundo que ni siquiera tenga un nombre.
Será por eso que uno se arrima y se apega a esos lados. Será porque
aunque te sumerges en el medio de cerros bravos, desfiladeros abruptos,
glaciares colgantes que amenazan caerse y donde la sensación de
aislamiento es total, uno se siente como esa gota del río de Puina que
partirá desde el fin del mundo pero terminará dándole la vuelta.
Cuestiones de una geografía filosófica: allí, entre el azote del viento
helado que baja del cerro-guía y las nubes cargadas de perpetua lluvia
que suben valientes y airosas desde el fondo enmarañado de la selva (y
si te atreves, puedes tocarlas con las manos, y si lo deseas, respirar
el olor profundo de los montes), uno puede saberse en el fin de los
senderos, el fin de los cartógrafos, el fin demarcado, el fin
sentenciado, pero celebrar sentirse en el centro de algo que también
podemos denominar mundo, no el mundo del fin del mundo, sino otro mundo.
No ese mundo de coordenadas matemáticas y tratados de letra oxidada, no
ese mundo de compases de gabinete y de brújulas que guiaron siempre al
saqueo y a la desolación, sino otro mundo.
Un mundo extraño, un mundo diferente, un mundo que, tal vez, ya no sea
de este mundo (mis disculpas, Paul Eluard), de este mundo de cafeteras
que te hablan y de aparatitos que te cuidan, de este mundo de gepeeses
para ir a la guerra o correr al shopping, ese mundo que es nuestra idea
del mundo o peor: nuestra vivencia del mundo. Y ese mundo, seré franco: a
mí no me inspira.
Entonces, si vas hasta Puina, si llegas hasta allí, puede que te envuelvan la bruma y dos situaciones:
1. Que te sientas, sí, en el trasero del orbe y extrañes hasta al
inodoro y llores por dentro o por fuera y te acose el clásico de los
clásicos interrogantes (Levy Strauss y sus tupíes y sus “tupeces”
mediante), ese que dice, limpito: ¿qué carajo hago aquí? O
2. Que sientas que las vizcachas que saltan entre las piedras y el agua
del río (que llegará hasta las Filipinas o más allá aún) y las gentes
que moran por esos lados no son otra cosa que un axis-mundo, de otro
mundo como te decía, y lo mejor de todo: a lo mejor del tuyo propio.
Mistificaciones, dirán. Fin o centro del mundo: en el fondo, ¿qué
importa en un planeta conectado como nunca antes? Lo que sí tomen en
cuenta es lo que voy a anotar para terminar de ubicar estas soledades en
los corazones de ustedes: si vas hacia Yagua Yagua, si vas por esas
cumbres, hay pumas por ahí, hay pumas merodeando.
Santuario natural, al fin y al cabo (del lado boliviano, esos
territorios son parte del Parque Nacional Madidi), es casi inevitable la
presencia del tremendo y adorado súper y sagrado gato.
Una vez, rastreamos a uno en compañía de Esteban Andia, que era entonces
corregidor de Puina y años después se accidentó y se mató junto a seis
más en una camioneta que se despeñó sin fasto por el abismo y se
estrelló sin gloria contra las rocas cordilleranas. Fuimos siguiendo las
huellas del felino: esto incluía ganado muerto, osamentas y cicatrices,
el duelo eterno entre campesinos y los grandes depredadores naturales.
Mi único anhelo era verlo. Pero el gatazo no aparecía por ningún lado, y
nosotros dale que dale subiendo y bajando, bajando y subiendo.
Seré políticamente incorrecto para concluir este texto: uno de nuestros
compañeros de andanzas, igual de baqueano pero de otras tierras y climas
y costumbres, cansado de tanto agitarse, lo encara al Esteban y le dice
con franqueza: “sabe, mi amigo, estas son huevadas… a mí, me dan mujer
por la noche, me dan cerveza por la mañana, me dan un rifle y un caballo
y yo se los mato al gato, ¡carajo!”. (El testimonio está anotado tal
cual en una de mis bitácoras)
Las grandes montañas, los grandes gestos, las grandes aventuras, los
sentimientos fuertes… y nuestro pequeño mundo —como quería la IBM— que
cabe en un teléfono inteligente, una tarjeta de crédito y el control
remoto de la televisión.
De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 13/08/2015
Fotografía: Pablo Cingolani
De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 13/08/2015
Fotografía: Pablo Cingolani
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