“El horror... el horror” fueron las últimas palabras de Kurst en su angustiada y culposa agonía, allá en un barco remendado que había subido las aguas del río Congo para llegar al nudo mismo de las negruras del capitalismo europeo, al corazón de las tinieblas. En el marco de esa selva oscura, amenazante a la vez que amenazada, transcurre la nouvelle escrita por el noble polaco migrante Józef Teodor Konrad Nalecz-Korzeniowski en la que Kurst se encarga de la misión imperial o empresarial o personal de robar el marfil del Congo y para ello recurre a esa mezcla de amor adorador y temor reverencial que ha sabido generar en la gente del país. La locura y la muerte son su única posibilidad de escapar ante el asombro de descubrir cuan atroz ha sido su condición humana. Muchos seremos los que en estos tiempos penosos evocamos esa frase, repetida por Marlon Brando en las imágenes sombrías de Apocalypse Now, ya en el cine del siglo veinte. Dos imperios, dos negruras.
Aún cuando escritores y críticos africanos han acusado a Conrad de racismo y visión denigratoria de los hombres de piel marrón, El corazón de las tinieblas, en la ambigüedad y en las ambivalencias que caracterizaron su vida y su literatura, denuncia los pecados de soberbia y avaricia que han aquejado al hombre blanco, pecados que son llamados capitales porque generan otros vicios sucedáneos, entre los cuales hoy descuella el desinterés por el sufrimiento humano que han provocado.
Me une especialmente a los migrantes haber conocido la avanzada individual de esta ola desesperada que se lanza al mar y trepa las alambradas de púas para exigir, con todo derecho, la devolución de todo aquello que se les quitó a lo largo de seis siglos. El primer alumno africano que me presentó Marcos Filardi –en esa época cotitular de la Comisión para la Asistencia Integral y Protección al Migrante y al solicitante de refugio, creada por Resolución DGN 1071 del año 2007– para que le enseñe castellano, venía de Libia, apenas podía contar cómo había llegado al primero y al segundo barco a los que quién sabe quién lo subió cuando perdió a su madre y a su hermana escapando de la casa de Benghazi derrumbada por un misil. Al poco tiempo recibimos la foto de su padre muerto junto a Khadafi. Después llegaron otros que venían de Ghana, de Gambia, de Senegal, de Guinea, de Sierra Leona, de Costa de Marfil, de Mali, de Zimbabwe, a los que usted ya habrá visto vendiendo anteojos de sol o bijouterie en la calle. Los relatos de sus viajes, nunca claros ni completos, compiten con las hazañas de un Odiseo moderno y clandestino. Alex caminó hasta el mar y consiguió que un tripulante de un buque que él suponía iba a Francia lo escondiera en la bodega. Ahí se estuvo, olvidado en la oscuridad hasta que dos días después el amigo pudo deslizarse hasta él para llevarle agua y algo que comer. Grande fue su sorpresa cuando, luego de tres semanas, después de escurrirse fuera del barco, de franquear la zona portuaria y llegar a las calles de la ciudad –¿cómo lo haría?— se encontró con que nadie entendía su francés. Quién sabe cuándo se dio cuenta que no estaba en Francia sino en Argentina.
Modou se coló por la rendija de un contenedor vacío que tenía un agujero en el techo por el que recibía luz, un poco de sol y agua de lluvia. Así llegó después de tres meses a Brasil y anduvo hambreado por las calles hasta que se atrevió a interpelar a un señor porque el color de su piel le daba un poco de confianza. Así se enteró en qué país estaba.
Los hermanos Green habían venido de Ghana, pero eran originarios de Liberia. De condición alegre, vital y ruidosa no dejaban de revolucionar la clase. Cuando le pregunté al más chico de los tres qué recordaba de su viaje, pensó un rato y finalmente soltó un “el miedo de se cayó”. Yo supe apreciar su doble esfuerzo de haber aprendido a diferenciar el presente y el pasado en los verbos de sus relatos y de atreverse a usarlos para recordar su odisea: como muchos polizontes, los hermanos se habían escondido allá abajo, en el hueco de la hélice de un enorme buque y viajaron tiesos, agarrados como pudieron para que el movimiento del barco no los hiciera caer al agua y rogando que no se desate una tormenta porque entonces una ola desquiciada podía entrar a buscarlos y arrastrarlos irremisiblemente a la muerte. Pero ahí se meten con su mochilita, su como cantimplora y su ración de mandioca, para cuanto les alcance... Y también estaba Emmanuel, un negro escultural, derroche de músculos que florecían bajo su piel brillante. Sus quince pares de zapatillas eran su lujo para llegar a las discotecas de la ciudad desde el campito sembrado de su Ghana natal, pedaleando cuatro horas y llevando a su hermana sentada en el caño de la bicicleta. Cuando le tocó contar en la clase qué extrañaba de su país, fijó la vista en mí para contestarme, pero tenía los ojos vueltos hacia adentro buscando aquel rincón del Africa y desde su cuerpo grandote, con la sonrisa inquieta, toda llena de dientes blancos y parejos, con que encaraba cada uno de sus actos, “extraño a mi mamá”, dijo... pero la que lloró fui yo.
También llegaron hasta mis clases, ya en 2011, los que escapaban del infierno sirio, en su mayoría muchachos y muchachas recién graduados en la universidad o adolescentes dispuestos a retomar una carrera en una lengua que recién empezaban a conocer... mientras se ganaban la vida como empleados de una fábrica, ayudando en el negocio de un tío o instalando un puestito de comida árabe. Pero está claro que no cualquier sirio tenía el dinero suficiente para llegar hasta Buenos Aires y lo hacían porque, aun teniéndolo, Argentina era de los pocos países de Occidente que no les negaba una visa y que hoy sigue recibiendo a los que escapan de la pobreza, de la guerra y de la persecución, como lo hizo con mi padre y mi abuelo.
Es cierto que estas anécdotas personales quedan menguadas ante la tragedia humana que, aunque ya anunciada por la canción de Serrat, Europa mira hoy azorada: “Disculpe, señor, pero vienen a millones... por lo que parece, tiene usted alguna cosa que les pertenece... ¿quiere que les diga que el señor salió?... Varias cosas que les pertenecen, no solo el oro y el marfil, la plata y los diamantes, el petróleo y el coltán, el lapislázuli de los muros de Babilonia bien cuidado en un museo de Berlín y las tumbas de los faraones esparcidas por Occidente, sino las personas embolsadas por la fuerza en las selvas y las sabanas, con las que el mundo colonial se armó de la mano de obra esclava, los medios o más bien “sujetos” de producción que alimentaron esa economía.
El espacio geográfico es una de las condiciones de producción que tiene implicancias diferentes para las distintas clases sociales. En el caso de la clase trabajadora, es el territorio donde se disputa la posibilidad de tener un salario y se defiende localmente cuando se ve amenazado por el migrante empobrecido, desesperado y hambriento. En un socialismo idílico la conciencia solidaria de la clase trabajadora tendería la mano fraterna al desposeído que llega... pero en un continente en el que la soberbia del Estado de Bienestar está siendo humillada por la indiferencia de la troika... ¿cuánto lugar queda para los desheredados, para los perseguidos políticos, para los que caminan sangrando guerras que, en verdad, no les pertenecen? ¿Que se hundan en el mar, que se estampen contra los alambres? Surgirá alguna conciencia bien pensante que no lo permita.
La única manera de que el Norte rebosante de caudales se redima es pagando su deuda colonial y poscolonial, económica y moral. Los imperios están conminados a devolver la exorbitante renta de los activos devenidos de su rapiña y depositarlos en los suburbios del planeta para que la gente viva feliz en la casa donde nació, con un trabajo digno, comida suficiente, escuelas para sus hijos, hospitales para todos y domingos para el ocio. Porque, simplemente, se trata de vivir.
* Escritora y periodista.
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De PÁGINA 12, 08/09/2015
Imagen: Portada de la revista del New York Times, septiembre 6, 2015. Fotografía de Paolo Pellegrini
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