"Cuando me despierto, tengo la boca abierta. Tengo los dientes pastosos; cepillármelos por la noche sería lo mejor, pero nunca me encuentro con ánimos para hacerlo”. Así empieza la novela Mis amigos, que el escritor francés Emmanuel Bove (1898-1945) publicó en 1924, protagonizada por el joven excombatiente de la Primera Guerra Mundial, Victor Bâton, quien en poco más de cien páginas le cuenta al lector sus tentativas frustradas por entablar relaciones amistosas con hombres y mujeres más o menos de su edad en el París de los años veinte. Esa primera frase anticipa el tono irónico de la novela y de la voz narradora, ya presente en el propio título, puesto que al final Mis amigos resulta ser Mis no-amigos.
Al contrario que tantos exsoldados que lucharon en la guerra de 1914, Victor Bâton apenas alude a la experiencia en el frente, por más que conserve la costumbre cuartelaria de presentarse ante los desconocidos mencionando primero su apellido y luego el nombre. Su relato se ciñe a la realidad cercana e inmediata y a la única preocupación que le perturba: romper el cerco de soledad por el que se siente agobiado.
Se trata de una preocupación estrictamente privada, sin un aparente interés social, y muy alejada de aquellas que la mayoría de los escritores de la época plasmaban en sus obras. También el lenguaje en el que se expresa el personaje destila un tono íntimo y carente de retórica. Esta novela no es apta para lectores familiarizados con relatos de aventuras escritas en un lenguaje sonoro.
El héroe de Mis amigos es un perfecto antihéroe, contemporáneo de Charlot, Buster Keaton y Harold Lloyd. Solitario, tímido, “alto, sentimental e indolente”, bordea la marginación. Hasta su apellido suscita la burla en quienes lo escuchan por primera vez, algo a lo que ha terminado por acostumbrarse. Bâton significa “bastón”, palo de madera, y en francés existe una locución, “Mener une vie de bâton de chaise”, que puede traducirse como llevar una vida desordenada, agitada, de placeres y libertinaje y que, por tanto, dispone de medios para permitírsela.
Como antiguo combatiente vive pobremente desde hace tres años en Montrouge, un barrio modesto de París, alojándose en la habitación de la sexta y última planta de un hotel de mala muerte, situado en una calle de la que no nos revela su nombre. Su único sustento proviene de la pensión que percibe del Estado por una invalidez en la mano izquierda sufrida en la guerra.
No se le conoce familia ni amistades. Tampoco tiene una amante estable. Exceptuando su reciente experiencia bélica, no comenta nada de su pasado. No trabaja ni se preocupa de buscar un trabajo que se adapte a su invalidez. Es un hombre sin oficio ni beneficio. Lo más parecido a un bohemio.Su único afán se limita a preservar su independencia a costa de vivir en la pobreza, como él mismo reconoce. Y buscar amigos por las calles de París.
Victor se revela como un narrador extraordinario, que relata sin escatimar detalles dónde vive, el cuarto de la pensión, la calle, las tiendas y cafés por los que pasa a diario, quiénes son sus dueños y las cinco personas con las que entabla una relación superficial. Sólo sabemos que se expresa maravillosamente, con frases cortas, en un estilo tan sencillo que ni siquiera parece estilo, con una prosa seca y carente de pretensiones literarias.
En esa prosa transparente las palabras no se interponen entre el narrador y la realidad de la que escribe –las personas, las cosas y las sensaciones que le suscitan. No estorban, al contrario de lo que observamos en tantas novelas pretenciosas. Desempeñan su función con una modestia ejemplar. Su autor evita hacerles sombra en todo momento, deja que hablen, que cuenten lo que tienen que contar. Por eso no sobra ninguna y el lector las lee todas, con la misma atención que puso su autor al escribirlas. No sólo nos permiten ver la realidad que describe el personaje con precisión milimétrica, sino escucharla, olerla y hasta palparla.
Mediante la simple lectura podemos traspasar la piel invisible del lenguaje y penetrar en las cosas, como si estuviésemos en el pellejo de Victor Bâton, mirando con sus ojos, escuchando con sus oídos y oliendo con su nariz. Mientras lee Mis amigos el lector emprende una excursión por las calles del París de entreguerras, por los cafés y bares que visita el personaje, las tiendas, una panadería, una lechería, el quiosco de prensa, las terrazas de los alrededores de la Madeleine, un comedor público, una farmacia, un prostíbulo, unos baños públicos, un viaje en el tranvía bajo la lluvia matutina, la fábrica del señor Lacaze, el hostal de Louise Billiard, los muelles del Sena, la estación de Lyon, las farolas de gas y las sombras móviles de los paseantes estampadas en las paredes. Bâton observa y siente con nosotros y para nosotros. Donde está él, también está el lector.
La estructura de la novela es simple. Cada uno de sus cinco capítulos está dedicado a las dos mujeres y a los tres hombres con los que entabla una relación. Los “amigos” a los que alude Victor son un tipo abrupto y reservado, que no se sabe muy bien de qué vive y que tiene una amante coja; una tabernera físicamente poco agraciada con la que se acuesta una sola noche a petición de ella, sin que el asunto vaya a más –la mujer parece desconfiar de él, pese a ser un cliente asiduo de su taberna; un marinero llamado Neveu a punto de arrojarse al Sena, pero que de pronto “resucita” ante el billete de diez francos que le regala Bâton, al que termina conduciendo a un prostíbulo; el industrial Jean-Pierre Lacaze, un benefactor casual que lo deja plantado, tras enterarse por su hija de que Victor la había estado esperando a la puerta del Conservatorio, y, por fin, una bailarina desengañada.
A Bâton no le importa reconocer que necesita a los demás, que la soledad le pesa, porque, al contrario que los fuertes que la buscan, él es débil.
“Cuando se deambula durante todo el día, sin hablar, uno se siente cansado por la noche en su habitación”.
Le fatiga tener que cargar todo el tiempo con el Yo. Será por ello que prefiere verse reflejado en los escaparates de las tiendas antes que en los espejos y mirarse de perfil en un segundo espejo, como los que hay en los cafés. O que de pronto piense cuánto cambia todo sin uno. De ahí su necesidad de salir a la calle con el único propósito de conocer a alguna persona. Nada de quedarse en la habitación del hotel, como una flor de invernadero.
La convivencia forzada con ese Yo pegajoso le empuja a la búsqueda incansable del Tú, una persona con la que franquearse. Pero no sólo desea intimar con otros, abrirles su corazón y que le correspondan de manera similar, sino ocupar un lugar en el mundo, dejar de ser un átomo perdido en la muchedumbre de la ciudad (“Las aglomeraciones en la calle me provocan siempre aprensión”). Ocupar un lugar en el mundo significa pertenecer a él, estar arraigado, echar raíces. Necesita la amistad para ser alguien. Mientras continúe solo será nadie. No aspira a emular a Robinson Crusoe en una ciudad llena de gente.
Las relaciones con los demás moldean nuestra identidad. Por eso los necesitamos. La soledad es tolerable cuando, gracias al diálogo con otro, podemos dialogar con nosotros mismos. Pero se torna enojosa cuando los lazos con los demás se quiebran y, en consecuencia, el diálogo con uno mismo se encalla también en el mutismo estéril y asfixiante.
En Europa la modernidad estalló a partir de la Primera Guerra Mundial, con el auge de las masas en las ciudades, la decadencia de la vieja burguesía, el derrumbe del clan familiar, la revuelta de los hijos contra los padres y el ascenso de la juventud en detrimento del paternalismo autoritario de épocas anteriores, y junto a todo ello, el aislamiento del individuo. Era como si un extremo atrajese al otro. A más masificación, más aislamiento. En la sociedad de los individuos todo el mundo huye de la individualidad por miedo a no parecerse a nadie.
En Mis amigos Bâton menciona al dueño de un pequeño bar que no hace más que quejarse de la mala racha del negocio. Le gusta recordar el año 1910, cuando las personas eran “más honestas y sociables”. Entonces se podía prestar crédito y “uno se interesaba por los problemas sociales”. ¡Qué lejanos parecían en los años veinte los tiempos de la guerra del 14!
En la década del los “felices veinte” un candidato seguro al desarraigo social era el antiguo soldado que combatió en la contienda y que, por razones diversas, como la mutilación física, tenía dificultades para reincorporarse a la normalidad de la vida civil. En la Alemania de Weimar muchos de éstos hallaron un refugio seguro en las formaciones políticas y paramilitares de extrema derecha que proliferaron al calor de la humillante paz de Versalles. En Francia, Inglaterra e Italia numerosos excombatientes buscaron una sombra en la militancia en partidos obreros de masas que, estimulados por el éxito de la Revolución soviética, experimentaron un auge extraordinario. Lo cierto es que para la mayoría de ellos el retorno a la vida civil no fue fácil.
El aislamiento del individuo, su desarraigo del entorno familiar y desapego del grupo social de origen tuvo su reflejo en la literatura en la novela del Yo, en la que el protagonista, normalmente un urbanita, narra sus pequeñas vicisitudes del presente. Este tipo de ficción contrastaba con la novela coral característica del siglo XIX, en la que una voz omnisciente refería las peripecias de los distintos personajes en torno a una acción principal ocurrida en un tiempo pasado.
La novela precursora de esta nueva narrativa fue Hambre (1890), de Knut Hansum, en la que su protagonista es también un joven con vocación de escritor que describe minuciosamente las sensaciones psicofísicas que le produjo una experiencia límite como es el hambre durante la época en que residió en Christiania, la antigua capital de Noruega. Pero así como Victor Bâton se echa a la calle en busca de amigos, el anónimo héroe de Hamsun deambula en busca de sensaciones, con una autosuficiencia irritante, como si estuviese encerrado en una burbuja que lo separa del mundo exterior.
Quizá lo más novedoso de estas historias es que el narrador, en lugar de centrarse en un episodio significativo de su vida, describe las sensaciones, intercaladas con los correspondientes pensamientos, que le suscita una experiencia muy personal, difícilmente compartible, aunque, como le sucede al personaje de Mis amigos, no le quede otra alternativa que intentar compartirla. Es como si se observase a sí mismo y a la realidad inmediata con un cristal de aumento. Victor tiene un ojo avizor para las cosas pequeñas y cercanas, las más difíciles de apreciar en su justa medida y que, por habernos acostumbrado a mirar todos los días con los mismos ojos, perdemos de vista.
A diferencia del flâneur, que callejea sin rumbo, sólo para mirar, captando las impresiones que le producen las las cosas y las personas que se cruzan en su vagabundeo anónimo entre las multitudes también anónimas, Victor Bâton sale de casa para encontrarse con un acontecimiento que cambie su vida. Incluso lo espera cuando vuelve. Pero, desgraciadamente, ese acontecimiento no acaba de llegar (“Se me da una limosna y luego se huye de mí”). Cuanto más se empeña en buscarlo, más se alejan las posibilidades de que se cruce con él.
El lector intuye que su propósito está destinado al fracaso. Que fracasará en todas sus tentativas de granjearse la amistad y el amor de personas desconocidas, como fracasa la inmensa mayoría de quienes juegan a la lotería. La suerte sólo está reservada para unos pocos y él no figura en ese club exclusivo.
Victor es de la misma estirpe que los jóvenes de las novelas de Robert Walser y Kafka. Sensibles, imaginativos, inteligentes y sedientos de amistad y amor, no encuentran un lugar en el mundo porque no se adaptan a sus reglas que les resultan cuando menos indescifrables. Se tiene la impresión de que les tranquilizaría que hubiese unas normas claras que se pudieran aprender –y ellos serían los primeros en aprenderlas- y que si se aplicaran con rigor deberían conducir al objetivo anhelado. Pero no, en este mundo no hay reglas, los designios del destino influyen más de lo que pensamos y la imaginación, a la que hacemos trabajar sin tregua a nuestro favor, se muestra impotente ante las dimensiones inhumanas de la realidad.
El verdadero club de Victor –un nombre inoportuno para un experto en derrotas- es el de los fracasados reincidentes, que no pierden la oportunidad de fracasar, puesto que eso es lo que les aguarda cada vez que se embarcan en una nueva tentativa para satisfacer sus infatigables expectativas.
Aun así, no pierde la esperanza de encontrar amigos de verdad. Sus desafortunadas experiencias no han podido con ella. No todas las personas son iguales ni pueden serlo. Alguien que como él observa con precisión la realidad más cercana tiene que permanecer inmune a la tosca y cómoda costumbre de generalizar. No, él sólo piensa en personas, y cada una de ellas le parece única. Por simple que sea, seguro que es poseedora de algún rasgo peculiar que la singulariza. No ha tenido suerte con aquellos a los que ha conocido, pero eso no significa que no vaya a tenerla en cuanto vuelva a intentarlo.
El problema es que su aspiración de parecerse a todo el mundo, de ser un tipo normal, con amigos y una amante fija, choca frontalmente con su imaginación, la loca de la casa que siempre va por libre, conduciéndose no sólo al margen del mundo real sino incluso de la voluntad racional del sujeto. Al contrario que en el intrincado universo de las relaciones sociales, la imaginación es el único lugar en el que Bâton se mueve como pez en el agua, aunque deba reconocer su impotencia a la hora de confrontarla con la realidad:
“Mi imaginación crea amigos perfectos para el futuro, pero, mientras tanto, tengo que conformarme con cualquier cosa”.
Quizá si no se anticipase a los hechos con la imaginación, para así acoplarlos a sus placenteras ensoñaciones, la realidad y el deseo al fin encajarían felizmente. Él mismo es consciente de ello cuando confiesa que “por mucho que me proponga no hacer suposiciones, mi imaginación toma siempre la delantera”.
No resulta casual que la única vez en que se cruza con alguien que se interesó por él fuese en la estación de Lyon, a la que acudió sin un propósito concreto, para dar una vuelta. Ese alguien era un viajero, el industrial Jean-Pierre Lacaze, que se bajó de un tren portando una maleta y que al verlo sin nada que hacer y vestido con ropa de pobre le rogó que le llevase la maleta. En aquella época de depresión económica y laboral era frecuente que jóvenes de ambos sexos sin recursos acudieran a las estaciones de tren para ganarse unas monedas llevando las maletas de los viajeros al taxi.
Sin embargo, él no había acudido a la estación para llevar la maleta de nadie, sino solamente para mirar e imaginar. Después de todo, las estaciones de tren son el lugar ideal para una imaginación como la suya, en constante ebullición.
La otra cara del relato del Yo es la carga de subjetividad, que obliga al lector a desconfiar del discurso unilateral del narrador, en el que faltan las versiones de los personajes a los que involucra en su historia personal. Aparentemente la lectura de Mis amigos nos lleva a compartir con Bâton que la causa de su infructuosa búsqueda de amigos reside en las personas con las que ha intentado entablar amistad, no en él. Pese a lo convincente de su relato, carecemos de los testimonios de esas personas, o sea, los supuestos responsables de sus fracasos. No sería la primera vez que un narrador de las características de Bâton expresa un deseo -en este caso forjar amistades- mientras en lo más recóndito de su fuero interno acaricia otro opuesto.
De hecho, como él mismo deja entrever al afirmar al final de la novela que la soledad es hermosa cuando se la escoge y triste cuando es impuesta durante años, su relación con ésta no es de dirección única, sino que está impregnada de ambigüedad, de un quiero y no quiero. A la luz de esta ambigüedad cabe preguntarse si la revelación de sus fallidas tentativas de hacer amigos no será una justificación, más ante sí mismo que ante el lector, con la que habría tratado de velar su oculto deseo de vivir independiente de los otros, de no necesitarlos, de prescindir de ellos, derivando a las cinco personas con las que estableció cierto vínculos la responsabilidad por su frustrado afán de intimar con ellas y, por tanto, de salir de sí mismo. En otras palabras, si con su confesión habría tratado de quitarse de encima el sentimiento de culpa por desear la soledad, culpando indirectamente a los demás de rechazar la aparente amistad que les ofrecía. Todo puede ser, como diría Don Quijote.
Pero ¿quién fue el autor de Mis amigos? Emmanuel Bove, pseudónimo de Emmanuel Bobovnikoff, nació en París en 1898, en pleno apogeo del “caso Dreyfus”. Su padre, del mismo nombre que él, era un exilado ucraniano de origen judío, sin empleo ni domicilio fijo, y autor de un diccionario de francés-ruso para los compatriotas que viajaban a París. Su madre, la luxemburguesa Henriette Michels, trabajaba de criada en casas de familias burguesas de la capital.
La infancia de Bove transcurrió en París, Ginebra e Inglaterra y estuvo marcada por la inestabilidad, oscilando entre el lujo y la miseria, a merced de las rachas de fortuna de su padre. Regresó a París en 1916, donde vivió en condiciones precarias, trabajando en diversos oficios: conductor de tranvías, camarero, obrero en una fábrica de la Renault y taxista.
En 1917 fue arrestado por vagabundo (y por su apellido, que a la policía parisina le pareció sospechoso), permaneciendo tres semanas preso en la cárcel de La Santé. A los veinte años, en abril de 1918, fue llamado a filas, pero cuando su regimiento iba incorporarse al frente se firmó el armisticio que puso fin a la guerra.
Tras contraer matrimonio en 1921 con Suzanne Vallois, una maestra hija de unos pequeños propietarios de Epernay, se trasladó a las afueras de Viena, donde la vida era más barata. Allí sobrevivió a duras penas junto a su mujer publicando novelas populares, “a cien líneas la hora, 800 líneas por día”, que firmaba con los seudónimos de Emnanuel Valois (con una sola “l”) y Pierre Dugast, y como periodista de sucesos.
Con la publicación exitosa en 1924 de Mis amigos, a instancias de Colette, que leyó la novela fascinada por la sequedad de su prosa, comenzó un período de fecunda producción literaria. En una de las pocas entrevistas que concedió a la prensa comentó que lo difícil en la escritura de una novela consiste en pasar del análisis de los sentimientos a su exposición:
“Cuando un personaje sale de su casa para ir al peluquero, la escena sólo se justifica si ilumina el carácter del personaje. Creo que las escenas en las que los personajes viven, actúan, deben ser escasas. En resumen, los temas no existen; sólo importa lo que se siente. Por ejemplo, percibo muy vivamente la falta de acción, que será la acción de mi libro”.
Ante los reproches que se le formularon por pintar un universo sombrío, aunque aliviado por vetas de humor e ironía, respondió que "un pesimista es un individuo que vive entre optimistas".
Alejado del gran juego de la intelectualidad francesa de la época y de los bandos, como ha dicho de él Cees Nooteboom, cuando en 1927 su editor le pidió que le enviase un currículum vitae, respondió que
“lo que usted me pide es superior a mis fuerzas por múltiples motivos, el más importante de los cuales es una timidez que me impide hablar de mí mismo. Todo lo que pudiera decir parecería falso. Sólo mi fecha de nacimiento es verdadera”.
Padres de dos hijos, Bove se separó de su esposa Suzanne. En 1930 se casó con Louise Ottensooser, una joven perteneciente a la burguesía judía. Ese mismo año recibió el sustancioso premio Figuière de Literatura, gracias al cual pudo saldar sus deudas y vivir con cierta holgura económica.
Durante la Ocupación alemana se negó a publicar ninguna obra. En 1942 abandona Francia con su esposa, instalándose en Argel, donde escribe sus tres últimas novelas que serán publicadas después de la liberación: Départ dans la nuit (1945), Non-lieu (1946) y Le piège (La trampa, traducida al castellano en Pasos Perdidos), en la que se anticipó en más de medio siglo a la espinosa cuestión del colaboracionismo con el régimen nazi en Francia. En su exilio en Argelia contrajo la malaria. A su regreso a Francia, al terminar la guerra, muere en París en julio de 1945, a los cuarenta y siete años. Está enterrado en el cementerio de Montparnasse, en la capilla funeraria de la familia Ottensooser.
Después de su muerte sus libros y su nombre cayeron en el olvido, siendo sólo recordado por un puñado de admiradores. Pero a partir de los años ochenta, y gracias al empecinamiento de algunos de sus lectores más fervientes, su obra completa se reeditó en Francia con el aplauso de la crítica. Sus novelas empezaron a traducirse.
Por fin, el mayor de los autores franceses desconocidos, como lo calificó Samuel Beckett, dejó de ser un desconocido. Desconocido pero reconocido por escritores consagrados como el propio Beckett, quien dijo que nadie como Bove ha tenido un sentido tan agudo del detalle, o Albert Camus. Tras la lectura de Mis amigos, Rilke le rogó a su traductor Maurice Betz que le concertara una cita con aquel joven escritor de veintisiete años.
André Gide anotó en su Diario que Bove era “un hombre luminoso y oscuro a la vez, una especie de santo tallado que, pese a estar en la parte más sombría de la iglesia, se hace visible”. En 1928 Max Jacob le comentó que tenía la impresión de verse retratado en Mis amigos, destacando de las dos novelas que acababa de leer su “poder de evocación, la elección de detalles significativos, la verosimilitud de los caracteres, a un tiempo minuciosos y sobradamente humanos, resultando más atractivos que una intriga balzaquiana o que un drama a lo Dostoyevski”.
En la tarea por rescatar a Bove del olvido destaca la contribución de Peter Handke, quien lo tradujo al alemán. El redescubrimiento se completó con la publicación de la biografía por Raymond Cousse y Jean Luc Bitton titulada Emmanuel Bove, la vida como una sombra. Además, el cineasta francés Jean-Pierre Darrousin estrenó en 2006 una excelente película basada en su novela Le Pressentiment, publicada en 1935.
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De EN LENGUA PROPIA, 20/10/2015
Imagen: Emmanuel Bove