Wednesday, December 30, 2015

Tumulto

FRANCESC BON

Idioma original: alemán

Título original: Tumult
Año de publicación: 2014
Traducción: Richard Gross
Valoración: recomendable

Nada que ver con el tono tenso, solemne, sobrio que acaparaba hasta el último párrafo de Hammerstein o el tesón. Quizás la temática lo justifica. Pues no es lo mismo escribir sobre un digno personaje atrincherado en sus principios en medio de la Alemania nazi que hacerlo sobre uno mismo, porque escribir sobre uno mismo permite elegir el tono que sea, y nada más sano, dicen los manuales de autoayuda y alguna frase cutre escrita en los lavabos de alguna Universidad de Humanística, que reírse de uno mismo.
Claro que cuando Enzensberger está tomándose a sí mismo un poco a broma también está, efectos colaterales que uno no puede evitar, dinamitando ciertos tabús, cosa que podría ofender a más de  uno. Por ejemplo, la tradición de cierta izquierda europea, aquella floreciente en las décadas de los 60 y los 70, esa que procedía de la intelectualidad chic burguesa, sí, no me disimule, aquella tan comodona en aquello de abogar por la lucha de clases y por los guiños al bloque del Este, pero siempre volver al confort de sus hogares a abrigarse con plaids de marca. Sí, esa izquierda no es que salga muy bien parada, y no atino a comprender si Enzensberger se incluye en ella y estas memorias de cierta época de su vida son ya casi una autoparodia. Porque Enzensberger centra este Tumulto en unas tranquilas peripecias, allá por los últimos 60 (o sea, pasado Mayo del 68, pasada la primavera de Praga). Peripecias de un alemán de la RFA al que, merced a su posicionamiento ideológico, se le permite viajar a Rusia o a Cuba. Y allí Enzensberger contempla atónito las extrañas sociedades que han creado aquellos que ascendieron al poder puño en alto y dando vivas a la dictadura del proletariado. Cómo es adulado por su mera condición de simpatizante de la causa y cómo se le ofrecen atenciones que la población ni intuye que existen. Y si ya en el momento de los hechos, un escritor alrededor de los cuarenta, que hace comentarios lúbricos, que viaja, muestra cierto escepticismo, pues imaginad cuando pasa casi medio siglo y asistimos a todo lo que de aquello ha quedado, cómo Enzensberger, ahora ya un anciano admirado, se toma con sorna, una sorna elegante, ácida y mesurada, sin sarcasmo ni mala leche. Más bien con esa resignada serenidad que a uno le aportan los años  y haberlas visto ya de unos cuantos colores. Esa condición se filtra conforme uno lee y aunque la vida de Enzensberger no sea precisamente una montaña rusa de riesgos y emociones, su eficacia como narrador es inapelable. En esta difícil época en que Europa ha de ser consciente, como continente, de que va siendo hora de dejar de mirarse el ombligo, un ejemplo muy útil (y por tanto, muy preocupante) de pragmatismo y sentido común.

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De UN LIBRO AL DÍA, 03/12/2015

Monday, December 28, 2015

Plato Paceño de Alfredo Grieco y Bavio, peripecias argentófugas por los picantes linderos de la bolitafilia

Alvaro G. Loayza

“Durante horas podía hablar de drogas, narcotráfico,
trata de blancas (perdón, “de personas”), tráfico de órganos,
Derecho Humanos, colonización y descolonización,
gangas y supergangas, cholas, cholitas y wrestling cholitas.”
(Plato Paceño, Alfredo Grieco y Bavio)


Nos nutrimos del sabroso Plato Paceño (Plural, 2015) con la misma dinámica que exige el esencial manjar de la cultura chucuta; una dinámica modular, en cápsulas independientes. Ya que si algo tiene de peculiar el plato paceño como estructura gastronómica es la cualidad de ubicar los ingredientes de forma autónoma; ya sean las habas, la papa, el choclo o el queso fundido, nada se entremezcla y quizás  el único vehículo capaz de provocar el menjunje sea la llajwa: magnífica salsa, a la vez picante e hidratante, que permite la sublime combinación de estos primordiales ingredientes  altiplánicos.

En forma de cápsulas independientes y breves, Alfredo Grieco y Bavio nos va narrando las peripecias de Andrés Aribau, una suerte de meta-intelectual gaucho bolivianista de apellido català, que cae en la ex-república y actual estado plurinacional enfrentándose a todo tipo personajes (bolivianos y foráneos) y situaciones, abarcando gran parte de la geografía boliviana desde las ferias alteñas, a los taxis cruceños y su arquitectura narcodecó, a las sacras islas del Titicaca o el barrio de Següencoma en su modalidad baja como alta, por citar un puñado de localidades.

Andrés está acompañado la mayoría del tiempo por su novia Macarena, otra rioplatense de tendencias bolivianófilas (futura autora del estudio “Neocholas posbirlochas: comercio, sociedad y mujeres empoderadas en El Alto”), con la que, generalmente, mantienen una mirada divergente de la realidad. Ese contraste acentúa el aspecto hilarante de algunos episodios, como la suculenta aparición de L., un críptico personaje altermundialista que deambula por las orillas del Lago Sagrado que fascinó a Macarena en la misma proporción con la que le rompió las pelotas a Andrés. 

Plato Paceño sigue la estela formal y cómica que Bruno Morales (alter ego narrativo de Sergio Di Nucci y Alfredo Grieco y Bavio)  inició con Bolivia Construcciones (Sudamericana, 2007) y Grandeza Boliviana (Eterna Cadencia, 2010),  con un cambio de óptima en esta ocasión, ya que es un argento el que se mueve por Bolivia, en lugar de un tal Quispe, albañil bolita (citado en Plato Paceño), quien pulula como pez en el agua en los barrios de Liniers, Once, Flores, etc. de la colosal Buenos Aires entre estuco, cervezas y fritangas.

Escrita de forma “derecha por líneas torcidas”, la novela termina devolviéndonos al punto de partida, a territorio argentino con Andrés, nuestro viajero y retorcido “guía”. La gustosa y nutritiva sensación que nos deja Plato Paceño es la de un lúcido discurrir sobre las infinitas posibilidades de reírse de uno mismo (seas bolita, gaucho o simplemente terrícola), del otro mismo o del mismo mismo.


Soberbio quizás, como muchos argentinos –como Andrés Aribau, que osa instruir a un poscosteño neoplurinacional de cepa sobre un tango con el nombre del nevado más hermoso de La Paz–, el autor denota, un soberbio, paródico y autoparódico sentido del humor, a veces tan escaso en el catálogo de atributos de una (alta) cultura solemne, autoindulgente y recalcitrante a cualquier postulado “exógeno” sobre sus luces y sus sombras.

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De EL LAR DE LOS CONFORMES DISCONFORMES, 28/12/2015

Wednesday, December 23, 2015

El matón bávaro de la Master Lock

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Ni olvido ni perdono. El 16 de  marzo de 2005, miércoles, estaba en un bar de la plaza del Castillo de Pamplona a primera hora de la tarde. El bar medio vacío si exceptuamos cuatro personajes que podían haber salido, hasta entonces, de  una novela de P. C. Wodehouse, los lechuguinos del Club de los Zánganos, señoritos de provincia con pretensiones: Aldatz, el puterón, el marqués del Cuarterón, un gorilón que no pudo entrar en la Academia MIlitar de Zaragoza ni con enchufe y que del franquismo cuartelero sigue enarbolando bandera, Nacho Lerdo de Tajada, tan parásito social como esnobazo que lleva el Hola como una lupara,  y Pepito Andada de la Maltosa, ya difunto. No había nadie más, nadie.  Nada más entrar, noté ambiente espeso de reclamo, al margen de aire de aburrimiento. Y es que les habían dicho que salían en una novela mía, La nave de Baco, en cuya tripulación había formado cuando menos el padre del Andada de la Maltosa. Falso, donde sí había hablado de ellos era en un dietario, en Liquidación por derribo, y lo había hecho con afecto sincero.
“¿No os quejaréis de cómo aparecéis en mi último libro?” Qué dije. Oír eso y saltar de su silla el energúmeno del marqués del Cuarterón fue todo uno:
“¡Puto rojo, puto separatista, te voy a matar a hostias!”, berreó el patriota cuartelero. No me dejaron explicar nada.
Veo todavía el chasquear los dedos de Nacho Lerdo de Tajada llamando a su matón de guardia, porque estos sin matón no son nada.Y el matón vino. No lo vi llegar, el macarra se me echó encima -tío valiente– por detrás y me hizo una llave de lucha libre llamada Master Lock, muy usada por los chulos de burdel, los camellos y los matones de dicoteca. Y me arrojó de manera violenta a la calle sin poder defenderme. Luego se inventaron una versión de agresión y molestias por mi parte, y ajustaron los falsos testimonios por si se me ocurría denunciar aquell atropello.  Resultado: un derrame sinovial en la rodilla izquierda y la clavícula dañada y mal soldada. De haber estado en Pamplona, habría presentado una denuncia, pero estaba de viaje. Me hizo daño.
El otro día vi a Lerdo de Tajada, con acolchado Barbour, sus Ray-Bans, sentadico en un banco, quietico, modoso, alelado, con un pie en el estribo, acompañado de un sudamericano que le hablaba como a un crío. No me alegré, pero no me entristecí ni sentí compasión alguna ¿Por qué motivo iba a hacerlo? Aquello fue una cobardía y una canallada. Cobardía por parte del matón que se me vino encima por la espalda y canallada por parte de los señoritos  a quienes les pareció bien que me hirieran, y por parte de la camorra que se montó entre clientes habituales aquella misma tarde, por si se me ocurría denunciar los hechos en comisaría, como bien sabe Javier del Coso. No se trata de ser honesto, sino de ganar la partida de tute, de beber en paz, mucho, todo lo que se pueda y si encima hay perica de por medio, mejor que mejor. Qué harían estos sin poder fundar el espeso nosotros, los barbis, del bar de la tribu.
El odio es mala concubina dice un proverbio árabe. No me importa confesar que lo tengo; ya no, para qué. Ni puedo perdonar  a quienes lo hicieron ni a quienes lo apludieron ni a quienes, no estando presentes, dan de los hechos una versión exculpatoria tanto para el matón como para los testigos y azuzadores, para cobrarse a cambio el barato de unos vinos gratis. Hay gente que vive y bebe de difamar, de desacreditar, del desprecio de casta y clase hecho rasgo de ingenio para amenizar tragos y sobremesas. Embusteros y matones, con título nobiliario (alguno), pero matones, por mucho que no se mojen las manos directamente, con aplaudir a quienes lo hacen basta, tramposos, gente taimada, repulsiva.
Iñaki Uriarte, de Bilbao, da otra versión falsa de lo sucedido –aplaudida por Antonio Muñoz Molina y otros–, confiesa haberse reído cuando se enteró de que me habían pegado y justifica plenamente la agresión a la vez que la minimiza. Algo asombroso que se comenta solo. Lo curioso es que lo da como algo sucedido en el año 2000 o en tal año escrito, lo que ya es de carcajada en un diarista. No logro explicarme cómo se puede comentar un hecho sucedido en el año 2005 como si hubiese ocurrido en el 2000, a no ser que sea con intención de fastidiar.
Pero bueno, magias o ilusionismos de la literatura azuzada por la mala intención al margen, el caso es que cuando cambia el tiempo, la clavícula me duele y me acuerdo, y como me acuerdo a fecha fija ni olvido ni perdono. Decir adiós es otra cosa, este lo es, una despedida,  pero no voy a callar lo sucedido para que solo corra su versión de los hechos. Antes me importaba que no me creyeran, ahora nada.
Item más: de la canallada que hizo correr uno de Carmona, en Sevilla, a través de Juan Lamillar y Jacobo Cortines, y de Manuel Borrás Arana que los encubrió a todos, hablaré otro día.
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De LIQUIDACIÓN POR DERRIBO, 15/12/2015

Tuesday, December 22, 2015

Victoriano Lorenzo: General de cholos libres y guerrillero invencible

Renán Vega Cantor


“Fue la tierra tu bandera; tu grito, la libertad; tu esperanza, la igualdad para la cholada entera”.
Carlos Francisco Changmarín
"El cholito que llegaría a General: Victoriano Lorenzo (para niños y jovenes)", Editorial Panamá, Panamá, 1986.


El 15 de mayo de 2013 se cumplieron 110 años del asesinato por parte del Estado colombiano, en estrecha alianza con la oligarquía colombo-panameña, liberal y conservadora, del líder popular y guerrillero cholo Victoriano Lorenzo. Este hecho fue uno de los eventos culminantes de la Guerra de los Mil Días (1899-1902), que se sellaría meses después con la separación del Istmo de Panamá, mediante una conspiración organizada directamente por los Estados Unidos y en la que participaron en forma activa algunos de los mismos que asesinaron a Lorenzo.

Infancia y juventud del León Coclesano
Victoriano Lorenzo nace en 1867 en la jurisdicción de El Cacao, distrito de Penonomé, provincia de Coclé, actual Panamá. Su padre es el gobernador indígena Rosa Lorenzo y su madre María Pascuala Troya; ambos pertenecen a la etnia Ngawbé, también conocida como Ngobe, que habita en bosques y en faldas montañosas del Istmo. Vive con su familia hasta la edad de nueve años, cuando es entregado por su padre al sacerdote jesuita Antonio Jiménez, para que sea instruido en la fe religiosa y con éste aprende a leer, escribir y contar, “privilegios” a los que sólo pueden acceder unos cuantos indígenas o cholos, como se les llama en Panamá. Al mismo tiempo oficia como acolito, cocinero y criado del cura. Cuando su protector religioso se traslada al Perú, Victoriano se va a vivir a la capital del entonces departamento de Panamá y para ganarse la vida se desempeña como barbero, carpintero, sastre y zapatero.
Años después, regresa a El Cacao, su región natal, en donde contrae nupcias en julio de 1890, con María Lorenzo Morán. En 1891 es designado regidor municipal, cargo que desempeña durante pocos meses, puesto que Pedro Hoyos —un regidor mestizo— lo agrede en varias ocasiones, e intenta encarcelarlo. Esta no es una animadversión personal solamente, sino una expresión del odio y el racismo que se prodiga contra los indígenas por parte de grupos de mestizos, lo cuales no pueden tolerar que Victoriano Lorenzo cuestione la imposición de contribuciones extraordinarias a los cholos. En una de esas agresiones, Victoriano reacciona en defensa propia y mata a Pedro Hoyos. Luego de este hecho, se entrega en forma voluntaria a las autoridades y es condenado a nueve años de prisión en el penal de Las Bóvedas, en Panamá. Como ha sido frecuente en la vida de importantes luchadores sociales, la cárcel se convierte en una escuela en donde aquél se dedica a leer y aprender diversos oficios.

La rebelión de los "montañeros"
En octubre de 1899 estalla otra guerra civil en Colombia, que repercute de inmediato en Panamá, por entonces un departamento de este desvertebrado país. Un grupo de liberales se insurrecciona, con la esperanza de derrotar al ejército conservador y poner fin a la Regeneración. Aunque en un principio se pensaba que iba a ser una guerra corta, termina siendo el conflicto más prolongado y sangriento de todos los que se vivieron en Colombia durante el siglo XIX, y dura más de mil días.
Cuando comienzan las hostilidades militares, Victoriano Lorenzo —que acaba de regresar de la cárcel a su tierra natal— se involucra en la guerra de manera casi accidental, cuando accede a una misión que le encomienda el dirigente liberal Belisario Porras, amigo de su padre y a quien había conocido años atrás en la ciudad de Panamá. El 14 de mayo de 1900 Porras le solicita ayuda para desembarcar un cargamento de armas en el puerto de Chame. Un grupo de veinticinco indígenas cumple con esmero el encargo y de esta forma el líder indígena se vincula al bando liberal, que sufre una estrepitosa derrota en el Puente de Calidonia, a las puertas de la capital, el 25 de julio de 1900.
Tras esa batalla, la pequeña tropa de cholos de Victoriano Lorenzo huye a las montañas de El Cacao, donde entierra las armas y se resguarda en la espesura del bosque. Las huestes conservadoras persiguen con saña a los liberales con la finalidad de destruir los restos del ejército Restaurador y requisar hasta la última arma que le pudiera quedar. El 18 de octubre de 1900, el ejército gubernamental ataca a mansalva el caserío de El Cacao, saquean, queman los ranchos y las cosechas, violan a las mujeres y desentierran algunos fusiles.
Si en un principio la participación de los cholos había sido limitada, luego de esta masacre se movilizan en masa, ya que 500 de ellos se unen a la revolución liberal y proclaman como general a Victoriano Lorenzo, al grito de “guerra, guerra”, mientras blanden al aire sus machetes. Victoriano Lorenzo invita a sus hermanos a unirse a las filas del ejército Restaurador con estas palabras: “Hay que levantarse contra los godos para vengar el ultraje y el honor de nuestras mujeres, nuestra hijas y castigar a estos ladrones y facinerosos, reivindicando nuestros derechos aunque sea cada cual con sus escopetas, machetes y flechas”i. Como ha sucedido con otros grandes luchadores sociales y militares en nuestra América, Victoriano Lorenzo también es producto de la injusticia, de la humillación y del crimen, porque con profunda indignación se levanta en armas, al frente de los montañeros, para combatir la barbarie de los conservadores, que han asesinado a sus familiares y amigos.
Con la entrada consciente de los cholos al conflicto –y ya no solo como carne de cañón, que era la forma tradicional como participaban en estas guerras civiles– se transforma el carácter de la guerra, puesto que ahora irrumpen las demandas sociales de indígenas y campesinos. También termina la guerra convencional, en la que las tropas liberales han sido derrotadas, y se inicia la guerra de guerrillas, con la que emerge otro tipo de militares en diversos lugares del país, por lo general campesinos de origen popular, como Avelino Rosas, el negro Ramón Marín, Tulio Varón y Victoriano Lorenzo.  
El cholo Lorenzo instala su cuartel en La Negrita, en Penonomé, donde rehace las diezmadas tropas liberales y desde donde ataca a las huestes del gobierno en los pueblos del interior y a lo largo de la línea del ferrocarril. Lorenzo organiza un ejército popular, al que se conoce como los “montañeros” o “guerrilleros de las montañas”, cuyos miembros se sienten atraídos por las promesas de tierra, libertad y exención de pago de diezmos y otros tributos, que le hacen los jefes liberales, como Belisario Porras.
Las tropas “andrajosas y analfabetas” de Victoriano atacan con astucia y determinación al ejército profesional de los conservadores, que no está acostumbrado a la guerra irregular, al que derrotan en cada batalla. El general que los comanda, que porta como distintivo un sombrero de paja con una cinta roja, es un excelso estratega de la guerra irregular, porque conoce el terreno metro a metro, sabe cuándo atacar en forma sorpresiva y organiza un sistema de espías y de correos que lo mantienen informado de los movimientos y acciones de sus enemigos. Además, las acciones de los cholos en armas no tienen una finalidad exclusivamente partidista sino un amplio contenido social puesto que se enfrentan a los latifundistas en la provincia de Coclé.
Mientras Victoriano gana batalla tras batalla crece su prestigio y popularidad entre los humildes del Istmo, junto con la envidia de otros generales “blancos” del bando liberal. Uno de ellos, Manuel Antonio Noriega, le exige que lo reconozca como máximo Jefe Militar. Ante este hecho, Lorenzo —que sabía que Noriega mantenía contacto con los conservadores—le responde con unas palabras plenas de verdad: “Estoy informado y he observado, General Noriega, que usted se está escribiendo cartas con el Prefecto de Coclé en Penonomé. Eso no lo creo correcto porque la pelea es peleando. Si a mí me cogen preso me fusilan y, en cambio, a usted, que es blanco y es amigo del Prefecto, no le pasaría nada. Por tal razón yo no puedo aceptar esta situación”ii.
Cuando arriban las tropas liberales del Cauca, comandadas por Benjamín Herrera, el panorama militar en el istmo ha cambiado a su favor y eso se debe a Victoriano Lorenzo, que casi de la nada ha rehecho el ejército Restaurador. En septiembre de 1901 se reorganiza el mando liberal y Victoriano Lorenzo es ascendido al rango de General, con el cargo de Jefe Supremo de las Operaciones Militares de la Revolución Liberal.
Una persona cercana al General Cholo ha dicho sobre sus cualidades como militar y ser humano que “Victoriano era extraordinariamente valiente, pero humilde, sencillo, astuto y honrado; de una inteligencia vivaz; sus instrucciones siempre fueron justas... No era un santo ni un criminal: era un hombre... Generalmente permanecía con los hombros encogidos, encapotado, como ese pajarito que hay en nuestros bosques y que llamamos “cocorito”; respetuoso de las demás personas, cortés para saludar, y se desenvolvía con soltura ante sus colegas militares. No era un hombre ilustrado..., pero sabía discernir, leer, escribir y pensar perfectamente bien... Tenía una extraordinaria intuición para calcular las acciones, reacciones y decisiones de las demás personas... Era un buen director de grupo…”iii.
A finales de 1902, cuando las tropas liberales se preparan para tomar las ciudades de Panamá y de Colón son sorprendidas con la noticia que ha terminado la guerra y que en el buque estadounidense “Wisconsin” se ha firmado un acuerdo de paz entre liberales y conservadores. No es casualidad que el pacto esté mediado por Estados Unidos, un país adverso a que los liberales ganen terreno en Panamá y que exige el cese de las acciones bélicas, porque éstas hacen peligrar sus planes de terminar el canal en el istmo. También se rumora con insistencia que el acuerdo de paz entre liberales y conservadores tiene clausulas secretas, no escritas, entre las cuales figura el arresto, juicio y ejecución de Victoriano Lorenzo.

“Cholo preso, Cholo ejecutado”
La guerra ha terminado en Panamá y en todo el territorio colombiano. Aunque se ha firmado un acuerdo de paz, los jefes conservadores quieren vengarse de los guerrilleros liberales. Cuando todavía está fresca la tinta del acuerdo firmado en el Wisconsin, los conservadores inician la persecución de los combatientes liberales a lo ancho y largo del país. Los que en el interior de Colombia no aceptan la rendición y quieren evitar una muerte segura se refugian en las selvas de piedemonte y otros se pierden en la inmensidad del territorio nacional. En Panamá, el objetivo añorado por los godos es el “guerrillero invencible”, Victoriano Lorenzo, no sólo por haber propinado duros golpes militares a las tropas del gobierno, sino porque se atreve a plantear demandas sociales, y, lo más preocupante, para conservadores y liberales, dispone de una importante base social de cholos, cada vez más radicales.
Las tropas liberales en Panamá cuentan con 7 mil efectivos que deben entregar las armas. En la Séptima División que dirige Victoriano se produce una insubordinación y un rechazo explícito al convenio suscrito. A Victoriano se le acusa de dirigir el motín y en forma inmediata se le detiene, aunque con la promesa de otorgarle un pasaporte para viajar al extranjero. Es encarcelado en un barco del gobierno y se le levanta un expediente amañado, con lo que se viola lo acordado en el Tratado de Paz, en donde se habla de una “amplia amnistía y completa garantía para las personas y bienes de los comprometidos en la actual revolución”, así como la “cancelación o anulación inmediata de todos los juicios o responsabilidades políticas…”iv.
Los mismos liberales, a los que ha conducido hasta el inminente triunfo militar, lo entregan al gobierno conservador. Así, Benjamín Herrera no duda en entregarlo a los generales Alfredo Vázquez Cobo y Víctor Salazar –los mismos firmantes del acuerdo del Wisconsin– con el argumento que sería juzgado en concordancia con el Tratado de Paz. Victoriano logra escapar del buque en que está preso en la nochebuena de 1902, pero es recapturado al día siguiente y se le encarcela en tierra. El gobierno central de Colombia y sus cómplices panameños entienden que esta es la oportunidad dorada para deshacerse del General Victoriano Lorenzo, al que acusan de no acatar el Tratado de Paz, mantener armas en su poder y haber realizado robos y asesinatos. Estas inculpaciones se sustentan en una interpretación amañada del segundo artículo del tratado, en el cual se estipula que la amnistía no cobijaría a aquellos que fueran juzgados por “delitos comunes”.
Desde el momento en que es detenido se inicia la persecución a su tropa. Los cholos se esconden en el monte, a la espera de recibir instrucciones de su conductor político y militar, pero éstas nunca llegan, porque Victoriano se encuentra incomunicado. Como resultado cunde el desespero entre sus hombres, quienes rápidamente se desmoralizan y se dispersan.
Con la orden de ejecutar a Victoriano, llega de Bogotá Pedro Sicard Briceño, Comandante en Jefe del Ejército del Atlántico y del Pacífico, el mismo individuo que años después, el 16 de marzo de 1919, será uno de los responsables de la masacre de artesanos en la capital. Y el Tribunal lo preside Esteban Huertas, otro individuo que pocos meses después demuestra su espíritu de felonía y traición, durante la “independencia de Panamá”. El 14 de mayo de 1903 se determina juzgar a Victoriano Lorenzo en un Consejo de Guerra. Las deliberaciones empiezan a las dos de la tarde y, en forma acelerada —algo poco frecuente en un país santanderista acostumbrado a la inoperancia de la justicia—, al otro día se dictamina la sentencia de muerte de valeroso General, tras declararlo culpable de cinco homicidios. Contra Victoriano Lorenzo se aplica tanto la venganza de raza (por ser cholo), como de clase (por encarnar los ideales de justicia y libertad de campesinos e indígenas). Los vencedores de Panamá deciden matarlo porque es un símbolo de rebeldía y para escarmentar a esos cholos que en la guerra han peleado dignamente y han puesto al orden del día sus demandas de tierra y libertad.
El asesinato “legal” se planea con toda la sevicia del caso, para humillar al líder popular y causar pánico entre la población humilde de Panamá. Se dispone que no sea fusilado de pie, sino sentado, para prolongar su agonía. Se le acribilla el 15 de mayo de 1903, en medio de una amplia concurrencia, a la que se le anuncia en voz alta a las cinco en punto de la tarde, como en el poema de Federico García Lorca: “Victoriano Lorenzo, natural de Penonomé, y vecino de Panamá, va a ser fusilado por varios crímenes. Si alguno levantase la voz pidiendo gracia o de alguna otra manera tratase de impedir la ejecución, será castigado con arreglo a las leyes”v.
Se improvisa como paredón un tablado en forma de cajón y en el centro se coloca un banco en el que es sentado el general panameño, en la plaza de Chiriquí, frente al Cuartel de las Bóvedas, el mismo lugar donde unos años antes había estado prisionero. Victoriano es atado a la silla y se le vendan los ojos con un paño negro. Los verdugos se alinean a pocos metros de distancia, mientras otros soldados, que sirven de escoltas, están preparados para propinarle un tiro de gracia si insinúa algún gesto de resistencia. Antes de su hora final, grita: “A todos los perdono, yo muero como murió Jesucristo”. Y no estaba equivocado, porque había sido traicionado vilmente por liberales y conservadores. Unas campanas anuncian la hora fatal y con un pañuelo blanco se da la señal para disparar. Los doce verdugos, que se encuentran a diez pasos de distancia, le hacen tres descargas seguidas y, sin fallar ni un solo tiro, incrustan 36 proyectiles en el menudo cuerpo del invencible general de cholos libres, de Panamá y de Colombia.
Después del asesinato no le entregan el cadáver a sus allegados y ni siquiera le conceden un entierro digno, derecho elemental de cualquier ser humano y sobre todo de quien ha alcanzado el rango de General en franca lid. Se le niega el ataúd que han traído algunos de sus seguidores y se le tira en una sucia y vieja carreta, como a un perro, vistiendo las mismas prendas con que se le ha fusilado. Sin ataúd, sin flores, sin cortejo, es lanzado a una fosa común. Pero antes se le pasea, como si fuera un trofeo y, para redondear la afrenta, en un recodo del camino el cadáver ensangrentado de Victoriano cae de la carreta a la tierra. Es evidente que se quiere intimidar y aterrorizar a la población panameña, y en especial a los pobres y humildes. Por esa razón: “Tarde en la noche, el cuerpo de Victoriano fue exhibido por las calles de Panamá como si fuera un animal fuera del Rastro (matadero de animales comestibles), con el claro propósito de aterrar a la población y trasmitir un mensaje inequívoco a los que intentan emular las enseñanzas del primer guerrillero latinoamericano del siglo XX”vi. Para completar la humillación posmorten, los asesinos oficiales lo entierran en una tumba sin lapida y al poco tiempo trasladan sus despojos mortales a otro lugar sin identificar.
En esa forma vil es asesinado el primer guerrillero latinoamericano del naciente siglo XX, con lo que se anticipa en forma dramática la suerte que correrán en el futuro Emiliano Zapata, Cesar Augusto Sandino, Ernesto el Che Guevara, entre muchos, y en Colombia miles de guerrilleros desde la década de 1950, entre ellos Guadalupe Salcedo. Todos asesinados a mansalva o a traición, como lo fue Victoriano Lorenzo.
En el momento en que es ejecutado Victoriano Lorenzo retumban en toda Panamá las palabras del coronel conservador Pedro Sotomayor, quien en 1900, en el momento en que se levantan en armas los indígenas, ha sentenciado con odio racista: “cholo preso, cholo ejecutado”.
¿Por qué asesinaron al invencible cholo?
La sangrienta Guerra de los Mil Días termina con la intervención directa de Estados Unidos, que impiden la victoria liberal en Panamá al oponerse a la entrada del Ejército Restaurador a la capital del departamento, con el pretexto de mantener la neutralidad. El país del norte quiere concluir, no importa los medios que deba utilizar, el canal interoceánico y someterlo a su control. Por esa razón obliga a los contendientes a firmar la paz a bordo del acorazado USS Wisconsin. La Pax Americana es rubricada por liberales y conservadores de Colombia y de Panamá, todos los cuales ven en el futuro Canal una fabulosa oportunidad de hacer negocios.
Ante este prometedor panorama, las reivindicaciones sociales de los cholos que dirige Victoriano Lorenzo —quienes han enfrentado a los terratenientes de Coclé y Veraguas— aparecen como una cuña que se les atraviesa en el camino a la oligarquía de arrabal. Para mantener sus privilegios de clase y de raza —cuestionados en la práctica por la gesta de Victoriano Lorenzo— la oligarquía de Panamá, políticamente bipartidista, decide acabar con la vida del general cholo y, de esta forma, liquidar el proyecto social y popular que éste representa.
En efecto, como lo relata el Teniente Coronel Juan José Quirós, secretario personal de Victoriano Lorenzo: “Nuestro General coclesano no hablaba de principios políticos ni liberales ni conservadores... Es la lucha de los campesinos recluidos en las montañas que sufren la carga de los impuestos (incluyendo diezmos y primicias), la escasez de alimentos y los ultrajes de las autoridades y de arrogantes oficiales militares”vii.
Los liberales han aprovechado el sentimiento antimilitarista y antilatifundista de las clases humildes de las zonas rurales, para enfrentarse militarmente a los conservadores. pero “cuando vislumbraron el reparto de las riquezas que podía generar la construcción del Canal por Panamá, abandonaron todo principio social y sepultaron to das las reivindicaciones sociales que les habían prometido a los indígenas”viii. Con la perspectiva del canal, de un lado, y con similares intereses de clase, del otro, los liberales y conservadores de Panamá, dos bandos enfrentados en la Guerra de los Mil Días, se unen contra los pobres del Istmo en un pacto antinacional, que se subordina de manera incondicional a los intereses del naciente imperialismo estadounidense.
Esos mismos oligarcas bipartidistas, seis meses después del asesinato de Victoriano Lorenzo consuman la separación del Istmo del territorio colombiano, para entregarlo en bandeja de plata como un protectorado a los Estados Unidos, país desde donde se fragua la pretendida independencia, como está documentalmente registradoix.
Y para los “próceres” de la separación de Panamá, los mismos que asesinan a Victoriano Lorenzo, en mutuo acuerdo con el gobierno central de Bogotá, este personaje aparece como un bandido cuyo nombre debe ser borrado de la historia para eliminar también el recuerdo de la lucha social y popular de los cholos que él encarna. Esta es la visión que se impone en la historia oficial de Panamá durante varias décadas, en la que se mancilla la vida y obra del invencible general de cholos libres, presentándolo como un simple bandido, mientras que los verdaderos bandidos, que vendieron el Istmo y el Canal a los Estados Unidos por un plato de lentejas, se pintan a sí mismos como “patriotas”, “próceres de la independencia” y hasta, lo que en este caso no deja de ser un mal chiste, con el mote de “nacionalistas”.
Cuando la literatura y la historiografía crítica de Panamá recuperan la figura de Victoriano Lorenzo y su importante papel como luchador social y encumbrado militar plebeyo, las élites panameñas intentan acoplar su figura como si fuera otro de los “independentistas” de 1903. En pocas palabras, en lugar de un luchador popular se le convierte en un aliado de los mismos que lo fusilaron en mayo de ese fatídico año y una vez domesticado su proyecto étnico y de clase, se le presenta como un simple “patriota”, de la misma calaña cipaya de los que se vendieron a los Estados Unidos.
Estas aseveraciones pueden rubricarse con los juicios emitidos recientemente por investigadores independientes y críticos de Panamá. Por ejemplo, Olmedo Beluche ha dicho al respecto en forma clara: “A Victoriano lo fusiló la oligarquía panameña que exigió su cabeza en el ‘Wisconsin’. Lo fusiló el partido conservador, dirigido por Amador Guerrero en Panamá. Lo condenó a muerte un tribunal militar presidido por Esteban Huertas. Lo entregó Eusebio A. Morales. Lo fusiló Estados Unidos porque podía poner en peligro el Tratado del Canal. Acallándolo callaban al pueblo”. Por su parte, Marco Gandasegui ha afirmado: “Los liberales triunfaron con las armas en Panamá durante la guerra civil de los Mil Días gracias a Victoriano. Fueron derrotados al final por la traición de quienes levantaron las banderas de los intereses antinacionales (contra los panameños y colombianos). La traición fue acoplada a la rápida expansión norteamericana que necesitaba —urgentemente— construir el Canal interoceánico por el istmo de Panamá” x.
En conclusión, sobre el cadáver de Victoriano Lorenzo se forja un acuerdo antinacional entre los liberales y conservadores de Panamá –con la complicidad de los del resto de Colombia–, quienes se unieron para entregar en bandeja de plata el Istmo a los Estados Unidos y crear un protectorado y un enclave imperialista que se mantuvo durante todo el siglo XX.

NOTAS:
i . Jacobo Alzamora, “Reminiscencias históricas de la Guerra de los Mil Días, por el comandante Jacobo Alzamora en los años de 1900-1902”, Boletín de la Academia Panameña de Historia, septiembre-octubre de 1982, No. 27-28, citado en Herbet George Nelson Austin, Victoriano Lorenzo en la historia de Panamá, Centro de Investigación y Docencia de Panamá, 2003, p. 93.
ii . Claudio Vásquez, Mis memorias sobre el General Victoriano Lorenzo. Relatos de viva voz del Tte. Coronel Juan José Quiroz Mendoza 1900-1902, ARTICSA, Panamá, 2003, citado en Olmedo Beluche, El Cholo guerrillero. Victoriano Lorenzo en la historia política panameña, Editorial Portobello, Panamá, 2010, p. 11.
iii . C. Vásquez V. op. cit., citado en Olmedo Beluche, “Hoy fusilan a Victoriano Lorenzo. Fue el primer guerrillero de las Américas”, en Mi Diario, mayo 15 de 2013. Disponible en http://www.midiario.com/2013-05-15/interior/hoy-fusilan-victoriano-lorenzo
iv . El texto del tratado se encuentra completo en Jorge Villegas y José Yunis, La guerra de los mil días, Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1979, pp. 298-301, la cita es de la página 299.
v . Ramón H. Jurado, Desertores, Ediciones de Cultura Hispánica, Madrid, 1999, p. 230.
vi . H. G. Nelson Austin, Cómo fue el fusilamiento de Victoriano Lorenzo, Centro de Investigación y Docencia de Panamá, Ciudad de Panamá, 2003, p. 8.
vii . C. Vásquez, op. cit., citado en O. Beluche, “Hoy fusilan a Victoriano Lorenzo…”, op. cit. 
viii . H. G. Nelson Austin, Victoriano Lorenzo… p. 175.
ix . Ver, por ejemplo, Ovidio Días Espino, El país creado por Wall Street. La historia no contada de Panamá, Editorial Planeta, Bogotá, 2003; Renán Vega et al., El Panamá colombiano en la repartición imperialista, Ediciones Pensamiento Crítico, Bogotá, 2003.
x . Olmedo Beluche, “Victoriano y la lucha indígena”, La Prensa, mayo 5 de 2012, disponible en http://www.prensa.com/impreso/opinion/victoriano-y-la-lucha-indigena-olmedo-beluche/89867 ; Marco A. Gandasegui, Victoriano Lorenzo: La pelea es peleando, en http://alainet.org/active/64047&lang=es

Renán Vega Cantor es historiador. Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional, de Bogotá, Colombia. Autor y compilador de los libros Marx y el siglo XXI (2 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998-1999; Gente muy Rebelde, (4 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 2002; Neoliberalismo: mito y realidad; El Caos Planetario, Ediciones Herramienta, 1999; entre otros. Premio Libertador, Venezuela, 2008. Su último libro publicado es Capitalismo y Despojo.

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Imagen: Victoriano Lorenzo fusilado en la plaza de Chiriquí

Monday, December 21, 2015

Volver a los viejos

JORGE MUZAM

A ratos me hundo en un pantano de precariedad. Cómo cuesta sobrevivir en este fin de mundo. Porque de comienzo no tiene nada. Días de sudor inútil disuelto en migajas. Tanto ir y venir para tan poco. Ni siquiera se trata de ferocidad capitalista o desprolijidad socialista. Es la condición humana la que entreteje los hilos de la injusticia y donde el exceso de ética actúa en contra de los que anhelamos cierta igualdad. Yunque de veinte mil libras adherido al espinazo que te hunde, que te ralentiza, que te agobia, y del que no puedes deshacerte. Mis letras se están quedando dormidas antes de ser escritas y eso no deja de preocuparme. Es como un stand by creativo. Todo ocurre en mi cabeza, a tiempo completo, pero no quedará registro de ello. La tierra se reseca en diciembre. Los saltamontes huyen de las gallinas. Las cerezas ennegrecen y resecan sin que nadie tenga tiempo de tomarlas. Ayer pasamos un mal rato. Casi un asalto a mano armada por una banda de lumpen proletarios dispuestos a todo. Una forma violenta de lucha de clases que reemplaza las antiguas formas. El resentimiento les salía por narices y orejas. Y en cierto modo tenían razón. La prepotencia empresarial no se ha actualizado a los tiempos que corren. Provoca y humilla sin reparar en las consecuencias. Y esta juventud obrera, casi analfabeta, anárquica, indolente, banalizada con chatarra capitalista, no es más que una plaga de flojos engreídos que te escupen en la cara sus derechos mientras se liman las uñas y escuchan reggaetón a todo volumen. Debes volver a los viejos para encontrar tenacidad, honor y respeto. O al menos para mover la pala de un sitio a otro.

Fotografía: Tina Modotti, Manos de campesino.

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De CUADERNOS DE LA IRA, blog del autor, 15/12/2015

Friday, December 18, 2015

Manual universal de nacionalismos

Alfredo Grieco y Bavio

En tiempos avaros para el estudio y la lectura, la muerte del autor conocido por un solo libro impacta más que la de otros cuyos títulos vacilamos antes de citar. En el caso del historiador británico Benedict Anderson, que murió en su sueño la noche del sábado en un hotel de Yakarta, ese libro es además un manual. Los dos centenares de páginas de Comunidades imaginarias: Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (1983), sin agotadoras bibliografía ni notas al pie, fueron publicadas en la última década de la Guerra Fría, y pronto traducidas (al español, por la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica, que sabe planificar sus títulos y sus traductores). Con la caída del Muro, la guerra de Yugoslavia en Europa, el fin de la URSS, los procesos que todavía continuaban en África y Asia de formaciones estatales post coloniales, con el fin de las dictaduras en América Latina, Corea, Taiwán, Filipinas y parte del sudeste asiático, el tema y su planteo resultaban particularmente oportunos. Pronto se volvió llave maestra para entender los programas fundacionales de nuevas naciones y las refundaciones, con énfasis nacionalista, de gobiernos que buscaban el voto popular en nuevas democracias que antes había sufrido a Washington o a Moscú.

Un plan simple
No se puede reprochar a una obra didáctica el ser limpiamente pedagógica, ni a una declarada simplificación el simplificar sin excusas ni desaliento. Anderson fue todavía más allá, y acaso eso explique la preferencia de tantos enseñantes por su libro de texto. Comunidades imaginarias permitía, fotocopiados algunos capítulos, tanto interpretar con trazos gruesos pero firmes la revolución rioplatense de mayo de 1810 en una clase de historia del colegio secundario argentino, como, leído todo el libro, proponer investigaciones de largo aliento, en cualquier país latinoamericano (o del Tercer Mundo o del ex segundo mundo) sobre los abundantes programas nacionalistas escalonados en sus historias nacionales. La abundancia o riqueza de materiales se debía al gran número de esos programas, y si eran tantos es porque eran muchos los fracasos.

Decir antes que hacer
En consonancia con un giro lingüístico vivido desde los '60 en la Historia y en las Ciencias Sociales, con una nueva atención, desviada de la historia política y militar, que se prestaba a las instituciones, imaginarias o no, y a la circulación social de las ideas y de las construcciones discursivas, Anderson, casi sin aviso, no sólo había focalizado según estas nuevas perspectivas el repertorio de respuestas a un problema, sino que había restringido drásticamente, de antemano, su tema. 
En el siglo XIX, en Europa, con el fondo de la desgarradora Guerra franco-prusiana, el historiador Ernest Renan podía preguntarse (y responderse), en un muy breve volumen también programático, Qué es una nación. El tema de Anderson es más escueto: le interesa saber qué constituye un proyecto nacional (la comunidad imaginada de su título), qué elementos no han de faltar en nuestra lista si queremos caracterizar adecuadamente uno: el Uruguay de Battle o del Frente Amplio, la Turquía de Atatürk o de Erdogan, la Argentina de Rosas y/o de Yrigoyen y/o de Perón, el Brasil de Vargas o de Fernando Henrique Cardoso o de Lula, el México de Porfirio Díaz o de Cárdenas, la China continental de Mao o la insular de Chang Kai-shek, la Indonesia de Sukarno o de Suharto. Como surge de esta sola lista ejemplificativa, la democracia no es condición ni necesaria ni suficiente para configurar programas nacionales de relativa estabilidad y eficacia. 

China ataca Kamchatka
El conjunto de requisitos para que el proyecto nacionalista pueda definir una nación, son conceptuales y simbólicos, y ese programa puede identificarse como tal, más o menos cristalizado,  con prescindencia de las comunidades reales que pocas veces detienen sus imaginaciones y con independencia del buen éxito de ese programa para encarnarse en una constitución política sustentable en el concierto internacional. La yuxtaposición geográfica de eso proyectos puede dar un mapa con países como los del juego del TEG o provincias como las de El Estanciero. La nación es una comunidad política imaginada como limitada y soberana: las naciones no son la toma de conciencia de un pueblo con una historia en un territorio. Al contrario, el nacionalismo crea o imagina a las naciones: antes, estas no existían. Las imagina como limitadas: el nacionalismo no tiende al Estado mundial. Para eso, crea su territorio, imagina sus límites y fronteras. Conflictos nacionalistas surgen del choque de imaginaciones físicamente incompatibles: el Chile decimonónico imaginaba que era chileno el mar boliviano, y se lo quitó en la Guerra del Pacífico. Se imagina como soberana: en ese territorio, la comunidad tiene y ejerce el monopolio del poder sin interferencia mayor de naciones connotadamente extranjeras.

No más caras, no máscaras
Acaso lo más importante, la comunidad imagina cómo es. No lo puede constatar: siempre es más extensa la nación que una aldea donde todos se conocen cara a cara. Cuál es su lengua, su raza, su religión (o puede imaginarse como laica y ciega a diferencias étnicas), cuál es su canon artístico y literario que ha de patrimonializarse en sus bibliotecas y museos, cuáles son sus símbolos patrios y sus héroes y villanos, qué historia y qué documentos han de archivarse, cuál es el mapa que define. No ha de pensarse que se trata de sacralizar u organizar lo dado: ya Renan decía que para que haya naciones es fundamental el olvido. Para el Paraguay, el guaraní es desde siempre una lengua nacional; Bolivia tuvo que esperar al gobierno de Evo para que la comunidad imaginada hiciera suya al quechua o al aymara, que recién desde 2009 son tan bolivianas como el español de los conquistadores. Hay que decir que Anderson -otro motivo de su éxito- simpatiza con las naciones que imaginan las comunidades: si no son caras, tampoco son falsas máscaras. Porque estas comunidades se imaginan, justamente, como comunidades, con la igualdad de un mundo donde nadie es más que nadie, pero aún, y sobre todo, con una fraternidad que nos permite extender el brazo a hermanos y hermanas desconocidos, y aun morir y matar por ellos. Benedict Anderson, hermano de Perry, un historiador más célebre, fue toda su vida un "indonesista", tal vez el mayor del siglo XX, y como tal informa su muerte el Yakarta Times. El periódico de la capital de Indonesia fue informado por Wahyu Yudistira, hijo adoptivo –indonesio- del historiador, y que estaba con él en el hotel. Publicó muchos libros, pero estudiantes e investigadores lo recuerdan por Comunidades imaginadas. La desaparición del autor del libro de texto con el que tantos estudiamos algo alguna vez marca un desplazamiento, un cambio de época. Comunidades imaginadas no es por cierto un libro insustituible, pero no había sido, hasta ahora, sustituido. «
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De TIEMPO ARGENTINO, 18/12/2015 

Thursday, December 17, 2015

Robinson Crusoe en París (y a su pesar)

JAIME FERNÁNDEZ

"Cuando me despierto, tengo la boca abierta. Tengo los dientes pastosos; cepillármelos por la noche sería lo mejor, pero nunca me encuentro con ánimos para hacerlo”. Así empieza la novela Mis amigos, que el escritor francés Emmanuel Bove (1898-1945) publicó en 1924, protagonizada por el joven excombatiente de la Primera Guerra Mundial, Victor Bâton, quien en poco más de cien páginas le cuenta al lector sus tentativas frustradas por entablar relaciones amistosas con hombres y mujeres más o menos de su edad en el París de los años veinte. Esa primera frase anticipa el tono irónico de la novela y de la voz narradora, ya presente en el propio título, puesto que al final Mis amigos resulta ser Mis no-amigos.
Al contrario que tantos exsoldados que lucharon en la guerra de 1914, Victor Bâton apenas alude a la experiencia en el frente, por más que conserve la costumbre cuartelaria de presentarse ante los desconocidos mencionando primero su apellido y luego el nombre. Su relato se ciñe a la realidad cercana e inmediata y a la única preocupación que le perturba: romper el cerco de soledad por el que se siente agobiado. 
Se trata de una preocupación estrictamente privada, sin un aparente interés social, y muy alejada de aquellas que la mayoría de los escritores de la época plasmaban en sus obras. También el lenguaje en el que se expresa el personaje destila un tono íntimo y carente de retórica. Esta novela no es apta para lectores familiarizados con relatos de aventuras escritas en un lenguaje sonoro.
El héroe de Mis amigos es un perfecto antihéroe, contemporáneo de Charlot, Buster Keaton y Harold Lloyd. Solitario, tímido, “alto, sentimental e indolente”, bordea la marginación. Hasta su apellido suscita la burla en quienes lo escuchan por primera vez, algo a lo que ha terminado por acostumbrarse. Bâton significa “bastón”, palo de madera, y en francés existe una locución, “Mener une vie de bâton de chaise”, que puede traducirse como llevar una vida desordenada, agitada, de placeres y libertinaje y que, por tanto, dispone de medios para permitírsela.
Como antiguo combatiente vive pobremente desde hace tres años en Montrouge, un barrio modesto de París, alojándose en la habitación de la sexta y última planta de un hotel de mala muerte, situado en una calle de la que no nos revela su nombre. Su único sustento proviene de la pensión que percibe del Estado por una invalidez en la mano izquierda sufrida en la guerra. 
No se le conoce familia ni amistades. Tampoco tiene una amante estable. Exceptuando su reciente experiencia bélica, no comenta nada de su pasado. No trabaja ni se preocupa de buscar un trabajo que se adapte a su invalidez. Es un hombre sin oficio ni beneficio. Lo más parecido a un bohemio.Su único afán se limita a preservar su independencia a costa de vivir en la pobreza, como él mismo reconoce. Y buscar amigos por las calles de París.
Victor se revela como un narrador extraordinario, que relata sin escatimar detalles dónde vive, el cuarto de la pensión, la calle, las tiendas y cafés por los que pasa a diario, quiénes son sus dueños y las cinco personas con las que entabla una relación superficial. Sólo sabemos que se expresa maravillosamente, con frases cortas, en un estilo tan sencillo que ni siquiera parece estilo, con una prosa seca y carente de pretensiones literarias.
En esa prosa transparente las palabras no se interponen entre el narrador y la realidad de la que escribe –las personas, las cosas y las sensaciones que le suscitan. No estorban, al contrario de lo que observamos en tantas novelas pretenciosas. Desempeñan su función con una modestia ejemplar. Su autor evita hacerles sombra en todo momento, deja que hablen, que cuenten lo que tienen que contar. Por eso no sobra ninguna y el lector las lee todas, con la misma atención que puso su autor al escribirlas. No sólo nos permiten ver la realidad que describe el personaje con precisión milimétrica, sino escucharla, olerla y hasta palparla. 
Mediante la simple lectura podemos traspasar la piel invisible del lenguaje y penetrar en las cosas, como si estuviésemos en el pellejo de Victor Bâton, mirando con sus ojos, escuchando con sus oídos y oliendo con su nariz. Mientras lee Mis amigos el lector emprende una excursión por las calles del París de entreguerras, por los cafés y bares que visita el personaje, las tiendas, una panadería, una lechería, el quiosco de prensa, las terrazas de los alrededores de la Madeleine, un comedor público, una farmacia, un prostíbulo, unos baños públicos, un viaje en el tranvía bajo la lluvia matutina, la fábrica del señor Lacaze, el hostal de Louise Billiard, los muelles del Sena, la estación de Lyon, las farolas de gas y las sombras móviles de los paseantes estampadas en las paredes. Bâton observa y siente con nosotros y para nosotros. Donde está él, también está el lector.
La estructura de la novela es simple. Cada uno de sus cinco capítulos está dedicado a las dos mujeres y a los tres hombres con los que entabla una relación. Los “amigos” a los que alude Victor son un tipo abrupto y reservado, que no se sabe muy bien de qué vive y que tiene una amante coja; una tabernera físicamente poco agraciada con la que se acuesta una sola noche a petición de ella, sin que el asunto vaya a más –la mujer parece desconfiar de él, pese a ser un cliente asiduo de su taberna; un marinero llamado Neveu a punto de arrojarse al Sena, pero que de pronto “resucita” ante el billete de diez francos que le regala Bâton, al que termina conduciendo a un prostíbulo; el industrial Jean-Pierre Lacaze, un benefactor casual que lo deja plantado, tras enterarse por su hija de que Victor la había estado esperando a la puerta del Conservatorio, y, por fin, una bailarina desengañada. 
A Bâton no le importa reconocer que necesita a los demás, que la soledad le pesa, porque, al contrario que los fuertes que la buscan, él es débil.
“Cuando se deambula durante todo el día, sin hablar, uno se siente cansado por la noche en su habitación”.
Le fatiga tener que cargar todo el tiempo con el Yo. Será por ello que prefiere verse reflejado en los escaparates de las tiendas antes que en los espejos y mirarse de perfil en un segundo espejo, como los que hay en los cafés. O que de pronto piense cuánto cambia todo sin uno. De ahí su necesidad de salir a la calle con el único propósito de conocer a alguna persona. Nada de quedarse en la habitación del hotel, como una flor de invernadero.
La convivencia forzada con ese Yo pegajoso le empuja a la búsqueda incansable del Tú, una persona con la que franquearse. Pero no sólo desea intimar con otros, abrirles su corazón y que le correspondan de manera similar, sino ocupar un lugar en el mundo, dejar de ser un átomo perdido en la muchedumbre de la ciudad (“Las aglomeraciones en la calle me provocan siempre aprensión”). Ocupar un lugar en el mundo significa pertenecer a él, estar arraigado, echar raíces. Necesita la amistad para ser alguien. Mientras continúe solo será nadie. No aspira a emular a Robinson Crusoe en una ciudad llena de gente.
Las relaciones con los demás moldean nuestra identidad. Por eso los necesitamos. La soledad es tolerable cuando, gracias al diálogo con otro, podemos dialogar con nosotros mismos. Pero se torna enojosa cuando los lazos con los demás se quiebran y, en consecuencia, el diálogo con uno mismo se encalla también en el mutismo estéril y asfixiante. 
En Europa la modernidad estalló a partir de la Primera Guerra Mundial, con el auge de las masas en las ciudades, la decadencia de la vieja burguesía, el derrumbe del clan familiar, la revuelta de los hijos contra los padres y el ascenso de la juventud en detrimento del paternalismo autoritario de épocas anteriores, y junto a todo ello, el aislamiento del individuo. Era como si un extremo atrajese al otro. A más masificación, más aislamiento. En la sociedad de los individuos todo el mundo huye de la individualidad por miedo a no parecerse a nadie.
En Mis amigos Bâton menciona al dueño de un pequeño bar que no hace más que quejarse de la mala racha del negocio. Le gusta recordar el año 1910, cuando las personas eran “más honestas y sociables”. Entonces se podía prestar crédito y “uno se interesaba por los problemas sociales”. ¡Qué lejanos parecían en los años veinte los tiempos de la guerra del 14! 
En la década del los “felices veinte” un candidato seguro al desarraigo social era el antiguo soldado que combatió en la contienda y que, por razones diversas, como la mutilación física, tenía dificultades para reincorporarse a la normalidad de la vida civil. En la Alemania de Weimar muchos de éstos hallaron un refugio seguro en las formaciones políticas y paramilitares de extrema derecha que proliferaron al calor de la humillante paz de Versalles. En Francia, Inglaterra e Italia numerosos excombatientes buscaron una sombra en la militancia en partidos obreros de masas que, estimulados por el éxito de la Revolución soviética, experimentaron un auge extraordinario. Lo cierto es que para la mayoría de ellos el retorno a la vida civil no fue fácil.
El aislamiento del individuo, su desarraigo del entorno familiar y desapego del grupo social de origen tuvo su reflejo en la literatura en la novela del Yo, en la que el protagonista, normalmente un urbanita, narra sus pequeñas vicisitudes del presente. Este tipo de ficción contrastaba con la novela coral característica del siglo XIX, en la que una voz omnisciente refería las peripecias de los distintos personajes en torno a una acción principal ocurrida en un tiempo pasado.
La novela precursora de esta nueva narrativa fue Hambre (1890), de Knut Hansum, en la que su protagonista es también un joven con vocación de escritor que describe minuciosamente las sensaciones psicofísicas que le produjo una experiencia límite como es el hambre durante la época en que residió en Christiania, la antigua capital de Noruega. Pero así como Victor Bâton se echa a la calle en busca de amigos, el anónimo héroe de Hamsun deambula en busca de sensaciones, con una autosuficiencia irritante, como si estuviese encerrado en una burbuja que lo separa del mundo exterior. 
Quizá lo más novedoso de estas historias es que el narrador, en lugar de centrarse en un episodio significativo de su vida, describe las sensaciones, intercaladas con los correspondientes pensamientos, que le suscita una experiencia muy personal, difícilmente compartible, aunque, como le sucede al personaje de Mis amigos, no le quede otra alternativa que intentar compartirla.  Es como si se observase a sí mismo y a la realidad inmediata con un cristal de aumento. Victor tiene un ojo avizor para las cosas pequeñas y cercanas, las más difíciles de apreciar en su justa medida y que, por habernos acostumbrado a mirar todos los días con los mismos ojos, perdemos de vista.
A diferencia del flâneur, que  callejea sin rumbo, sólo para mirar, captando las impresiones que le producen las las cosas y las personas que se cruzan en su vagabundeo anónimo entre las multitudes también anónimas, Victor Bâton sale de casa para encontrarse con un acontecimiento que cambie su vida. Incluso lo espera cuando vuelve. Pero, desgraciadamente, ese acontecimiento no acaba de llegar (“Se me da una limosna y luego se huye de mí”). Cuanto más se empeña en buscarlo, más se alejan las posibilidades de que se cruce con él.
El lector intuye que su propósito está destinado al fracaso. Que fracasará en todas sus tentativas de granjearse la amistad y el amor de personas desconocidas, como fracasa la inmensa mayoría de quienes juegan a la lotería. La suerte sólo está reservada para unos pocos y él no figura en ese club exclusivo.
Victor es de la misma estirpe que los jóvenes de las novelas de Robert Walser y Kafka. Sensibles, imaginativos, inteligentes y sedientos de amistad y amor, no encuentran un lugar en el mundo porque no se adaptan a sus reglas que les resultan cuando menos indescifrables. Se tiene la impresión de que les tranquilizaría que hubiese unas normas claras que se pudieran aprender –y ellos serían los primeros en aprenderlas- y que si se aplicaran con rigor deberían conducir al objetivo anhelado. Pero no, en este mundo no hay reglas, los designios del destino influyen más de lo que pensamos y la imaginación, a la que hacemos trabajar sin tregua a nuestro favor, se muestra impotente ante las dimensiones inhumanas de la realidad. 
El verdadero club de Victor –un nombre inoportuno para un experto en derrotas- es el de los fracasados reincidentes, que no pierden la oportunidad de fracasar, puesto que eso es lo que les aguarda cada vez que se embarcan en una nueva tentativa para satisfacer sus infatigables expectativas.
Aun así, no pierde la esperanza de encontrar amigos de verdad. Sus desafortunadas experiencias no han podido con ella. No todas las personas son iguales ni pueden serlo. Alguien que como él observa con precisión la realidad más cercana tiene que permanecer inmune a la tosca y cómoda costumbre de generalizar. No, él sólo piensa en personas, y cada una de ellas le parece única. Por simple que sea, seguro que es poseedora de algún rasgo peculiar que la singulariza. No ha tenido suerte con aquellos a los que ha conocido, pero eso no significa que no vaya a tenerla en cuanto vuelva a intentarlo. 
El problema es que su aspiración de parecerse a todo el mundo, de ser un tipo normal, con amigos y una amante fija, choca frontalmente con su imaginación, la loca de la casa que siempre va por libre, conduciéndose no sólo al margen del mundo real sino incluso de la voluntad racional del sujeto. Al contrario que en el intrincado universo de las relaciones sociales, la imaginación es el único lugar en el que Bâton se mueve como pez en el agua, aunque deba reconocer su impotencia a la hora de confrontarla con la realidad:
“Mi imaginación crea amigos perfectos para el futuro, pero, mientras tanto, tengo que conformarme con cualquier cosa”. 
Quizá si no se anticipase a los hechos con la imaginación, para así acoplarlos a sus placenteras ensoñaciones, la realidad y el deseo al fin encajarían felizmente. Él mismo es consciente de ello cuando confiesa que “por mucho que me proponga no hacer suposiciones, mi imaginación toma siempre la delantera”.
No resulta casual que la única vez en que se cruza con alguien que se interesó por él fuese en la estación de Lyon, a la que acudió sin un propósito concreto, para dar una vuelta. Ese alguien era un viajero, el industrial Jean-Pierre Lacaze, que se bajó de un tren portando una maleta y que al verlo sin nada que hacer y vestido con ropa de pobre le rogó que le llevase la maleta. En aquella época de depresión económica y laboral era frecuente que jóvenes de ambos sexos sin recursos acudieran a las estaciones de tren para ganarse unas monedas llevando las maletas de los viajeros al taxi. 
Sin embargo, él no había acudido a la estación para llevar la maleta de nadie, sino solamente para mirar e imaginar. Después de todo, las estaciones de tren son el lugar ideal para una imaginación como la suya, en constante ebullición.
La otra cara del relato del Yo es la carga de subjetividad, que obliga al lector a desconfiar del discurso unilateral del narrador, en el que faltan las versiones de los personajes a los que involucra en su historia personal. Aparentemente la lectura de Mis amigos nos lleva a compartir con Bâton que la causa de su infructuosa búsqueda de amigos reside en las personas con las que ha intentado entablar amistad, no en él. Pese a lo convincente de su relato, carecemos de los testimonios de esas personas, o sea, los supuestos responsables de sus fracasos. No sería la primera vez que un narrador de las características de Bâton expresa un deseo -en este caso forjar amistades- mientras en lo más recóndito de su fuero interno acaricia otro opuesto.
De hecho, como él mismo deja entrever al afirmar al final de la novela que la soledad es hermosa cuando se la escoge y triste cuando es impuesta durante años, su relación con ésta no es de dirección única, sino que está impregnada de ambigüedad, de un quiero y no quiero.  A la luz de esta ambigüedad cabe preguntarse si la revelación de sus fallidas tentativas de hacer amigos no será una justificación, más ante sí mismo que ante el lector, con la que habría tratado de velar su oculto deseo de vivir independiente de los otros, de no necesitarlos, de prescindir de ellos, derivando a las cinco personas con las que estableció cierto vínculos la responsabilidad por su frustrado afán de intimar con ellas y, por tanto, de salir de sí mismo. En otras palabras, si con su confesión habría tratado de quitarse de encima el sentimiento de culpa por desear la soledad, culpando indirectamente a los demás de rechazar la aparente amistad que les ofrecía. Todo puede ser, como diría Don Quijote. 
Pero ¿quién fue el autor de Mis amigos? Emmanuel Bove, pseudónimo de Emmanuel Bobovnikoff, nació en París en 1898, en pleno apogeo del “caso Dreyfus”. Su padre, del mismo nombre que él, era un exilado ucraniano de origen judío, sin empleo ni domicilio fijo, y autor de un diccionario de francés-ruso para los compatriotas que viajaban a París. Su madre, la luxemburguesa Henriette Michels, trabajaba de criada en casas de familias burguesas de la capital.
La infancia de Bove transcurrió en París, Ginebra e Inglaterra y estuvo marcada por la inestabilidad, oscilando entre el lujo y la miseria, a merced de las rachas de fortuna de su padre. Regresó a París en 1916, donde vivió en condiciones precarias, trabajando en diversos oficios: conductor de tranvías, camarero, obrero en una fábrica de la Renault y taxista.
En 1917 fue arrestado por vagabundo (y por su apellido, que a la policía parisina le pareció sospechoso), permaneciendo tres semanas preso en la cárcel de La Santé. A los veinte años, en abril de 1918, fue llamado a filas, pero cuando su regimiento iba incorporarse al frente se firmó el armisticio que puso fin a la guerra. 
Tras contraer matrimonio en 1921 con Suzanne Vallois, una maestra hija de unos pequeños propietarios de Epernay, se trasladó a las afueras de Viena, donde la vida era más barata. Allí sobrevivió a duras penas junto a su mujer publicando novelas populares, “a cien líneas la hora, 800 líneas por día”, que firmaba con los seudónimos de Emnanuel Valois (con una sola “l”) y Pierre Dugast, y como periodista de sucesos.
Con la publicación exitosa en 1924 de Mis amigos, a instancias de Colette, que leyó la novela fascinada por la sequedad de su prosa, comenzó un período de fecunda producción literaria. En una de las pocas entrevistas que concedió a la prensa comentó que lo difícil en la escritura de una novela consiste en pasar del análisis de los sentimientos a su exposición:
“Cuando un personaje sale de su casa para ir al peluquero, la escena sólo se justifica si ilumina el carácter del personaje. Creo que las escenas en las que los personajes viven, actúan, deben ser escasas. En resumen, los temas no existen; sólo importa lo que se siente. Por ejemplo, percibo muy vivamente la falta de acción, que será la acción de mi libro”. 
Ante los reproches que se le formularon por pintar un universo sombrío, aunque aliviado por vetas de humor e ironía, respondió que "un pesimista es un individuo que vive entre optimistas".
Alejado del gran juego de la intelectualidad francesa de la época y de los bandos, como ha dicho de él Cees Nooteboom, cuando en 1927 su editor le pidió que le enviase un currículum vitae, respondió que
“lo que usted me pide es superior a mis fuerzas por múltiples motivos, el más importante de los cuales es una timidez que me impide hablar de mí mismo. Todo lo que pudiera decir parecería falso. Sólo mi fecha de nacimiento es verdadera”.
Padres de dos hijos, Bove se separó de su esposa Suzanne. En 1930 se casó con Louise Ottensooser, una joven perteneciente a la burguesía judía. Ese mismo año recibió el sustancioso premio Figuière de Literatura, gracias al cual pudo saldar sus deudas y vivir con cierta holgura económica. 
Durante la Ocupación alemana se negó a publicar ninguna obra. En 1942 abandona Francia con su esposa, instalándose en Argel, donde escribe sus tres últimas novelas que serán publicadas después de la liberación: Départ dans la nuit (1945), Non-lieu (1946) y Le piège (La trampa, traducida al castellano en Pasos Perdidos), en la que se anticipó en más de medio siglo a la espinosa cuestión del colaboracionismo con el régimen nazi en Francia. En su exilio en Argelia contrajo la malaria. A su regreso a Francia, al terminar la guerra, muere en París en julio de 1945, a los cuarenta y siete años. Está enterrado en el cementerio de Montparnasse, en la capilla funeraria de la familia Ottensooser. 
Después de su muerte sus libros y su nombre cayeron en el olvido, siendo sólo recordado por un puñado de admiradores. Pero a partir de los años ochenta, y gracias al empecinamiento de algunos de sus lectores más fervientes, su obra completa se reeditó en Francia con el aplauso de la crítica. Sus novelas empezaron a traducirse.
Por fin, el mayor de los autores franceses desconocidos, como lo calificó Samuel Beckett, dejó de ser un desconocido. Desconocido pero reconocido por escritores consagrados como el propio Beckett, quien dijo que nadie como Bove ha tenido un sentido tan agudo del detalle, o Albert Camus. Tras la lectura de Mis amigos, Rilke le rogó a su traductor Maurice Betz que le concertara una cita con aquel joven escritor de veintisiete años. 
André Gide anotó en su Diario que Bove era “un hombre luminoso y oscuro a la vez, una especie de santo tallado que, pese a estar en la parte más sombría de la iglesia, se hace visible”. En 1928 Max Jacob le comentó que tenía la impresión de verse retratado en Mis amigos, destacando de las dos novelas que acababa de leer su “poder de evocación, la elección de detalles significativos, la verosimilitud de los caracteres, a un tiempo minuciosos y sobradamente humanos, resultando más atractivos que una intriga balzaquiana o que un drama a lo Dostoyevski”.
En la tarea por rescatar a Bove del olvido destaca la contribución de Peter Handke, quien lo tradujo al alemán. El redescubrimiento se completó con la publicación de la biografía por Raymond Cousse y Jean Luc Bitton titulada Emmanuel Bove, la vida como una sombra. Además, el cineasta francés Jean-Pierre Darrousin estrenó en 2006 una excelente película basada en su novela Le Pressentiment, publicada en 1935.
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De EN LENGUA PROPIA, 20/10/2015

Imagen: Emmanuel Bove