Wednesday, October 3, 2018

Alicia en el País de las Pesadillas


JAIME FERNÁNDEZ

Los hábitos nos identifican. Somos lo que somos por ellos. Su función es comparable a la del estribillo que aparece al final de la estrofa del poema y que sirve para recordar el motivo principal de éste y dotarlo de unidad. Según Aristóteles, las costumbres conforman la segunda naturaleza del ser, dejando incluso su marca en el rostro. Proust decía que las facciones de nuestra cara son simples gestos que, en virtud de la costumbre, han llegado a ser definitivos. Pascal fue más lejos que el Estagirita al afirmar que las costumbres son la única naturaleza que tenemos: forjan las creencias sin necesidad de argumentar.

El hábito sí hace al monje, por más que el refrán diga lo contrario para remarcar que a una persona no se la puede juzgar por su apariencia. Los religiosos de ambos sexos toman los hábitos cuando se consagran a Dios. Ese hábito que visten todos los días del año los distingue de los profanos, que usan ropas variadas, de diseños y colores distintos. Si lo vistieran solamente unos cuantos días ya no sería un hábito y, por tanto, tampoco un elemento determinante para identificarlos.

Desde el momento en que nos habituamos a algo por el uso diario, como calzar unos zapatos, llevar un reloj o una joya, lo incorporamos al catálogo de propiedades personales. Hasta la mesa que ocupamos en la oficina la consideramos nuestra por el simple hecho de que todos los días trabajamos en ella, aunque sepamos que pertenece a la empresa y que algún día, cuando abandonemos ese puesto de trabajo, será ocupada por otro empleado. Los inquilinos de una casa saben que por ley ésta no es suya, pero la costumbre de vivir entre sus paredes durante un periodo largo hace que, en la práctica, se sientan más propietarios de ella que su dueño legítimo, quien probablemente apenas la haya pisado en su vida.

A las personas se las conoce por sus hábitos. Una cuestión distinta es la simpatía o la antipatía con que los percibamos. En principio un individuo de costumbres fijas ofrece más confianza que otro en el que no las apreciamos, como si careciese de ellas. Al observar sus hábitos, creemos conocerlo mejor.

Un ejemplo de la influencia del hábito en la formación de la identidad es Archibaldo de la Cruz, protagonista de la película de Luis Buñuel Ensayo de un crimen o La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, inspirada en la novela policíaca del escritor mexicano Rodolfo Usigli Ensayo de un crimen.

Cuenta la historia de un hombre inofensivo, perteneciente a la alta burguesía, muy educado y culto, al que, sin embargo, le aflige un sentimiento de culpa: cree que en su infancia mató a su institutriz porque la mujer murió por una bala perdida al asomarse a la ventana de la casa, alertada por los disturbios revolucionarios que se desarrollaban en la calle. Unos minutos antes la mujer le había contado al niño que la caja de música que le había regalado su madre perteneció a un rey y que ésta tenía poderes mágicos para hacer morir a los enemigos de su dueño.

A raíz de de este incidente, Archibaldo está convencido de que fue él quien mató a la institutriz, que le reñía a menudo por no hacer sus deberes escolares, utilizando como arma homicida la caja de música, origen de sus instintos criminales. Desde entonces teme desear la muerte de las mujeres que pasan por su vida y que por alguna extraña circunstancia acaban muriendo. Al menos eso es lo que él imagina. De esta manera se convierte en un asesino imaginario, en un criminal sin crímenes ni víctimas reales.

La fijación con el deseo criminal que padece el bueno de Archibaldo de la Cruz –su cruz secreta- está relacionada con algo tan peregrino como el hábito de afeitarse todas las mañanas con cuchilla y jabón. De ahí el consejo que le da el juez al final de su fantástica y absurda confesión: que se afeite con una maquinilla eléctrica, o sea, que cambie de una vez por todas de hábito y ya verá cómo se le van de la cabeza esas fantasías tontas.

Por cierto, a Buñuel le gustaban la regularidad y los lugares que conocía. En sus estancias en Toledo o Segovia seguía siempre el mismo itinerario, deteniéndose en los mismos sitios. Cuando le ofrecían viajar a un país o a una ciudad lejana, a Nueva Delhi por ejemplo, rehusaba siempre la invitación diciendo: “¿Y qué hago yo en Nueva Delhi a las tres de la tarde?”.

Las personas que por una enfermedad neurológica se olvidan de sus costumbres y son incapaces de habituarse a algo, pierden también su identidad. Ya no saben quiénes son. Han olvidado hasta su nombre (al que también nos acostumbramos). No reconocen nada de lo que han vivido, visto, oído y sentido. Al cerrárseles las puertas de la memoria, se extingue en ellas la reminiscencia de la que se nutre la costumbre. Rehenes del olvido, todo les parece nuevo y todo lo hacen como si fuese la primera vez, con el consiguiente sobresfuerzo que ello les acarrea. Lo aprendido a lo largo de los años no les sirve para nada. Vegetan en una ignorancia perpetua.

Si cuanto sucede en nuestra vida fuera siempre nuevo para nosotros y cada mañana despertásemos en un sitio diferente, no lograríamos habituarnos a nada. Quienes por sus obligaciones profesionales han de pernoctar con frecuencia en hoteles, están deseando volver a su domicilio habitual para descansar al fin en su habitación, palabra que proviene del verlo latino habitare, frecuentativo de habere (tener), del que también deriva hábito. Están hartos de que el único lugar en el que, después de una jornada laboriosa, al fin pueden disfrutar de su intimidad sea diferente casi cada día, impidiéndoles familiarizarse con los objetos que les rodean en esas horas de recogimiento y descanso.

Una sensación de extrañeza similar a ésta se apoderó del joven Narrador de la novela de Proust En busca del tiempo perdido la tarde en que se encontró por primera vez en la habitación del hotel de Balbec, la estación veraniega a la que había viajado con su abuela para descansar unos días. Asmático y de temperamento nervioso, el muchacho no pudo reprimir la sensación de angustia ante la perspectiva de pernoctar en un cuarto cuyo mobiliario y decoración se le antojaron hostiles.

Aquellas cosas que “no le conocían”, le devolvieron la mirada desconfiada que él les lanzó y, “sin tener en cuenta lo más mínimo mi existencia, manifestaron que yo perturbaba la marcha normal de la suya”.  El reloj de pared, que en su casa de París apenas oía unos segundos a la semana, cuando salía de una profunda meditación, “pronunciaba en una lengua desconocida palabras que debían de ser descorteses” para con él.

Las grandes cortinas violáceas daban a la habitación de techo alto “un carácter casi histórico que habría podido hacerla apropiada para el asesinato del duque de Guisa” o para “una visita de turistas conducidos por un guía de la agencia Cook”, en modo alguno para dormir un sueño plácido. También le atormentaba la presencia de pequeñas librerías con vitrinas que se deslizaban a lo largo de las paredes. Pero lo que más le inquietaba era un gran espejo con pies, atravesado en el centro, y sin cuya salida del cuarto no habría descanso para él.

Hasta que la costumbre vino en su ayuda, abordando la empresa de hacerle amar aquella morada desconocida, cambiar de sitio el espejo, dar otro tono a los visillos y detener el reloj de la pared. Porque, observa Proust, es la costumbre la que

“se encarga  de volvernos entrañables los compañeros que al principio nos habían desagradado, dar otra forma a los rostros, volver simpático el sonido de una voz, modificar la inclinación de los corazones”.

La inquietud que sentía bajo el techo desconocido y demasiado alto era “la protesta de una amistad que sobrevivía en él con un techo familiar y bajo”. Seguro que aquella amistad desaparecería en cuanto se acostumbrase a las novedades extrañas que le deparaba aquella habitación. Al fin y al cabo las amistades nuevas con lugares y personas “tienen como trama el olvido de las antiguas”. Normalmente nos habituamos a lo nuevo antes de lo que imaginábamos cuando lo percibíamos con extrañeza. El transcurso del tiempo se encarga de completar esta labor en su doble cometido de alejarnos de los viejos hábitos, facilitando el olvido, y de familiarizarnos con los recién adquiridos.

Así pues, la costumbre cambió el color de los visillos de la habitación del hotel, acalló el péndulo del reloj de pared, enseñó la piedad al oblicuo y cruel espejo, disimuló el olor del espicanardo y disminuyó en gran medida la altura del techo. Sin el “encuentro venturoso” con la costumbre, esa “organizadora experta, aunque muy lenta”, el espíritu se vería reducido exclusivamente a sus medios y se mostraría impotente para hacernos habitable una vivienda desconocida.

No obstante, en otro pasaje de la novela, el Narrador tiene que admitir que “no conocemos de verdad más que lo nuevo, lo que introduce de pronto en nuestra sensibilidad un cambio de tono que nos llama la atención, algo en cuyo lugar no ha colocado aún la costumbre sus desvaídos facsímiles”. Y más objeciones: los hábitos nos persiguen incluso cuando no obtenemos ningún provecho de ellos y los acatamos por pereza, a sabiendas de que deberíamos abandonarlos por dañinos. Completando la reflexión de Aristóteles, Proust alega que si el hábito es una segunda naturaleza, hace que ignoremos la primera y está libre de las crueldades y hechizos de ésta.

En un mundo en el que sólo hubiese novedades, los hombres no necesitarían recordar lo vivido y tampoco tendrían tiempo ni energías suficientes para ello, viéndose forzados a concentrar su interés en lo nuevo. Pero el hábito, al rebajar la tensión y la incertidumbre que nos provoca el encuentro con lo desconocido, borra el sentimiento de extrañeza y de paso nos obliga a hacer uso de la memoria.

La costumbre de asociar a una persona que acaban de presentarnos con otra que conocemos desde hace tiempo, o de relacionar la ciudad desconocida con alguna que nos resulta familiar, no es más que una forma de neutralizar la extrañeza que nos produce lo nuevo y de atraerlo a nuestro mundo personal con el propósito de conocerlo. Es probable que, gracias a esa oportuna asociación elaborada por la memoria, una vez que nos hayamos familiarizado con la persona extraña descubramos que no guarda ningún parecido con aquella con la que la asociamos al principio, cuando no sabíamos nada de ella. Pero la memoria habrá cumplido la valiosa tarea de despertar en nosotros la reminiscencia necesaria para vencer el desconcierto inicial que nos suscitaba la persona desconocida.

Además, la exposición continua a las novedades despojaría de sentido a la experiencia y al conocimiento adquirido. No aprenderíamos nada, puesto que el aprendizaje mismo carecería de utilidad. Como cada cual tendría su porción diaria de novedades, tampoco podríamos aprender de los otros.  El pasado, tanto el personal como el colectivo, languidecería en el olvido.

La avalancha de novedades incesantes, que quizá en los primeros momentos recibiésemos con júbilo vacacional, pronto nos causaría una fatiga insoportable, además de una fastidiosa sensación de extrañeza. La expectación con que viviésemos su advenimiento degeneraría en una agotadora incertidumbre y la memoria, no teniendo nada que recordar, se oxidaría por desuso.

Todavía está por escribirse la novela en la que, siguiendo la estela de las distopías publicadas en el siglo XX, se narren las peripecias de alguien que cada mañana se despierta en una cama diferente y en una casa distinta; que conoce a personas que no vuelve a ver más, después de una insignificante relación con ellas; que no tiene tiempo para hacer amistades y menos aún para intimar con alguien; que cambia de trabajo cada dos por tres; que pasa por muchos sitios sin establecerse en ninguno; que viaja diariamente a países y ciudades y a quien la experiencia del pasado no le sirve en un mundo inmerso tiranizado por lo efímero (el sociólogo Richard Sennet esbozó en su libro La corrosión del carácter este tipo de vida itinerante en una sociedad líquida).

Esa novela sería la crónica de un desarraigo permanente, de una memoria caótica, incapaz de retener nada, sacudida por el torbellino de novedades con las que tiene que vérselas todos los días. Una vida de pesadilla, cegada para la reflexión y el recuerdo, desprovista de nostalgia, en la que el tiempo transcurre tan deprisa que no se tiene tiempo más que para verlo pasar.

El precedente literario de esta ficción puede rastrearse en un cuento infantil publicado en el siglo XIX: Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll. Tras su descenso onírico al País de las Maravillas, en el que se encuentra constantemente con cosas nuevas, la niña Alicia empieza a dudar de sí misma. El único lazo con el mundo que acaba de dejar atrás es el recuerdo de su gata Dina, a la que echa de menos. Esperaba que al menos se acordasen en casa de darle el platito de leche a la hora de cenar, como todas las noches. En aquel país, donde le ocurrían tantas aventuras inauditas, corría el peligro de olvidarse no ya de la hora de la cena de su gata sino de todo cuanto había vivido en su corta existencia allí arriba, en el País de las Realidades.

La niña no deja de interrogarse si será ahora la misma que se levantó esa mañana. “Pero si no soy la misma, la pregunta siguiente es ¿quién soy yo? ¡Ah! ¡Eso sí que es un misterio!”, se dijo al comprobar que su cuerpo se había estirado en el pequeño corredor que daba a un bello jardín. Después de las mudanzas que experimentaba no estaba segura de saber quién era.

Aunque las novedades y sobresaltos excitaran su curiosidad y, despierta como era, encontrase divertidas las aventuras que le aguardaban a la vuelta de cada esquina, en contraste con la uniformidad a la que estaba habituada, el País de las Maravillas amenazaba con convertirse para ella en el País de las Pesadillas. De hecho, despierta del sueño asustada y enojada cuando las cartas de la baraja que componían el tribunal que juzgaba el robo de una tarta se precipitan en picado sobre ella, que participó en el juicio como testigo y durante la sesión había empezado a crecer de nuevo.

El personaje opuesto a Alicia es el Sombrerero Loco, quien ha sido castigado por el tiempo después de que intentase matarlo, deteniéndose a las seis de la tarde, la hora del té, el momento en que se lo encuentra la niña, junto a la Liebre de Marzo y el Lirón dormilón. El Sombrerero está condenado al suplicio de la repetición. Las novedades le han sido vedadas. Atrapado en la misma hora del día, se pasa todo el tiempo tomando el té. El hombre advierte a Alicia que si conociera el tiempo tan bien como él, no hablaría de perderlo. Es un tipo de mucho cuidado, vengativo como una deidad.

Si bien parte del encanto del cuento de Carroll reside en las novedades que asaltan a su heroína durante su estancia en el País de las Maravillas, en el mundo real los niños no las necesitan tanto como los adultos por el simple hecho de que a ellos casi todo les resulta inédito. La repetición es un fenómeno propio de la madurez. Aparece cuando el individuo acumula un remanente de pasado lo bastante amplio como para dejarse llevar por la reminiscencia.

Un niño ignora la repetición. Necesita vivir más tiempo, o sea, abandonar la infancia, para familiarizarse con ella. Casi todas las cosas son nuevas para él, las ve y las siente por primera vez. Quizá esto explique su inclinación, a modo de contrapeso, por los hábitos y los horarios estables.

Los cambios incesantes a los que Alicia se vio sometida en el País de las Maravillas sólo podían acontecer en el mundo del sueño, donde las costumbres no tienen cabida y cuanto nos ocurre a nosotros y a nuestro alrededor se rige por unas leyes distintas de las vigentes en la realidad. En los sueños todo se torna extraordinario y se sale de regla. Las metamorfosis se suceden unas tras otras. Siempre están ocurriendo cosas insólitas y sorprendentes. El propio soñador acomete acciones inimaginables en la vida real.

Como demuestra la experiencia onírica de Alicia, la alternativa más a mano que tenemos para evadirnos de nuestro régimen de costumbres es el sueño, donde vivimos aventuras sin cuento y los hábitos son inconcebibles. No obstante, aún hay otra a la que sólo pueden acceder los poetas y los artistas que en sus obras se sumergen en lo extraordinario, en sentimientos y sensaciones inusuales. El cuento de Lewis Carroll es un exponente de ello, como lo es también una novela con la que guarda cierto parentesco. Me refiero, naturalmente, al Quijote.

Así como el sueño transporta a Alicia a un mundo en el que se cruza con personajes insólitos y situaciones estrambóticas, la locura visionaria de Don Quijote le lleva a desprenderse de los hábitos previsibles en un hidalgo de pueblo, viejo y solterón, interrumpidos únicamente por la lectura ferviente de libros de caballerías en la biblioteca de su casa solariega. Si Alicia tuvo que soñar para viajar a un sitio en el que sólo sucedían cosas nuevas a su alrededor y ella misma era objeto de novedades sensacionales en su propio cuerpo, Don Quijote tuvo que enloquecer para viajar a una realidad paralela en la que solamente a él le ocurrían aventuras trepidantes.

Guiado por la imitación de los libros de caballerías, el ingenioso hidalgo se las ingenia para acomodar el fantástico universo caballeresco a las banalidades que le salían al paso en su peregrinaje por los áridos caminos de Castilla y Aragón. El resultado de ese acoplamiento forzado no podía ser más que un engendro, una mezcla estrafalaria comparable al baciyelmo con el que Sancho Panza denominó a la bacía del barbero Nicolás que, en contra del criterio de los cuerdos, el loco de Don Quijote estaba empeñado en confundir con el Yelmo de Mambrino.

Al igual que Proust, Lichtenberg pensaba que las costumbres nos impiden ver las cosas con ojos nuevos. En sus Cuadernos confesó que le gustaría poder desacostumbrarse de todo, “poder ver, oír y sentir todo de nuevo”. La costumbre echaba a perder nuestra filosofía. Sin embargo, el deseo del profesor de Física choca con la realidad. Es imposible desacostumbrarse de todo por la sencilla razón de que entonces dejaríamos de ser humanos.

Lo único que podemos hacer es cambiar de costumbres, como se cambia de camisa, por una cuestión de higiene. Siempre que la pereza, el apocamiento o la falta de imaginación no obstaculicen el empeño, la otra opción es mudarnos a un lugar que nos obligue a adoptar unas costumbres nuevas. Precisamente el encanto de los viajes reside en el contraste entre las novedades que nos deparan y el olvido momentáneo de los hábitos y de las cosas con las que estamos familiarizados. Más aún, esas huidas ocasionales renuevan nuestro afecto por las costumbres consolidadas.

Por ello, después de un viaje largo por tierras desconocidas, durante el cual hemos dormido casi cada noche en habitaciones distintas, sentimos la necesidad de volver al hogar y a nuestras queridas costumbres, como Ulises deseaba volver al suyo después de haber combatido en la Guerra de Troya y de un tormentoso viaje de regreso, y recuperar la estabilidad familiar en la añorada Ítaca, junto a su esposa Penélope y su hijo Telémaco.

La profusión de cosas extraordinarias que asaltaban continuamente a Alicia en el País de las Maravillas hizo que empezara a habituarse a ello, hasta el punto de parecerle una sosería y una estupidez que la vida discurriese con una apacible normalidad. Allí cualquier cosa era posible.

También en la vertiginosa sociedad tecnológica el discurrir normal de la vida, con sus ciclos correspondientes, puede parecer una estupidez a quienes se adaptan con premura robótica a sus incesantes requerimientos, mientras que a otros, el fluir de novedades les induce a sospechar que quizá ya nada sea imposible. ¿Cuál será el próximo invento?, se preguntan con inquietud.  No importa, pronto nos acostumbraremos a él, como nos hemos habituado a los muchos que le precedieron. Nuevas costumbres sucederán a las viejas. A rey muerto, rey puesto. Al fin y al cabo, los inventos pasan, pero la Costumbre permanece.

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De EN LENGUA PROPIA (blog del autor), 02/10/2018

Imagen: Una de las páginas del manuscrito de "Alice in Wonderland", que Carroll presentó a Alice Liddell en 1864


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