FEDERICO RODRÍGUEZ
En 1905, el
médico, escritor y pintor ruso, Germán Borís Vladímirovich, ahogaba su
depresión en vodka luego de que su mujer, una obrera revolucionaria que lo
separó de su origen aristocrático, muriera antes de cumplir los 40.
Años
después, este anarquista se estableció en la Argentina.
En
Misiones, en 1919, realizó un asalto con fines políticos donde murió un
policía, siendo condenado a prisión perpetua en la terrible cárcel de Ushuaia.
En su sexto
año de reclusión, ya con 57 primaveras vividas, parecía un anciano con las
piernas casi paralizadas, consumido por los castigos y la dura vida de la
cárcel. En ese tiempo recibió de manos de un nuevo recluso, el irlandés Lian
Balsrik, un pedazo de diario amarillento, publicado hacía dos años, donde se
contaba el asesinato a sangre fría de su amigo Wilckens. También se narraba en
ese periódico, que su asesino, un hombre acomodado y con influencias en el
gobierno, no fue a parar a una cárcel sino al hospicio de la calle Vieytes.
Profundamente
afectado, una y otra vez leyó la noticia, hasta que el papel casi de deshizo
entre sus manos.
A partir de
ese momento, Vladímirovich empezó a gritar sin motivo, a romper cosas, a dar
patadas y puñetazos a la nada, a temblar constantemente repitiendo que el pecho
le iba a explotar.
Sus ataques
de locura fueron el pasaje que lo mandó al único manicomio del país que recibía
presos dementes: el hospicio ubicado sobre la calle Vieytes. Fue confinado a
pocos metros de Pérez Millán, el asesino de su amigo Wilckens, pero resultaba
imposible acercarse a él.
Ciertos
vínculos anarquistas le hicieron llegar un revólver que supo esconder hasta el
momento adecuado.
Estableció
amistad con el croata Lucich, un jorobado simpático, quien, pese a tener
antecedentes de brutalidad, por su buen comportamiento se desplazaba libremente
dentro del establecimiento, y le llenó la cabeza con la historia trágica de lo
que pasó en el sur del continente.
Lucich se
desempeñaba como una especie de sirviente de Pérez Millán.
Una mañana de
noviembre de 1925 en que le llevaba el desayuno, el croata dejó la bandeja y
sacó de sus ropas el revólver, diciendo: ¨Esto te lo manda Wilckens¨. La bala
le atravesó el pecho y Pérez Millán murió después de varias horas de agonía.
Nadie creyó
que este débil mental pudiera haber sido el autor intelectual del asesinato.
Pese a los golpes y las torturas, que lo llevaron a la tumba dos años después,
Vladímirovich nunca confesó su participación.
Se dice que
Pérez Millán no había matado a Wilckens por propia iniciativa sino que fue
impulsado por la Liga Patriótica (un grupo de choque de ultraderecha). Este ex
policía entró al lugar donde Wilckens cumplía su condena, disfrazado de
guardia-cárcel y armado con un Mauser, para reventarlo a tiros mientras dormía.
Al salir de la celda se entregó diciendo que había vengado la muerte de su
querido pariente el comandante Varela.
¿Y por qué
Wilckens había matado a Varela? Por justicia proletaria, dijo el alemán cuando
lo apresaron. Su plan original le habría permitido escaparse sin demasiados
inconvenientes, pero se vio alterado por una niña que cruzaba la calle justo
cuando lanzó una bomba contra Varela. El anarquista se arrojó sobre la pequeña
para salvarla de la explosión. Unas esquirlas hirieron su pierna. Por amor a la
simetría, este se arrastró hasta el milico herido y lo ultimó con cuatro
balazos.
Cuatro
balazos eran los que Varela ordenaba dar a cada bandolero comunista, a cada
integrante de ese complot siniestro destinado a jaquear la república, a cada
bárbaro de las jaurías que depredaban las estepas patagónicas, a cada
anarquista a caballo que en hordas cercaban a los honrados estancieros en
aquellas tierras olvidadas por Dios y el gobierno nacional.
A comienzo
de la década de 1920, el sur era un caos. El presidente Irigoyen envió a Varela
al mando de un regimiento del ejército argentino para terminar con la huelga de
esos vagos extranjeros que pedían no vivir en condiciones miserables ni
trabajar de sol a sol.
Persiguió
durante más de un mes a todos los huelguistas.
1500
hombres, obligados a cavar sus propias tumbas, fueron fusilados por orden de
Varela, quien hizo de juez, verdugo y sepulturero.
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De EL
ROMPEHIELOS, 09/03/2019
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