Thursday, March 14, 2019

1500 almas


FEDERICO RODRÍGUEZ

En 1905, el médico, escritor y pintor ruso, Germán Borís Vladímirovich, ahogaba su depresión en vodka luego de que su mujer, una obrera revolucionaria que lo separó de su origen aristocrático, muriera antes de cumplir los 40.

Años después, este anarquista se estableció en la Argentina.

En Misiones, en 1919, realizó un asalto con fines políticos donde murió un policía, siendo condenado a prisión perpetua en la terrible cárcel de Ushuaia.

En su sexto año de reclusión, ya con 57 primaveras vividas, parecía un anciano con las piernas casi paralizadas, consumido por los castigos y la dura vida de la cárcel. En ese tiempo recibió de manos de un nuevo recluso, el irlandés Lian Balsrik, un pedazo de diario amarillento, publicado hacía dos años, donde se contaba el asesinato a sangre fría de su amigo Wilckens. También se narraba en ese periódico, que su asesino, un hombre acomodado y con influencias en el gobierno, no fue a parar a una cárcel sino al hospicio de la calle Vieytes.

Profundamente afectado, una y otra vez leyó la noticia, hasta que el papel casi de deshizo entre sus manos.

A partir de ese momento, Vladímirovich empezó a gritar sin motivo, a romper cosas, a dar patadas y puñetazos a la nada, a temblar constantemente repitiendo que el pecho le iba a explotar.

Sus ataques de locura fueron el pasaje que lo mandó al único manicomio del país que recibía presos dementes: el hospicio ubicado sobre la calle Vieytes. Fue confinado a pocos metros de Pérez Millán, el asesino de su amigo Wilckens, pero resultaba imposible acercarse a él.

Ciertos vínculos anarquistas le hicieron llegar un revólver que supo esconder hasta el momento adecuado.

Estableció amistad con el croata Lucich, un jorobado simpático, quien, pese a tener antecedentes de brutalidad, por su buen comportamiento se desplazaba libremente dentro del establecimiento, y le llenó la cabeza con la historia trágica de lo que pasó en el sur del continente.

Lucich se desempeñaba como una especie de sirviente de Pérez Millán.

Una mañana de noviembre de 1925 en que le llevaba el desayuno, el croata dejó la bandeja y sacó de sus ropas el revólver, diciendo: ¨Esto te lo manda Wilckens¨. La bala le atravesó el pecho y Pérez Millán murió después de varias horas de agonía.

Nadie creyó que este débil mental pudiera haber sido el autor intelectual del asesinato. Pese a los golpes y las torturas, que lo llevaron a la tumba dos años después, Vladímirovich nunca confesó su participación.

Se dice que Pérez Millán no había matado a Wilckens por propia iniciativa sino que fue impulsado por la Liga Patriótica (un grupo de choque de ultraderecha). Este ex policía entró al lugar donde Wilckens cumplía su condena, disfrazado de guardia-cárcel y armado con un Mauser, para reventarlo a tiros mientras dormía. Al salir de la celda se entregó diciendo que había vengado la muerte de su querido pariente el comandante Varela.

¿Y por qué Wilckens había matado a Varela? Por justicia proletaria, dijo el alemán cuando lo apresaron. Su plan original le habría permitido escaparse sin demasiados inconvenientes, pero se vio alterado por una niña que cruzaba la calle justo cuando lanzó una bomba contra Varela. El anarquista se arrojó sobre la pequeña para salvarla de la explosión. Unas esquirlas hirieron su pierna. Por amor a la simetría, este se arrastró hasta el milico herido y lo ultimó con cuatro balazos.

Cuatro balazos eran los que Varela ordenaba dar a cada bandolero comunista, a cada integrante de ese complot siniestro destinado a jaquear la república, a cada bárbaro de las jaurías que depredaban las estepas patagónicas, a cada anarquista a caballo que en hordas cercaban a los honrados estancieros en aquellas tierras olvidadas por Dios y el gobierno nacional.

A comienzo de la década de 1920, el sur era un caos. El presidente Irigoyen envió a Varela al mando de un regimiento del ejército argentino para terminar con la huelga de esos vagos extranjeros que pedían no vivir en condiciones miserables ni trabajar de sol a sol.

Persiguió durante más de un mes a todos los huelguistas.

1500 hombres, obligados a cavar sus propias tumbas, fueron fusilados por orden de Varela, quien hizo de juez, verdugo y sepulturero.

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De EL ROMPEHIELOS, 09/03/2019 

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