MARIO VARGAS LLOSA
2 de marzo
de 2019
En 1928
Stalin hizo un viaje por Siberia que duró tres semanas. Había derrotado a sus
adversarios dentro del Partido Comunista y era ya el amo supremo de la URSS.
Comenzaban a escasear los cereales en el inmenso territorio y, luego de aquello
que vio y oyó en ese recorrido, Stalin sacó las conclusiones ideológicas
pertinentes. De acuerdo a la doctrina marxista, la culpa la tenían los
campesinos retrógrados, que, gracias a la expropiación de los latifundios y la
liquidación de los kulaks, habían pasado a ser pequeños
propietarios y contraído las taras características de la burguesía. ¿La
solución? Obligarlos a ceder sus granjas y dominios e incorporarse a las
granjas colectivas que harían de ellos proletarios, la fuerza pujante y
renovadora que reemplazaría su mentalidad burguesa por el fervor solidario de
los bolcheviques.
Este es el
origen, según Anne Applebaum, en su extraordinario libro Hambruna roja.
La guerra de Stalin contra Ucrania, de la caída en picado de la
agricultura en todos los dominios de la URSS, pero que golpearía sobre todo,
con ferocidad inigualable, a Ucrania, causando, en los años 1932 y 1933, varios
millones de muertos y escalofriantes escenas de suicidios, asesinatos de niños,
saqueos y canibalismo. La investigación que la autora lleva a cabo revela al
mundo, en su apocalíptica dimensión, un acontecimiento que, por lo menos en sus
características reales, había sido ocultado por la censura estalinista, pese a
los aislados esfuerzos de algunos historiadores como Robert Conquest, en The
Harvest of Sorrow, por difundirlo. Pero sólo ahora, con la
independencia de Ucrania, los documentos y testimonios relativos a aquel
holocausto han podido ser consultados, y Anne Applebaum, que a todas luces
domina el ruso y el ucraniano, lo ha hecho con minucia y escrupulosa
objetividad.
Según ella, la hambruna fue premeditada por Stalin y su cortejo de cómplices —Mólotov, Kaganóvich, Voroshílov, Póstishev, Kosior y algunos más— para someter a Ucrania, frenar todo intento de nacionalismo en su seno y liquidar a las organizaciones que se resistían a integrarla a la URSS bajo la férula de Moscú. Y da como pruebas el que en aquellos mismos años el Politburó soviético redujo drásticamente la publicación de libros y periódicos en ucraniano, así como la enseñanza de esta lengua en las escuelas y universidades, e impuso el ruso como idioma oficial del país.
Sea como
fuere, desde el año 1929 se pone en marcha la disolución de las pequeñas
propiedades agrícolas a fin de incorporarlas a las granjas colectivas. Los
campesinos, que habían visto con simpatía la revolución, se resisten a entregar
sus tierras y ganados, y asociarse a las enormes empresas colectivas, que,
dirigidas por burócratas del partido, suelen ser poco eficientes. Las
instrucciones de Stalin son terminantes: aquella resistencia sólo puede
provenir de los enemigos de clase que quieren acabar con el socialismo y debe
ser aplastada sin misericordia por los revolucionarios. Las brigadas comunistas
recorren los campos, confiscando propiedades, ganados, aperos, semillas y
enviando a prisión a quienes no colaboran. Uno de los jefes del Gulag, en
Siberia, envía un telegrama a Moscú diciendo que no le envíen más detenidos
porque ya no tiene cómo darles de comer. Al mismo tiempo, un prisionero escribe
a su familia: “¡Qué maravilla! ¡Me dan un panecillo cada día!”.
Las
cosechas han comenzado a encogerse, los robos y ocultamiento de alimentos se
multiplican por doquier, Stalin insiste en que el partido debe ser “implacable”
en su lucha contra los saboteadores de la revolución y el hambre hace su aparición
con sus terribles secuelas: robos, asesinatos, suicidios, aldeas que
desaparecen porque todos sus habitantes han huido a las ciudades con la
esperanza de encontrar en ellas trabajo y alimentos, y los cadáveres son ya tan
numerosos que quedan tendidos en las calles y caminos porque no hay gente
suficiente para enterrarlos.
Los
testimonios que reúne Anne Applebaum ponen los pelos de punta: hay padres que
matan a sus hijos con sus manos para que no sufran más y, los más desesperados,
para alimentarse con ellos. Ya se han comido todos los perros, caballos,
cerdos, gatos y hasta ratas y ratones que podían coger, y los comunicados que
llegan a Ucrania de Moscú son cada día más apremiantes: negar la hambruna y,
sobre todo, el canibalismo y los suicidios, y castigar sin complejos a los
verdaderos causantes de esta catástrofe: los enemigos de clase, los fascistas,
los kulaks, verdaderos responsables de las calamidades que se
abaten sobre Ucrania.
¿Cuántos
murieron? Unos cinco millones de ucranianos, por lo menos. Pero no hay manera
de saberlo con exactitud, porque las estadísticas estaban fraguadas por la
disciplina partidaria que lo exigía o por el miedo de los burócratas del
partido a ser castigados como responsables de la hambruna. El Kremlin impuso,
además, una versión oficial de los sucesos que no sólo la prensa comunista
obedecía; también la capitalista lo hacía a través de periodistas venales o
cobardes, como el repelente Walter Duranty, corresponsal aquellos años de The
New York Times, quien, comprado con casas y banquetes por Stalin, se
las arreglaba para, en artículos que parecían redactados por un moderno Poncio
Pilato, presentar un panorama de normalidad y desmentir las exageraciones de
ciertos testimonios que lograban filtrarse al exterior de lo que de veras
ocurría en la URSS y, sobre todo, en Ucrania. Una de las excepciones fue el
británico Gareth Jones, quien consiguió recorrer a pie el corazón mismo de la
hambruna durante varias semanas y contar a los lectores ingleses de The
Evening Standard los horrores que en Ucrania se vivían.
Leer un
libro como el que ha escrito Anne Applebaum no es un placer, sino un
sacrificio. Eso sí, obligatorio, si uno quiere conocer a los extremos a que
puede conducir el fanatismo ideológico, la ceguera y la imbecilidad que lo
acompañan, y la irremediable violencia que es, a la corta o a la larga, su
consecuencia. La hambruna y las muertes en Ucrania ayudan a entender mejor el
terrorismo yihadista y la bestialidad irracional que consiste en convertirse en
una bomba humana y hacerse volar en un supermercado o en una sala de baile,
pulverizando a decenas de inocentes. “¡Nadie es inocente!” era uno de los
gritos del terror anarquista según Joseph Conrad, que describió mejor que nadie
esa mentalidad en El agente secreto.
Si leer
este libro provoca escalofríos, ¿cómo habrá sido pasarse los años que tomaron a
su autora el escribirlo? Me la imagino muy bien, inclinada horas y horas, en
polvorientos archivos, leyendo informes, cartas de suicidas, sermones, y
descubriendo de pronto que tiene la cara empapada por las lágrimas o que está
temblando de pies a cabeza, como una hoja de papel, transubstanciada con aquel
apocalipsis. Debió de sentir una y mil veces la tentación de abandonar esa
tarea terrible. Y sin embargo continuó hasta el final y allí está ahora ese
testimonio atroz, al alcance de todos. Ocurrió hace casi un siglo allá en
Ucrania, pero no nos engañemos: no es cosa del pasado, sigue ocurriendo, está a
nuestro alrededor. Basta tener el coraje de Anne Applebaum para verlo y
enfrentarlo.
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De DE OTROS
MUNDOS (blog de Triunfo Arciniegas), 14/03/2019
Imagen: Fernando Vicente/La bota de Stalin
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