DIANA COFSINSKI
Cada
tierra nativa forma una
geografía sagrada. Para quienes lo
abandonaron, la ciudad de la infancia y la
adolescencia siempre se convierte en una
ciudad mítica. Para mí, Bucarest es el centro
de una mitología inagotable. Debido a esta
mitología, logré conocer su verdadera
historia. Quizás la mía también.
Mircea
Eliade
Los
espacios nos hablan, nos muestran lo que esconden, nos cuentan sus historias.
Historias que se revelan ante nosotros mediante las imágenes y los recuerdos
que permanecen en la retina de nuestra memoria.
“Puedes
reencontrar todo tu pasado en un espacio: una calle, una iglesia, un árbol…”,
dice Eliade, y “todo el tiempo es reencontrado”. Mediante un
diálogo contigo mismo, con aquel que fuiste, volviendo a encontrar aquel momento
histórico que viviste tiempo atrás. En ese reencuentro con tu tierra
nativa hay algo nostálgico, emotivo, por aquella ciudad perdida de la infancia
y algo misterioso, mágico, en su redescubrimiento.
Bucuresci, el primer nombre de la capital,
denomina a los habitantes de las tierras de Bucur, el pastor. Bukureşti, nombre
también obsoleto, escrito en un mapa de 1867, en el Museo Nacional de los Mapas
y Libros Antiguos, nos da una muestra de las múltiples transformaciones que
tuvieron tanto la ciudad como su nombre. En La historia de
la fundación de la ciudad de Bucureşti su autor, Dimitirie Papazoglu,
mencionaba que otrora, allá por 1828, era considerada “la ciudad de la
alegría”, bañada por las aguas dulces del río Dîmboviţa.
Regresando
a lo que antes se llamaba El pequeño París encuentro un
Bucarest cambiado. Parece estar cubierto de un aire gris, flotando como una
nube de aquí para allá. Cierta desesperación, inherente o no, de un lugar que
sufrió un gran cambio desde el punto de vista arquitectónico, me recuerdan las
palabras de Cioran, cuando tuvo que dar una definición a su pueblo, en una
entrevista con Fernando Savater: “alegre y desesperado a la vez”. Quizá
Cioran, a pesar de su propio pesimismo, se dio cuenta que lo que prevalecía era
el espíritu alegre, positivo, con un gran sentido del humor del pueblo rumano,
que siempre supo vencer la desesperación. Él mismo lo hizo escribiendo En
las cimas de la desesperación, un libro para superar la
depresión y sus pensamientos suicidas.
¿Qué es lo
mejor de una ciudad? ¿Son acaso sus edificios, sus calles, sus jardines, sus
museos, sus parques o sus monumentos? ¿O quizás todo esto junto, bañado por
algo especial, único y propio de una ciudad, que hace que sea distinta a las
demás?
Vagando por
las calles, paseando, callejeando sin rumbo, intento buscar las huellas del
pasado, la magia de las Mahalale del Bucarest de antaño,
nombre que llevaba la urbanización de la periferia de la ciudad. Es la
curiosidad que nos abre el camino para intentar descubrir y recomponer un
pasado caminando y, al mismo tiempo, imaginando lo que un día caracterizaba la
configuración de la geografía de los barrios del Bucarest de otrora.
El camino
me llevó un día a lo que antes formaba Mahalaua Mântuleasa, constituida
alrededor de la iglesia Mântuleasa, construida por la familia de un rico
comerciante, en 1734. En el número 1 de la calle Melodiei, hoy Radu Cristian,
vivió Mircea Eliade, en una casa con ático, y con un inmenso jardín que
abarcaba casi tres calles: Melodiei, Domniţei y Călăraşi. El ático representaba
el fascinante laboratorio del escritor, donde pasó la infancia y adolescencia
gozando de lo que más le gustaba: leer y escribir. Allí nació La novela
del adolescente miope, llena de reflexiones existenciales. La luz de
su ático llenaba de misterio el ambiente y todo alrededor. El escritorio, la
mesa de madera cubierta por un papel azul, la lámpara con el abat-jour blanco,
su cama también de madera, teñida en rojo, y una pequeña biblioteca, hecha de
tablas, por su padre. También se encuentra la escuela a la que asistía el
pequeño Eliade, “un edificio grande y robusto, rodeado de castaños”.
Una ciudad
es una mezcla de luces, colores, sabores, olores, aromas. Pero también tiene el
color de un recuerdo. Para Eliade fue el color del salón de su casa, donde
estaba prohibido entrar, y precisamente por eso, aquel niño dotado con una
curiosidad innata, deseaba penetrar allí donde las puertas parecían estar
cerradas para siempre.
“En otra
ocasión, casi a la misma edad, pues recuerdo que todavía andaba a gatas, la
cosa ocurrió en nuestra casa. Había en ella un salón al que no me estaba
permitido entrar. Creo además que la puerta estaba siempre cerrada con llave.
Un día, a la hora de la siesta, pues era verano, hacia las cuatro, mi familia
estaba ausente, mi padre en el cuartel, mi madre en casa de una vecina… Me
acerco, hago un intento y la puerta se abre. Me asomo, entro. Aquello fue para
mí una experiencia extraordinaria: las ventanas tenían las persianas verdes, y
como era verano, toda la habitación era de color verde. Es curioso, me sentí
como dentro de un grano de uva. Estaba fascinado por el color verde, verde
dorado, miraba en torno y era verdaderamente un espacio jamás conocido hasta
entonces, un mundo completamente distinto. Aquella fue la única vez. Al día
siguiente traté de abrir la puerta, pero ya estaba cerrada”. (La prueba
del laberinto – Mircea Eliade, diálogo con Claude-Henri Rocquet,
Ediciones Cristiandad, Madrid, 1980, trad. J. Valiente Malla).
Esa
ventana, por donde el niño asombrado miraba cómo entraba la luz, representaba
para el escritor mucho más, la frontera misma entre la realidad profana y la
realidad sagrada, entre el mundo de aquí y él de allá, entre el mundo interior
y el exterior:
“Lo que me
impresionó fue la atmósfera, una atmósfera paradisiaca, aquel verde, aquel
verde dorado. Y después, la calma, una calma absoluta. Y el penetrar en aquella
zona, en aquel espacio sagrado. Digo «sagrado» porque aquel espacio era de una
calidad completamente distinta; no era un ambiente profano, cotidiano. No era
mi universo de todos los días, con mi padre, mi madre, mi hermano, el patio, la
casa… No, era algo completamente distinto. Algo paradisiaco”. (La
prueba del laberinto – Mircea Eliade, diálogo con Claude – Henri
Rocquet).
El barrio
Mântuleasa, la calle Melodiei, el parque Cişmigiu representó para él la ciudad
entrañable y mágica, el centro de su universo, el laberinto:
“Un
laberinto es muchas veces la defensa mágica de un centro, de un tesoro, de una
significación. Penetrar en él puede ser un rito iniciático, una versión del
mito de Teseo”. (El mito del eterno retorno, Mircea Eliade,
Alianza Editorial, trad. Ricardo Anaya).
La ciudad
es una prueba, y no una cualquiera sino una laberíntica que se
renueva, llena de cosas por descubrir, mística y mítica. En el espacio
recorrido no quedan solo las huellas que uno deja en el asfalto. El camino es
también un espacio recorrido hacia dentro, hacia sí mismo. Cada camino
recorrido tiene su propia historia convertida en recuerdos, colocados cada uno
en algún lugar, llenando los espacios intersticiales de la memoria.
El parque
Cişmigiu, ubicado en el centro, es considerado el jardín público más antiguo de
la ciudad, diseñado al estilo de los jardines ingleses. Alberga conjuntos
arquitectónicos y escultóricos, monumentos conmemorativos, arbustos, isletas e
incluso las ruinas de un monasterio construido en 1756. Pero, sobre todo, un
precioso jardín de flores concebido según el plan del jardinero paisajista
vienés Wilhelm Mayer. Arboledas, fuentes, pequeños arroyos, zonas ajardinadas,
un lago navegable, y espacios para dar largos paseos, que invitan a la
reflexión. En el paseo de La Rotonda de los Escritores los transeúntes pueden
admirar las esculturas en mármol, los bustos de los autores más renombrados del
país.
El parque
Cişmigiu fue siempre un lugar de encuentro para los amantes. El
Paseo de los Tilos se llenaba de jóvenes enamorados, de estudiantes que huían
de las clases para estar en compañía de alguna amiga especial, quienes
descubrían quizás la emoción del primer amor. Mihail Sebastián recordaba, en su
diario, uno de sus paseos por los jardines del parque, rebosante de felicidad,
junto a Leni Caler, actriz muy conocida, orgulloso de poder estar junto a una
“mujer tan bella”.
Conocí el
parque de pequeña, cuando mis padres me llevaban allí, junto con mi hermano,
para escuchar la banda de música militar que actuaba cada domingo, por la
mañana, en un lugar llamado foişor, de madera, donde podíamos
escuchar el célebre vals El Danubio azul, al aire
libre. Después de dar largos paseos por el parque y de saborear el algodón de
azúcar, nos refrescábamos bebiendo agua de la cişmea.
Recuerdo
también los paseos por ese parque que teníamos que recorrer, yo y mi madre,
para visitar al señor D. I. Suchianu, escritor, traductor, quizás el mejor
crítico de cine del país, pero sobre todo una persona entrañable.
El cielo se
llena de los colores del atardecer. Caminando llego al casco viejo de la
ciudad, en la calle Lipscani, donde el tiempo parece haberse detenido. La calle
debe su nombre a los lipscani, aquellos comerciantes que
llenaban ese lugar abarrotado por los negustori, los que
vendían sus mercancías, especialmente paños y telas, traídas desde Lipsca (de
Leipzig).
Allí aún
puedes sentir el perfume de antaño. Quedan algunas casas de ladrillo que se
resisten al paso del tiempo y algunas tiendas viejas que me recuerdan los días
en que pasaba por allí, para visitar la librería, situada en la misma calle,
hoy desaparecida. Las pequeñas tiendas con tradición, como las sombrererías,
las de marroquinería, las peleterías, las joyerías, o las tiendas de reparación
de calzado han desaparecido con el paso del tiempo. Allí los espacios se han
diversificado y han aparecido varias cafeterías, terrazas, y pequeños
restaurantes.
En el
número 55 de la misma calle abrió sus puertas una gran librería, como una casa
llena de libros, en un edificio del siglo XIX, de seis plantas. El ambiente
lleno de luz, pintando todo en blanco, invita al lector a vivir una nueva
experiencia cultural, en el centro de la ciudad, con amplios espacios para la
lectura. La librería Carusel-Cărtureşti representa en una nueva exploración
artística que ofrece un cambio a una zona poco acostumbrada a los grandes
edificios rehabilitados, contando una historia diferente del siglo XXI.
Los
antiguos estudios de fotografía que existían en la vecindad se han modernizado,
ya no preservan el aire del tiempo. Recuerdo que, cuando era pequeña, mi madre
me llevaba allí, al estudio de fotografía de la calle Lipscani para que me
tomasen fotos en blanco y negro.
El camino
me lleva hacia Caru cu bere, donde la luz de las farolas se
convierte en mi guía. Me invaden los recuerdos, me detengo un momento delante
del edificio neogótico y, sin darme cuenta, me siento en otra época. Imagino a
mi bisabuelo allí, en ese lugar al cual dio vida. Entro por la puerta
giratoria, doy algunos pasos, me dirijo a la derecha, y subo la escalera con
paso firme, hacia el lugar donde le gustaba sentarse. Allí hay una mesita
aislada en un rincón, desde donde se puede ver mejor el interior del
restaurante. El paso de la luz por los cristales de las vidrieras inunda el
espacio, transfigurando las paredes. Por los vitrales el haz se transforma y se
convierte en matices de amarillo, en tonos cálidos de beige y marrón, los
enigmáticos colores del desierto.
No
obstante, el encuentro nostálgico con la ciudad de mi infancia ocurrió cuando
volví a ver la calle donde estaba la casa en que viví y donde pasé los mejores
años: strada Mieilor, núm. 26 A. La calle formaba parte de lo que se llamaba
antes Mahalaua Vergului, famosa por su Cine Vergu, donde mi padre solía
llevarnos, a mí y a mi hermano, a ver las películas con Charlie Chaplin, unas
joyas del cine mudo, que dejaron una huella indeleble en mi memoria.
Allí pasé
los momentos más felices de mi vida, junto con mis primos. La casa tenía unas
vallas de color verde oscuro y un jardín donde jugábamos, a la sombra de un
membrillo que daba frutos cada año, situado al lado de una fuente. Era un
jardín, construido según el plan de mi abuelo paterno, Eugenio, que estaba
cubierto por una bóveda de vid, que ofrecía las mejores uvas y cobijo a la
sombra en los días de calor. Debajo de la bóveda de vid pasé horas y horas
mirando cómo entraban brillantes rayos de luz por entre las hojas frescas, de
color verde claro, creando imágenes a medida que la luz de la tarde se iba
extinguiendo. Los colores del viñedo cambiaban y se llenaban de distintos tonos
que adquirían durante las estaciones del año. En otoño el color cambiaba de un
verde rabioso a un tono más cálido y amable, casi amarillento, anaranjado. La
casa tenía también una zona ajardinada, llena de flores, que esparcían su
intenso perfume por toda la casa. Hortensias, jacintos, narcisos, boca de
dragón, flores de damasquina, de rosa mística, iris, violas, lirios del valle
(los preferidas de mi abuela Ana), y una gran bóveda de rosas rojas. Era un
verdadero espectáculo convertido hoy en un recuerdo inolvidable de los días
felices que pasé en el jardín de la infancia, el jardín de mi abuelo Eugenio.
El color de las hojas de vid permaneció en mi memoria. Es quizá el color de los
recuerdos de mi infancia.
Ese lugar
se perdió para siempre. Unos años antes de la revolución del 98, el dictador
Nicolae Ceauşescu decidió derribar las casas de la calle Mieilor para construir
nuevos edificios que representasen la gloriosa época del comunismo. La casa de
mis recuerdos, lo que un día representó mi universo, desapareció de la noche a
la mañana y con ella cualquier huella de lo que fue mi paraíso. “Cualquier
lugar que amemos es para nosotros el mundo”, decía Oscar Wilde. Y para mí la
casa de la calle Mieilor era mi mundo, hoy un paraíso perdido, como diría
Cioran.
A través de
los años solo perduran aquellos recuerdos que significaron algo para cada uno
de nosotros, y que atesoramos en la memoria como gemas de gran valor. “Puedes
reencontrar todo tu pasado en un espacio: una calle, una iglesia, un árbol…”.
En los recuerdos que vibran con fuerza en mi memoria perviven hasta hoy el
recuerdo de la calle Mieilor, del imponente y majestuoso árbol de membrillo, de
la iglesia del barrio, Santos Constantino y Helena, donde fui bautizada.
También el pequeño viñedo y el jardín lleno de flores. Refugio y nostalgia. Una
nostalgia dolorosa y “una nostalgia feliz”, como la llamaría Eliade, capaz de
ayudarte a encontrar en tiempos pasados cosas valiosas, vividas con intensidad,
sintiendo no haber perdido nada.
De vuelta a
casa, sigo mi camino por el Bulevardul Victoriei, antiguamente llamado Uliţa
Mare, hoy día el bulevar más famoso de la capital, como la Fifth Avenue de
Nueva York o la calle Serrano de Madrid, donde conviven los edificios antiguos,
con historia y los edificios modernos, que invaden el espacio creando, a veces,
una grieta en la arquitectura del paisaje. Cerca del Ateneo, obra del
arquitecto francés Albert Galleron, está el Museo Nacional de Arte de Rumania,
antiguo Palacio Real que domina la Plaza de la Revolución. Junto a la
Biblioteca Central Universitaria está la estatua ecuestre, de bronce, del Rey
Carlos I, mirando de frente al Palacio Real, testigo de los cambios sufridos
por la ciudad, desde los tiempos de la monarquía.
Antes de
llegar a casa decido dar un paseo por el parque de mi adolescencia: el Rey
Carlos I, proyectado según el plan del arquitecto paisajista francés Édouard
Redont. El parque fue inaugurado en 1906 y su nombre se debe a la celebración
de los cuarenta años del reinado del monarca Carlos I. También lleva el nombre
de Parque de la Libertad. Un parque es siempre lugar de libertad, ocio,
descanso, de largos paseos, de encuentro íntimo con la naturaleza, de refugio.
Lugar para sentarse en un banco y leer o simplemente mirar.
Mas este
parque con jardines y lago representa también un lugar de reflexión y
contemplación, lugar de peregrinaje y recogida. Su monumento más imponente, que
domina el recinto entero es El Mausoleo, un edificio de granito negro y rojo,
donde antes, por el 1906, se encontraba El Palacio de las Artes que tenía en el
centro el busto de Trajano y la Loba Capitolina.
Hoy día El
Mausoleo está dedicado a la Tumba del Soldado Desconocido que fue erigido en
memoria de los 225.000 rumanos que dieron su vida en la guerra, en la lucha
para la unificación del país. El monumento, obra de Emil Wilhelm Becker,
escultor de la Casa Real de Rumania, fue inaugurado en 1923. El actual
mausoleo, obra de los arquitectos rumanos Horia Maicu y Nicolae Cucu, tiene 48
metros de altura, y fue inaugurado en 1963. No hay viajero que no quiera
acercarse a conocer su historia y asistir al cambio de guardia, un ritual que
se repite cada cuatro horas, por los soldados que aseguran la custodia de La
Tumba del Soldado Desconocido. El interior del mausoleo se puede visitar solo
un día al año, en el resto de los días reina el silencio.
En la parte
alta del parque cualquier peregrino atento puede notar la presencia de un
pequeño castillo, popularmente llamado el Castillo de Vlad Ţepes, dado que
tiene el mismo estilo que la fortaleza de Poenari, donde vivió el voivoda. Con
la Primera Guerra Mundial el pequeño castillo se convirtió en cuartel destinado
al cuerpo de guardia de la Tumba del Soldado Desconocido, y actualmente es la
sede de la Oficina Nacional para el culto de los Héroes.
Por el
Parque Rey Carlos I, el de mi adolescencia, di muchos paseos y aunque conozco
cada rincón todavía sigo descubriendo lugares distintos. Me detengo frente al
lago para admirar los pequeños patos y captar esa imagen en una foto. En ese
mismo parque solían darse cita los jóvenes estudiantes de secundaria, buscando
lugares escondidos, recónditos, románticos, a media luz, a la sombra de un
árbol.
En un banco
del parque se sentó un día un joven adolescente miope junto a otros compañeros
de clase. Un Eliade tímido y acomplejado por su mala vista, “sonrojado,
confundido y humillado”, al que le incomodaban las miradas de extraños. Arenele
Romane, un teatro de verano, donde se representaban espectáculos al aire libre,
fue el escenario del encuentro con una joven morena, de ojos negros y sombrero
blanco. Él se acercó, la besó y ella, asustada, se levantó casi llorando y se
fue en busca de su hermana. La novela del adolescente miope, el
diario de juventud del escritor, guarda ese recuerdo de una historia de amor
fracasada.
Cada ciudad
tiene una luz especial, que siempre entra por una claraboya, por un ventanal.
Mirando desde el interior de la casa el mundo de fuera cambia, pero por dentro
la historia permanece la misma. De regreso a casa contemplo con curiosidad cómo
el haz de luz entra por la ventana, iluminando mi cuarto, las cortinas,
abriendo espacio al reflejo sobre una pequeña carpeta beige, con flores
grandes, de color marrón intenso. No es una luz cegadora, sino una amable,
suave de la tarde. Atravesando los cristales y las persianas, la luz de varios
matices se convierte en un precioso tono que siempre me acompañaría en los
recuerdos. Mi habitación tenía el color del ámbar, entre amarillo y naranja,
translúcido, cálido. Quizá el color de la luz de mi ciudad.
Bucarest es
una ciudad de luz cambiante. La ciudadela tiene hoy otro aire, un estilo
ecléctico, matices de gris y amarillo, aunque mantiene su espíritu monumental.
Hay en el Bucarest perdido y reencontrado un lugar vibrante y cosmopolita, una
ciudad de luces, sombras y reflejos. Un lugar con edificios que permanecen como
reminiscencias de la época comunista, otros que resistieron desde los tiempos
de la monarquía, y los nuevos, de vidrio y hormigón, como también las
torres, sky towers, que ofrecen una vista panorámica, de un
espacio único.
Cae la
tarde sobre Bucarest, termina el día, pero la historia de la capital sigue y
cada segundo que pasa ya es recuerdo. La vida frenética de noche, a la luz de
los fanales, te invitan a detenerte, a descubrir su encanto, su historia, y su
mitología. La de una “ciudad laberíntica” que es también la mía.
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De FRONTERA
D, 21/02/2020
Imagen: Parque Carlos I