RICARDO SAN VICENTE
Gente,
años, vida es
la edición completa y definitiva de las memorias de Iliá Grigórievich
Ehrenburg, escritor, periodista, figura destacada de la vida cultural y
política de la URSS. La obra —que ya conoció una edición española parcial, y,
claro está, censurada, en los años sesenta— es un libro memorable por diversas
razones. Para empezar, por ofrecer un recorrido detallado y sugerente por el
siglo XX hasta los años sesenta. Constituye, por tanto y en primer lugar, con
todas las limitaciones de la época, un itinerario personal por la experiencia
soviética. En segundo lugar, la publicación periódica en la revista
literaria Novi Mir de estas memorias representó para los soviéticos
una auténtica ventana al mundo exterior, hasta entonces prácticamente
desconocido. Gracias a Ehrenburg, los lectores viajaron a la dorada época del
París de principios del siglo XX y a sus protagonistas: políticos (Lenin,
Trotski), artistas, escritores, poetas, editores (Rivera, Modigliani, Picasso,
Hemingway, Joyce). Pero antes el autor nos describe con detalle y lirismo
contenido sus primeros pasos en la lucha revolucionaria junto a los
bolcheviques en una Rusia donde el zarismo se hacía pedazos. De esta época
le vienen los contactos que permiten explicar, tal vez, por qué sobrevivió a
los peligros de la historia soviética. Pues la supervivencia durante los
pavorosos años del estalinismo es tal vez el rasgo más característico de este
hombre, cuyas memorias bien podría haber titulado “Confieso que he
(sobre)vivido”.
Después de
pasar largos años exiliado en París, al estallar la revolución de 1917, el
autor regresa a Rusia y su relato se detiene en el desarrollo y los
protagonistas de la hecatombe. En su recorrido por esta época surgen los
retratos de políticos y sobre todo artistas, Voloshin, Mandelstam, Maiakovski,
Esenin… Tras varios años en la URSS, en 1921 decide y, lo más insólito,
consigue abandonar el país para “dedicarse a la literatura” e instalarse en
Europa como ciudadano soviético. Si antes de la revolución se había ganado la
vida, entre otros oficios conocidos, como corresponsal para algunos periódicos
rusos —recogiendo por ejemplo el desarrollo de la Primera Guerra Mundial —,
entonces se dedica al periodismo al servicio de los órganos de prensa
soviéticos. En estos años, sin abandonar la poesía, se adentra en el terreno de
la prosa. Y alcanza un relativo éxito con sus novelas Las
extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y sus discípulos (1921)
o La vida agitada de Lásik Reitswantz (1928), tal vez sus
mayores logros literarios.
Así pues,
ya tenemos las tres vertientes de este hombre orquesta: el político, el
escritor y el periodista. El político cercano a los bolcheviques, el poeta
lírico y social y el novelista desigual, primero mordaz y vanguardista y
finamente instaurador de un peculiar realismo crítico, muy cercano al realismo
socialista. Facetas que combina y que no abandonará nunca: se halle en Moscú,
en el frente de Gandesa, en Berlín, en Viena o en el París ocupado, seguirá
escribiendo poesía, seguirá mandando sus crónicas y seguirá tomando partido,
navegando viento a favor con su tiempo y a veces anunciando la llegada de
nuevos aires, ya sean de tormenta o de bonanza, como ocurrió con la
novela El deshielo, que llegará a dar nombre en la
URSS al periodo de relativa tolerancia de los años cincuenta y sesenta.
Ante el
ascenso del fascismo y el triunfo de Hitler, contribuye activamente, impulsado
por las autoridades soviéticas, a unir a los antifascistas europeos. Será el
alma del Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en
el que, junto a Gide, Aragon o Malraux, intervendrán Borís Pasternak e Isaac
Bábel (ambos merecen extensos retratos y reflexiones sobre su obra y trágica
suerte), y contribuirá activamente a la realización del II Congreso
Internacional de Escritores, en Valencia, ya en plena guerra civil española.
Su interés
y amor por España, como explica en sus memorias, le viene ya de la primera
época parisiense. Es parte de la formación del joven poeta absorber y hacer
suyo todo el bagaje poético del pasado y de otras tierras del que la poesía
española es una muestra notable.
Después de
Francia, España se convirtió en el país más próximo al corazón del periodista,
y su pueblo, en un pueblo hermano. Sus crónicas respiran un sentimiento sincero
de fraternidad con el pueblo español. Tras un primer viaje por toda España tras
la proclamación de la República, durante la Guerra Civil pasará largos periodos
en los diversos frentes, hasta el final de la contienda: “Será tu impulso,
corazón! / Quemado y rojo Aragón. / Ni un árbol ni un matojo, /
rocas tan solo y bochorno. / Lo darías todo por un sorbo! / Balas,
polillas diminutas. / Has de correr y conseguir llegar… / Y recordar
cómo de niño te llamaba tu mamá. / Las piedras rojas. El humo azul. /
Un cañoneo breve; el crepitar / de las ametralladoras, que callan
luego. / Fue aquí, guerra, donde te encontré. / Sueño profundo, sopor
del mediodía. / Extremo de desesperación es Aragón” (1938).
Es conocida
su perspicacia y saber en lo que se refiere a los grandes cataclismos. Tuvo muy
clara conciencia del peligro que acechaba a la joven República española y pudo
intuir, ante la incredulidad de sus amigos parisienses, la revuelta de los
golpistas. (Al igual que en su momento intuyó y anunció la inminente invasión
nazi de la URSS, como más tarde, tras la muerte de Stalin, la llegada del
“deshielo”).
Las páginas
dedicadas a España y a los españoles, independientemente de las diversas
lecturas que se puedan hacer hoy, ayudan a recordar incluso a los lectores
españoles las raíces y la dimensión de la tragedia española. Junto con Mijaíl
Koltsov (político y periodista soviético asesinado por Stalin a quien Iliá
Ehrenburg dedica también uno de sus retratos), el autor contribuyó muy
activamente a la creación de esta actitud entre romántica y solidaria de los
soviéticos hacia el “heroico pueblo español”. Sobre la presencia soviética en
la guerra civil española, el autor lógicamente se detiene en la aportación de
las Brigadas Internacionales, de los militares y traductores soviéticos,
pasando de puntillas en la activa y a veces sangrienta intervención soviética
en los asuntos españoles. Por otro lado, hoy es bien sabido que, al igual que
las celebraciones con motivo del centenario de la muerte de Pushkin, la lejana
y romántica contienda española servía de pantalla para poner en sordina los
famosos Procesos de Moscú, juicios que se llevaron por delante en 1937 a lo que
quedaba de la oposición a Stalin; entre ellos, al amigo y protector de
Ehrenburg, Nikolái Bujarin (a cuyo juicio se vio obligado a asistir).
Para el
autor, la contienda española era el preámbulo del gran asalto del fascismo en
Europa. Al margen de la poca estima que Ehrenburg sentía por los alemanes desde
la Primera Guerra Mundial, el autor de La caída de París sentía
con sus vísceras la llegada de la explosión nazi. Y en los momentos de mayor
desconcierto moral e ideológico de los gobernantes soviéticos, ante la
inesperada invasión de los nazis en 1941, Ehrenburg fue de los primeros, armado
de su máquina de escribir, en lanzarse al combate contra el invasor. Las
crónicas, artículos y soflamas de Vasili Grossman e Iliá Ehrenburg fueron tal
vez los únicos pedazos de papel que no se empleaban para liar los pitillos en
el frente. La popularidad de Ehrenburg se extendía por todos los frentes de la
Unión Soviética y llegaba hasta las trincheras alemanas. Sus crónicas
periodísticas, escritas en los diversos campos de batalla, eran célebres por su
carácter incendiario, que tanto daba ánimos a los soldados soviéticos como
cubría de odio (y tal vez pavor) al invasor. Ambos escritores contribuyeron a
crear el célebre Libro negro, obra que no vería la luz en la
URSS hasta la perestroika. Al extermino que los nazis practicaron contra los
judíos dedica el autor las páginas más emotivas, junto con las engendradas por
la guerra civil española, de este magnífico libro. (Y en la última parte, no
publicada en Rusia hasta los noventa, el autor vuelve al tema del antisemitismo
y el racismo, esta vez soviético).
Hay varios
hechos históricos sobre los que el autor se mueve como quien camina sobre la
cuerda floja. Pero el que hace referencia al final de Stalin y de su tiranía
merece siquiera un breve comentario. A finales de 1952 se hizo público “el
compló de las batas blancas”, según el cual, siguiendo el viejo modelo de las
purgas iniciadas por Stalin, algunos médicos —la mayoría de origen judío— se
habían propuesto asesinar a la cúpula del partido. Entonces, a algunos
prohombres con apellidos judíos se les conminó a firmar una carta en que se
venía a decir que, a pesar del merecido castigo que debía caer sobre los
culpables y sus inductores, no todos los judíos rusos eran desleales. Pues
bien, Ehrenburg fue de los pocos que se negaron a firmar esta carta (a
diferencia de Vasili Grossman, que recogerá fielmente este vergonzoso episodio
en su novela Vida y destino). Pero no solo hizo esto
Ehrenburg, sino que redactó una carta de respuesta a Stalin, el verdadero
instigador de la operación, mostrando al gran dictador el carácter
contraproducente tanto de la carta que se les proponía firmar como del hecho de
que se persiguiera a unos ciudadanos por su origen. Afortunadamente Stalin
resolvió con su oscura muerte el previsible final de esta historia… Pero lo que
me gustaría subrayar, además de mostrar lo abominable del mundo del
estalinismo, es el contraste que se dibuja entre el estilo de una carta, que es
un auténtico ejercicio de servilismo, y el hecho fantástico de que su autor,
tal vez el único capaz de hacerlo entonces en toda la URSS, muestra
valientemente su oposición a la voluntad del tirano, poniendo así su cabeza a
merced del hacha… Humillación y valentía.
En cuanto a
la calidad literaria del texto español, en primer lugar hemos de subrayar la
esforzada labor realizada por la traductora Marta Rebón, que ha logrado
transmitir el estilo del autor y proporcionar la información necesaria para
situar personajes y hechos que el lector tal vez ignore. Como en el caso de
Herzen y tal vez tras los pasos de Chéjov, Ehrenburg sabe fundir en su prosa, a veces
irónica y siempre concisa y fluida, la precisión del documento con dosis de
medido lirismo, sabe reunir su condición de periodista y testimonio presencial
con la de escritor, del artista consciente de la importancia de las palabras,
de la textura formal de la narración y de su objetivo.
Sobre los
compromisos que el autor contrae con su conciencia y las concesiones que se vio
obligado a hacer a su tiempo y sus dueños, además de todo lo que tuvo que dejar
en el cajón —que hoy se ha recuperado en esta edición— y, sobre todo, lo que se
llevó por delante la autocensura: el doloroso peso de sus raíces judías, el
silencio obligado ante la evidente y repetida traición de los ideales socialistas
perpetrada por el poder, así como su comportamiento durante la orgía antisemita
emprendida por Stalin que solo la muerte de este logró detener, su actividad
como mensajero soviético de la paz, mientras la URSS se armaba hasta los
dientes, etcétera. Sobre todo ello se podría escribir y discutir
interminablemente.
De modo que
citemos, a modo de respiro, las palabras del propio autor: “Sesenta y siete
años es ya un profundo otoño de la vida, aunque escribo estas líneas en un día
de mayo. Ya reverdecen los pobos y bajo mi ventana florecen las nevadillas y el
azafrán. Me gusta la primavera, como también me gustaba de niño; de modo que a
través de todas mis experiencias no he perdido el más preciado de los dones, el
de la esperanza”.
Es cierto,
una vez más, que la esperanza es lo último que se pierde. Pero en este caso,
este natural sentimiento se torna casi sarcasmo, a tenor de la farsa en que se
convirtió su país pocos años después de la muerte de Ehrenburg, un hombre que
recorrió su tiempo y su vida entre el temor y la esperanza, con la convicción
sincera de que un nuevo mundo esperaba a la humanidad. Y, vistas las cosas como
se desenvuelven por nuestras tierras hoy, y ya no hablemos de lo que ocurre por
los extremos orientales de Europa, las palabras de Ehrenburg, es cierto que
enunciadas en un mundo desconocido para el lector español, suenan casi como el
acíbar en la miel de nuestros sueños.
Leyendo
este libro, uno no puede dejar de plantearse mil preguntas: sobre nuestro
pasado, sobre la vida de estos idealistas —de entre los que hubo víctimas,
verdugos, más víctimas, o ambas cosas a la vez y unos pocos afortunados
supervivientes—, no puede uno no pararse a pensar en el azar de la historia,
que, vaya por Dios, favorece más a los cínicos o sencillamente malvados que a
los románticos, cuya única fortuna es tal vez escribir unas memorias y morir a
tiempo…
Y uno se
pregunta si valen las medias verdades, como las que giran en torno a la guerra
civil española, si se puede destacar con gesto compasivo la orientación sexual
de un pensador como Gide para descalificarlo políticamente, o subrayar el
“infantilismo” de un poeta como Pasternak para, resaltando su condición de
genio lírico, descalificar su novela, gestada, con acierto o no, durante largos
años. Y sin embargo, las medias verdades de Ehrenburg son más que eso, son la
expresión de una época, de unos anhelos y, lo que es peor, de un sueño que se
reveló tan sangriento como estéril. En este sentido, a modo de complemento para
estas memorias, es decir, para llenar los espacios vacíos que deja Ehrenburg,
recomiendo la lectura de la biografía de Joshua Rubenstein Lealtades
enmarañadas. Vida y época de Iliá Ehrenburg (Siglo XXI, 2012). Para
acabar, y casi en respuesta al desasosiego que desde la distancia (en el
espacio y el tiempo) provoca la lectura de este apasionante libro, citemos las
palabras de Nadezhda Mandelstam, la viuda del poeta, que en su segundo libro de
memorias escribe: “Entre los escritores soviéticos él fue y siguió siendo un
mirlo blanco. Fue con la única persona con la que mantuve relaciones todos
aquellos años. Sin poder hacer nada, como todos, sin embargo intentaba hacer
algo por la gente. Gente, años, vida es en realidad el único
libro que desempeñó un papel positivo en nuestro país. Gracias a este libro,
sus lectores, principalmente la pequeña intelligentsia técnica,
conocieron decenas de nombres. Al leerlo seguían avanzando más rápido y más
lejos, y, con la ingratitud que caracteriza a los humanos, al instante daban la
espalda a quien les había abierto los ojos. Pero, de todos modos, una multitud
asistió a sus funerales, y yo me fijé en que entre la multitud asomaban los
rostros de buenas personas. Era una muchedumbre antifascista, y los soplones, a
los que habían mandado en masa a la ceremonia, destacaban mucho entre aquellas
caras. Ehrenburg hizo su trabajo, y esta labor fue ardua y desagradecida. Tal
vez fue justamente él quien despertó a aquellos que se convertirían en lectores
del samizdat”. Es decir, a los primeros brotes de la
disidencia soviética, el embrión del movimiento que finalmente minó los
cimientos de la URSS.
Por todo
ello, a pesar de las medias verdades, de los claroscuros y los sentimientos
encontrados, Gente, años, vida se nos antoja una pieza valiosa
para entender nuestro sobrecogedor siglo XX.
_____
De EL PAÍS,
09/05/2014
Imagen:
Iliá Ehrenburg/RIA NOVOSTI