ANDRÉS SEOANE
“Todo
aquello ocurrió en la prehistoria de nuestras vidas: la suya, demasiado breve;
la mía, demasiado larga. El hálito del arte aún no había incendiado,
transfigurado esas dos existencias. Era la hora diáfana y ligera que
precede al alba”. Así recordaba, años después, la poeta rusa Anna Ajmátova (1889-1966) el incendiario y fugaz amor
que compartió con el artista italiano Amedeo Modigliani (1884-1920) en el efervescente
París de la belle époque.
Una
relación, fina y delicadamente reconstruida por la escritora francesa Élisabeth
Barillé (París, 1960), que se zambulló en esta historia tras reconocer
a Ajmátova en una escultura del artista subastada en París en 2010 que
batió todos los récords al alcanzar un precio de 43 millones de dólares.
Magnetizada por el busto, y por la historia que podía encerrar, la autora, de
ascendencia rusa, viajó a San Petersburgo para indagar en los archivos que se
conservan de la poeta.
Viajando a
través de los recuerdos que Ajmátova vertió décadas después en sus textos y
versos, que siempre se negó a compartir con nadie, Barillé recrea en Un amor al alba (Periférica) las conversaciones de ambos
creadores palabra por palabra. “Congeniamos”, le dice a la rusa un
maravillado Modigliani, que la plasmaría en 16 dibujos, entre desnudos y
retratos. “Solo usted puede hacerlo: ahuyentar mi desconfianza, hacerme comprender
la confusión que me agita. Solo usted es capaz de hacer que mi soledad sea más
profunda y deseable que nunca”.
El primer
encuentro entre ambos, que la escritora imagina en un café de Montparnasse como
La Rotonde, donde se reunía la flor y nata de la intelectualidad parisina y del
que Modigliani era asiduo, ocurrió en 1910 y encendió una chispa
instantánea. Modigliani, que había llegado a la capital del Sena en 1906
soñando ser artista, malvivía vendiendo retratos rápidos hechos a lápiz
mientras se obstinaba en pintar y esculpir. Ajmátova, que alimentaba ferozmente
el sueño de ser poeta, llegó en su luna de miel con su marido, el mediocre y
ambicioso poeta acmeísta Nikolái Gumiliov.
Una influencia profunda
Prendado de
ella, Modigliani la acecha. Le alerta de los peligros de París, “una ciudad
temible”. “También lo es San Petersburgo, monsieur, las ciudades no tienen
piedad, por eso nos arrojamos a ellas, para que nos pongan a prueba y nos
curtan”, responde ella. “Curtirse es poner los sueños en peligro y yo
solo tengo un deber: salvarlos”. Esa visión tan pura del arte los acerca
irremisiblemente. Infelizmente casada, Ajmátova abandona París tras unos meses.
Llegaría entonces el tiempo de unas cartas que, por desgracia, hallaron el
fuego como destino en las purgas de los años 30. “Usted se quedó en mí como una
obsesión”, le escribe Modigliani. Y ella le responde: “Su voz se ha quedado
grabada en mi memoria para siempre”.
Con
sutileza, Barillé intercala estos escuetos y apasionados fogonazos amorosos con
una inmersión en las profundidades creadoras de dos personalidades lúcidas y
atormentadas. Modigliani inspiraría nueva poesía en Ajmátova,
recordándole la idea de que debe ser placentera y voluptuosa, de que debe
compartirse. Ella, por su parte, le haría volver a la pintura, que tras varios
fracasos, había dejado un poco de lado.
Un año
después Anna volvió sola a París para reunirse con él y allí vivieron una
pasión intensamente breve. Él tenía 26 años y empezaba a ser conocido, ella
tenía 21 y ya escribía poesía. Durante esos meses fueron danzantes
bailarines que se reían de la lluvia. “Su rostro borró todos los demás”, le
diría él. Como telón de fondo, el libro despliega toda la sensualidad del
ambiente bohemio de las vanguardias artísticas, recorriendo ese París poblado
de genios por el que pasearon abrazados, dispuestos a jugarse la vida por el
arte, dos jóvenes enamorados y sedientos de belleza.
Modigliani en la memoria
Sin
embargo, Ajmátova tuvo que volver a Rusia y con los ecos de la guerra y la
revolución resonando en el continente, jamás volvería a ver al artista. Años
después, en 1958, Ajmátova escribió: “Mirar atrás es un crimen que hay
que cometer sin fanfarrias y, sobre todo, sin testigos”. Aunque muchos se
perdieron en los años oscuros del país soviético, Anna guardó hasta sus últimos
días uno de los retratos que le hizo Modigliani, que incluirá en su obra La
carrera del tiempo de 1965 (un año antes de su muerte), la primera que
pudo publicar al derogarse el veto de Stalin.
Y es que el
recuerdo del artista estuvo siempre presente en su memoria, como refleja el
largo Poema sin héroe, que comenzó a escribir en 1941,
evacuada por la guerra en la ciudad de Tashkent, y que estuvo perfeccionando en
durante veinte años. El fragmento que alude al italiano, es fiel
epitafio de una relación que marcaría la vida de dos de los grandes creadores
del siglo XX:
“En la
negruzca neblina de París, / seguro que de nuevo Modigliani / furtivamente
caminará tras de mí. / Él tiene el triste don de traer, / incluso en el sueño,
la confusión / y de ser culpable de los desastres. / Pero, para mí —su mujer
egipcia— él es… / la música que toca el viejo en el organillo, / todo el rumor
de París se esconde bajo esa música / es como el rumor de un mar subterráneo /
que ha bebido del dolor, el mal y la vergüenza”.
[Fuente: http://www.elcultural.com]
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De
SEPHATRAD, blog de Isac Nunes, 20/12/2021
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