ADA DEL MORAL
Todas las
niñas crecen. Menos Monelle, la reina de las meretrices infantiles que salió de
las entrañas heridas de Marcel Schwob (1867-1905), creador de la vida
imaginaria, género donde se mezclan hechos reales y literarios y en quien se
inspirarían Tabucchi, Juan José Arreola, Bolaño o Borges. “La vida humana es
interesante por sí misma”, escribió Schwob, que odiaba el naturalismo de Zola y
la prolijidad vacía de ciertos románticos. Se declaraba incapaz de entenderse
con los psicólogos y admiraba a Robert Louis Stevenson, amigo y modelo
narrativo, por quien emprendería, en compañía de su criado chino, la suicida
peregrinación marítima de su Viaje a Samoa para visitar su
tumba. También maestro, como su querido escocés, del realismo irreal, fomentó a
lo largo de su existencia un agradable misterio. Era cordial y perverso,
juguetón y ávido, nítido e impenetrable. Lamentaba su fealdad y sonreía para
lucir su dentadura perfecta.
Sus 37 años
estuvieron nutridos de gran literatura y una enfermedad que le robó la dignidad
y le hizo sentirse “un perro viviseccionado”. Amó a dos mujeres especiales y
ambas le correspondieron: la nebulosa Louise —petite Vise la
llamaba él— y la hiperbólica actriz de origen español Marguerite Moreno
(1871-1948), quien afirmaría que su inteligencia era una pesadilla, pues
veía en “planos, como los insectos”. La primera le preparó para la segunda, que
llevó a América Latina su literatura, ya por entonces impulsada por el
escritor mexicano Julio Torri y las tempranas traducciones de Rafael Cabrera.
Entre ambos amores, en un intervalo que va de 1891 a 1896, publicó Corazón
doble, El rey de la máscara de oro, El libro de Monelle, La
cruzada de los niños, Mimes y un buen número de ensayos
dedicados a Villon, Stevenson o a la lectura, placer que reivindica practicar
en la cama.
Una vida
entre libros
Marcel
Schwob nació en Chaville, en el seno de una familia de judíos cultos. Su padre,
originario de Basilea, poseía el periódico Le Phare de la Loire, en
el que el hijo, que jugaba a citarse con Poe y Verne, ejercitó sus primeros
anhelos literarios. Se crió en la Biblioteca Mazarino, feudo de su tío materno
Léon Cahun. Allí aprendió sobre la otra vida de los muertos y entabló una
relación que atravesaba las épocas con los Coquillards —banda de Villon, el
poeta ladrón— cuyo argot le fascinaba, con la antigüedad y con culturas lejanas
que le despertaron el don de lenguas y una percepción única.
El suicidio, de un tiro en el corazón, de su gran amigo el erudito en ciernes
Georges Guieysse le entregó al estudio de archivos infinitos. Se hizo experto
en descubrir y recrear momentos perdidos. Así nace la vida imaginaria. Luego se
tendía a ver jugar a su perro Flip en su habitación, casi un gabinete de
curiosidades. De algún modo, su capacidad para descubrir paisajes habitados
donde otros no ven más que el yermo le conecta con los hermanos Quay, artistas
de la animación, dotados de una sensibilidad parecida.
Schwob, durante mucho considerado un simbolista menor, intuyó la necesidad de
la novela de desprenderse de todo lo superfluo y acertó a manejar la elipsis
como un instrumento narrativo que hace trabajar al lector, excitándolo.
Supo dotar a sus libros, ligeros y consistentes, de antiguos imaginarios
transidos de piedad, terror y lubricidad. Huía del presente que caduca pronto y
se situó en la intemporalidad de un pasado recreado donde solo funciona lo
palpitante. Gracias a su exquisita sencillez, llena de colorido y concisión, su
lectura siempre deja con ganas de más.
Cada libro suyo es una víscera eterna y él un personaje del futuro que iluminó
el París de la Belle Époque. Moréas, Catulle Mendès, Jules Renard, Rachilde,
Colette y Willy, Verlaine el fauno, Wilde verde de sífilis, Picasso aún con
pelo o el torturado Jean Lorrain fueron sus compañeros. Nunca deseó acólitos
sino iguales. Quizá le llegue pronto esa justicia que el poeta Luis Alberto de
Cuenca, Premio Nacional de Poesía y schwobista consumado, reclama en su
poema Los dos Marcelos, donde lamenta sus siete líneas dentro del
canon literario frente a las siete páginas de Proust. Ahora, tras un siglo de
su muerte, el panorama ya ha cambiado. En España la editorial Páginas de Espuma
ha publicado el excelente ensayo de Cristian Crusat Vidas
de vidas, donde
analiza el poder de su obra; El deseo de lo único, que reúne sus textos sobre literatura, y
sus Cuentos
completos, que
incluye el inédito “Maua”, cuyo título en samoano significa “nosotros dos” o
“él y yo”, y narra una desasosegante escena onanista que no se sabe si es
real o soñada.
Aventura interior
Schwob
persiguió en su escritura el deseo de lo único, dio aire al arte de la
biografía y la traducción e inventó una suerte de novela polifónica de aventura
exterior e interior que es, sin duda, la salvación del género, aunque pocos se
hayan dado cuenta. Primero publicó Corazón doble, dedicado a
Stevenson, historias sobre la dualidad humana, divididas en “Corazón doble” y
“La leyenda de los mendigos”. De una fiebre religiosa a la que sucumbieron
miles de niños en el medievo surge La cruzada de los niños,
protagonizada por críos rezumantes de fe, leprosos olvidados y papas oscuros
que narran aquel peligroso peregrinaje a Tierra Santa.
En sus Mimes, inspiradas por el descubrimiento del poeta griego
Herondas, el mundo clásico y mítico le sirve para reflexionar sobre el
hedonismo, la soledad o la memoria. El rey de la máscara de oro es
una colección deslumbrante de relatos habitados por un plantel de criaturas
rescatadas o inventadas por un hombre que hacia el fin de siglo recorría libros
y antros en busca de luz.
La verdad la encontró en Louise, una joven que había sido prostituta ocasional,
bebía café y fumaba demasiado, en 1891. Como hombre de secretos, apenas habló
de esta relación. “Tengo por amante a una niñita que es una bestezuela
encantadora”, le comentó a un amigo. Pero la sacó de las calles y, a su lado,
vivió una infancia nueva o, quizá, la primera. Ambos iban de la mano por lo
desconocido. Cuando dos años después murió en sus brazos, Marcel destruyó todas
sus cartas menos una y las volcó en El libro de Monelle, publicado
en 1894. La sacerdotisa de las niñas putas es la implacable y eterna profetisa
del devenir: “Destruye, destruye, destruye. Huye de los muertos que engendran
la pestilencia. Conténtate con toda apariencia, déjala, y no te vuelvas”. De la
ausencia de Louise surge Monelle, la que está sola en el Reino Blanco, que es
la página virgen, tumba de los niños que no han aprendido las cuatro reglas,
las sábanas inmaculadas que las niñas prostitutas soñaron durante sus vacíos de
alimento.
Poco después de la publicación del libro comenzó la enfermedad intestinal que
le destruyó no sin antes llevarle, sin alivio alguno, varias veces a quirófano,
agriarle el carácter y sumirle en la morfina. Aun así tuvo fuerzas para casarse
con Marguerite Moreno, afirmando: “Estoy a la entera disposición de la señorita
Marguerite Moreno, que puede hacer de mí lo que quiera, incluso
matarme”. El poeta André Salmon, en su prólogo de El libro de Monelle de
la editorial bonaerense Argonauta, se recuerda cohibido ante aquel gran burgués
agonizante que jugaba a ser mendigo, con un ojo cubierto por una excrecencia de
carne, la mano cadavérica a la espera de un óbolo y, en las tripas, el ronchar
glotón de la carcoma fatal. Al día siguiente, el joven recibió una nota en la
que Schwob había garabateado: “La timidez es la madre de todas las
mediocridades”.
Por desgracia, estaba cerca de dejar atrás todas las máscaras de oro, lepra y
carne. Dicen que no pudieron cerrarle los ojos. Ahora, desde sus libros, sigue
viendo todo.
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De AHORA,
29/01/2016
Imagen: Marcel Schwob por Sacha Guitry
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