TXEMA ARINAS
Todavía
conmocionado, no tanto por las imágenes que nos llegan de la guerra de Ucrania,
porque por desgracia nuestra retina está ya acostumbrada a todo tipo de
barbaridades por vía catódica, sino también, o sobre todo, por la insoportable
convicción de lo mucho que se está pareciendo este primer cuarto del siglo XXI
al anterior, y eso cuando todavía creíamos que después de todo lo ocurrido
entonces no volvería a repetirse nunca, que era imposible que fuéramos tan
estúpidos como especie para volver a poner el mundo en llamas y además ahora
con armas nucleares de por medio. No he tardado, como todo buen letraherido que
se precie —expresión que, confieso, cada vez me resulta más antipática—, en
acordarme de Nikolái Gógol. ¿Y por qué me acuerdo de Gógol en lugar de otros
conocidos escritores nacidos en Ucrania como Irène Némirovsky, Anna Ajmátova,
Adam Zagajewski, Clarice Lispector, Mijaíl Bulgákov o Vasili Grossman, los
cuales, al igual que Nikolái, escribieron en una lengua distinta al ucraniano?
Pues porque, a diferencia de Irène Némirovsky o Clarice Lispector, las cuales
escribieron la mayoría de sus obras en francés o portugués respectivamente, las
lenguas de sus países de acogida, el resto lo hizo en ruso, la lengua oficial
del imperio al que Ucrania pertenecía desde el siglo XVII. Escribieron en ruso,
ya fuera porque esa era la lengua de su familia dados sus orígenes rusos a
pesar de haber nacido en Ucrania, como era el caso de Mijaíl Bulgákov, o porque
tanto ellos como en algunos casos también sus familias, la habían adoptado como
lengua de cultura dada la obligatoriedad de ésta para cursar cualquier tipo de
estudios o carrera profesional, y también como lengua cotidiana dada la
primacía del ruso en los entornos urbanos como consecuencia de la postergación
que sufría la lengua autóctona ucraniana, condenada a ser poco más que el modo
de comunicación de las clases populares y sobre todo campesinas. Se trataba,
por lo tanto, de una situación de diglosia propia de lo que el escritor e
intelectual occitano Robert Lafont definió como “colonialismo interno”, es
decir, aquel contexto presente y pasado en el que un país incorporado a una
entidad político-administrativa mayor es desposeído por el Estado al que
pertenece, tanto de sus recursos económicos como de la posibilidad de
desarrollarse social y culturalmente dado que es mantenido en un estado de
dependencia y subordinación a los intereses de la metrópoli, la cual también le
impone su lengua y cultura como únicas a ser tenidas en cuenta.
Así pues,
ese es el contexto sociocultural en el que nació Nikolái Vasílievich Gógol
en Soróchintsy, en la gobernación de Poltava (actualmente
Ucrania), en el seno de una familia de baja nobleza rutena. La de Gógol
era una familia de hondas raíces ucranianas que incluso remontaban sus orígenes
nobles al período en el que la mayor parte de Ucrania había pertenecido a la
Unión Polaco-Lituana. Sin embargo, y como consecuencia de haber nacido en el
período en el que Ucrania pertenecía ya al Imperio ruso, Gógol, al igual que
todos los vástagos de la pequeña nobleza rural ucraniana, enseguida adoptó el
ruso como lengua de estudios y, sobre todo, de ascenso social. Tan es así que
fue después de haber emigrado a San Petersburgo en 1828 para cursar estudios
superiores, donde también empezó a trabajar como funcionario de la administración
zarista, y donde el joven Gógol conoció al famoso escritor ruso Aleksandr
Pushkin. Así pues, fue gracias a la amistad que entabló con Pushkin que el
joven Gógol decidirá dedicarse a la literatura. Gógol comenzó escribiendo
diversos relatos breves cuya acción transcurre en San Petersburgo, como La
avenida Nevski, el Diario de un loco, El capote y La
nariz. Con todo, sería su comedia El inspector, publicada en
1836, la que lo convertiría en un escritor conocido por el gran público. Un
éxito que también fue la razón por la que decidiera emigrar a Italia escapando
de la polémica que había suscitado su obra a causa del sarcasmo con el que
describía los pormenores de la administración zarista y las clases dirigentes.
Gógol pasó casi cinco años viviendo en Italia y Alemania, viajando también algo
por Suiza y Francia. Fue durante este período cuando escribió la que sería su
obra más representativa, Almas muertas, cuya primera parte se
publicó en 1842, y también la que sería su novela más popular, Tarás
Bulba, protagonizada por el cosaco del mismo nombre y ambientada
en el siglo XVI en tierras ucranianas, las cuales entonces estaban parcialmente
ocupadas por los polacos.
Dos novelas
por las que todavía hoy se recuerda a Nikolái Gógol —si bien yo añadiría también Historias
de San Petersburgo como imprescindible para entender su obra— y
completamente diferentes entre sí. Si Almas muertas es sin
lugar a dudas la gran novela de Gógol, considerada por muchos críticos a la
altura de El Quijote o la Divina Comedia, ya fuera
por lo original de su propuesta, un mercader, Chichikov, que compra el alma de
los siervos muertos para que los terratenientes pudieran inscribirlos en el
registro como bienes activos, o por lo innovador, valiente incluso, de su
escritura al tratarse de una sátira burlesca de todo un sistema en crisis como
era el de la Rusia anterior a la emancipación de los siervos, y un estilo donde
se alternan una increíble maestría descriptiva con una libertad absoluta a la
hora de enfrentarse a la previsible estructura del texto según los cánones de
la época, su segunda novela más conocida, Tarás Bulba, es todo lo
contrario, una novela histórica bastante formal, prácticamente un folletín, con
el claro objetivo de convertirse en un gran éxito de público, ni más ni menos
que aquello de lo que estaba más necesitado Gógol una vez tomada la decisión de
dedicarse profesionalmente a la escritura en exclusiva.
Sin
embargo, Tarás Bulba es también la razón por la que todavía
hoy en día se pelean dos naciones como Rusia y Ucrania, empeñadas cada una de
ellas en apropiarse del nombre de Nikolái Gógol para su panteón de glorias
patrias. Y por eso mismo también, por lo ridículo de esta pugna para determinar
si Gógol fue un escritor más ruso que ucraniano o a la inversa, una pugna que
alcanzó su más altas cotas de sinrazón durante el bicentésimo aniversario del
nacimiento del gran escritor en 2009 al enzarzarse tanto las autoridades rusas
como las ucranianas en una disputa acerca de a quién pertenecía la gloria antes
citada, Tarás Bulba resulta fundamental, si no para entender
en su totalidad el conflicto identitario que enfrenta a rusos y ucranianos, sí
al menos para acercarse a las raíces de éste.
Tarás
Bulba cuenta
la historia de un viejo cosaco zapórogo, Tarás Bulba, y sus dos hijos,
Ostap y Andréi. Los hijos de Tarás, luego de concluir sus estudios en la
Academia de Kiev, vuelven a su hogar. Los tres personajes, al
reencontrarse, emprenden un viaje épico a la Sich de
Zaporozhia, ubicada en Ucrania, donde se unen a otros cosacos en la
guerra contra Polonia. Se trata, por lo tanto, de una novela de temática
no sólo ucraniana, sino sobre todo acerca de los orígenes del pueblo ucraniano
como tal, ya que, y tal y como es reivindicado por el nacionalismo ucraniano,
éste surge en el momento en el que los eslavos de alrededor de Kiev y los
vecinos cosacos semiindependientes se unen para quitarse de encima el yugo de
la dominación polaca. Podría pasar, por lo tanto, por uno de esos libros que
condensan las supuestas esencias patrias que los nacionalismos suelen enarbolar
como la razón de ser de lo suyo. Sin embargo, en el caso de Tarás Bulba de
Gógol hay un pequeño pero importante inconveniente, pues no sólo está escrito
en ruso, sino que además es un texto en el que apenas aparece la palabra
Ucrania y sí repetidamente Rusia, incluso Pequeña Rusia para referirse al
territorio que hoy recibe el nombre de Ucrania.
De ese
modo, el problema de lengua nos conduce a una de las preguntas más recurrentes
a la hora de hablar de a qué país corresponde el honor de disfrutar en
propiedad la gloria de un escritor como Nikolái Gógol: ¿es la patria la lengua
o el terruño? Aquí supongo que habría que responder que las glorias literarias
no deberían pertenecer a país o ente administrativo alguno; que la obra de
cualquier escritor, incluso por muy local que sea ésta, pertenece al conjunto
de la humanidad, pues es a ella a la que se dirige desde el momento en el que
cualquiera puede acceder a una obra literaria, ya sea por conocimiento de la
lengua en que está escrita o a través de las traducciones. Sin embargo, y
aunque concuerdo con dicha teoría por muy idealista que parezca, no hay nada
más humano que clasificar para entender, y eso es lo que hacemos, siquiera
instintivamente, cuando atribuimos a cada escritor una tradición literaria u
otra. De ese modo, y por lo general, para la mayoría de la gente que ama la
literatura la razón de ser de dicha clasificación no es otra que la lengua en
la que una obra literaria está escrita. Y lo que ocurre es que esa clasificación
en muchos casos no corresponde siempre a un determinado país o patria como les
gustaría a algunos cuando hablan de literatura española, inglesa, francesa,
portuguesa, árabe, rusa o de cualquier otro país que, por la razón que sea, por
haber adoptado siquiera sólo culturalmente la lengua de la metrópoli
colonizadora o porque simple y llanamente comparte la misma lengua que sus
vecinos como en el caso de Austria con Alemania. Dicho de otro modo, la
tradición literaria en lengua española o castellana no se circunscribe en
exclusiva a España sino al conjunto de países que hablan nuestra lengua,
incluso de individuos que no pertenecerían a ninguno de ellos, pero que, por lo
que fuera, les hubiera dado por escribir en ella. Así pues, si nos
circunscribimos a criterios exclusivamente literarios, la tradición en nuestra
lengua castellana está formada tanto por escritores como Cervantes, Quevedo,
García Lorca, Juan Benet, Cela, Carmen Laforet y muchos otros como José Martí,
Rubén Darío, Gabriela Mistral, Neruda, Gabriel García Márquez, Borges,
Carpentier, etc. Otro tanto en lo que atañe a la literatura en lengua inglesa a
lo largo y ancho de lo que en uno u otro momento de la historia fue parte del
Imperio británico o del francés y portugués por lo mismo.
No obstante,
los nacionalismos sobre los que se sustentan la mayoría de los Estados tienden
a apropiarse de la gloria de los escritores nacidos dentro de sus fronteras. En
realidad es una manera como cualquier otra de engrosar el patrimonio cultural
de cada Estado; que luego sea para presumir de ello más que para promocionarlo
ya es cosa de cada cual. Sin embargo, a quiénes, cómo y por qué hacen parte de
sus patrimonios nacionales. Cuando se trata de un escritor nacido en un país
con una sola lengua y que además se circunscribe prácticamente en exclusiva al
territorio de dicho país, no hay duda alguna: un escritor en lengua danesa
suele pertenecer al patrimonio del Reino de Dinamarca, otro tanto para un
escritor italiano, finlandés, japonés o coreano, etc. Por el contrario, ¿qué
pasa cuando tenemos a un escritor como Kafka que nace en Praga, en el seno de
una familia judía cuyo padre de lengua checa adoptó la lengua alemana para su
familia tras trasladarse a la ciudad dado que ésta era la oficial en el Imperio
austrohúngaro al que pertenecía entonces Chequia? ¿Es Kafka un escritor checo
porque nació en Chequia o alemán porque escribía en esa lengua? ¿Y Joyce? El
irlandés James Joyce nació ciudadano británico y ni siquiera se convirtió en
ciudadano irlandés, porque cuando su país se independizó del Reino Unido él ya
era un ciudadano del mundo que adoptaba la nacionalidad del país en el que
residía en cada momento. Con todo, de la misma manera que todos sabemos que la
obra de Joyce pertenece a la tradición en lengua inglesa, tampoco se nos escapa
que es el escritor irlandés más representativo de una larga tradición de
escritores irlandeses en lengua inglesa, si bien a muchos de éstos les habría
horrorizado que los hubieran catalogado como británicos. Claro que siempre nos
queda la opción de asegurar que tanto Kafka como Joyce son escritores que
trascienden sus fronteras dada la fama o importancia de su obra, escritores
cuya patria es la humanidad y déjate de pasaportes, partidas de nacimiento y
demás papeleo. Empero, eso podría decirse de Kafka sin reparos, pues no existe
una obra tan alejada de un territorio concreto, tan global como el absurdo que
la caracteriza. Con todo, ¿puede haber una obra más irlandesa que la de Joyce y
sin embargo ser un hito de la literatura universal según el principio que solía
repetir el escritor mexicano Carlos Fuentes cuando decía que había que escribir
desde lo local para intentar ser universal?
Lo mismo
ocurre con Nikolái Gógol; nadie duda que se trata de uno de los escritores que
componen eso tan rimbombante como extremadamente ñoño que podríamos denominar
el firmamento de las estrellas de la literatura mundial. Sin embargo, ¿cómo
devino Gógol en una de esas estrellas? Pues, paradójicamente o no, de hacer
caso a Carlos Fuentes, incluso a Fernando Pessoa cuando afirmaba aquello
de Da mina aldeia vejo quanto da terra se pode ver no universo / Por
isso a minha aldeia é tâo grande como outra terra qualquer / Porque eu sou do
tamanho do que vejo. E nâo do tamaño da minha altura, Gógol es un escritor
rematadamente ruso, y no sólo por escribir en ruso como nunca antes lo había
hecho otro, revolucionando a su manera, en la manera de escribir en ese idioma,
sino también porque la mayoría de su temática es rusa, incluso, o sobre todo,
en las obras en las que se vale de la fantasía y, en especial, de su muy
acusado sentido del humor, para retratar, casi caricaturizar, aspectos muy
concretos de la sociedad rusa de su época. De hecho, Gógol es tan ruso,
siquiera literariamente, que hasta no hace mucho se enseñaba en las escuelas
ucranianas como un autor extranjero. Eso hasta hace poco, digamos que
coincidiendo con el bicentésimo aniversario de su nacimiento en el que las
autoridades ucranianas decidieron incorporarlo al panteón de sus glorias
nacionales a pesar de haber escrito en ruso y provocando la consabida y airada
reacción de las rusas que lo consideraban de su propiedad. Una pugna tan triste
y previsible a cuenta de la pertenencia de la gloria de Gógol en la que no
faltan episodios verdaderamente patéticos como la declaración de la Duma rusa
de que el autor de Almas muertas les pertenece poco más que
por decreto y que cualquier otra consideración al respecto sería recibida como
una ofensa a su país. Un absurdo al que, cómo no, correspondió la otra parte
con una traducción al ucraniano de Tarás Bulba en la que se
eliminaban a propósito las alusiones a “Rusia” y a la “patria rusa”,
sustituyéndola por términos como “nuestra tierra” o “la tierra de los cosacos”.
Una burda mutilación del texto original en ruso cuyo único propósito era poder
enseñar el libro en las escuelas ucranianas con el fin de reivindicar a Gógol
como un escritor ucraniano que escribía sobre el alma ucraniana, si bien que en
lengua rusa por las cosas del colonialismo interno del que ya hemos hablado
antes.
Pues sí, un
debate tan fútil como falso; pero, ni más ni menos que como suelen ser la
mayoría cuando lo que los anima de verdad es el nacionalismo de la parte que
sea con fines esencialmente patrimonialistas. Porque esa es, a fin de cuentas,
una de las características más funestas del nacionalismo que tiende a
apropiarse de la cultura como una bandera propia para exhibir al mundo y poco
más, que es incapaz, no está dispuesto, a reconocer que la mayoría de las cosas
que atañen a la cultura casi nunca son patrimonio exclusivo de unos pocos, de
un país o Estado concreto, sino que el alcance de una obra artística, por lo
siempre poliédrico de todas ellas, acostumbra a trascender el marco estrecho o
inmediato en el que ha sido concebida, por lo que casi nunca tiene dueño más
allá del autor.
En el caso
de Gógol nada resulta más ridículo que negar esa dualidad identitaria de su
obra. Gógol es tan ruso en su retrato irónico y surrealista de la realidad rusa
como ucraniano en el del pasado de su país. ¿Por qué, entonces, no puede ser
considerado patrimonio de unos y otros, por qué no puede ser un escritor ruso
de procedencia ucraniana en Rusia y un escritor ucraniano en lengua rusa en
Ucrania? La respuesta, por desgracia, es obvia; porque ambos nacionalismos
están empeñados en negarse recíprocamente, el uno porque parece existir sólo
como resultado de una nostalgia imperial que le hace sentirse víctima de una
conspiración a todas las escalas para negar, mutilar y minimizar ese pasado
imperial, y el otro porque necesita apropiarse para uso propio y exclusivo de
todo lo que tenga que ver con su país, aunque sea de refilón, con el único
propósito de reafirmarse, de existir. Una disputa alrededor de la identidad de
cada cual que, si en el resto de los aspectos de la vida ha derivado en una
peligrosa esquizofrenia, sobre todo cuando echa mano de ella un autócrata con
todo el aparato de su Estado a su servicio para hacer y deshacer a su antojo, y
en especial para controlar a una sociedad hasta el punto de embarcarla en
guerras criminales como la actual en Ucrania, y siempre, pero siempre sin
excepción, a mayor gloria de sí mismo, al fin y al cabo el principal y único
objetivo de todos los tiranos habidos y por haber, cuando se trata de algo tan
en principio inocuo y esencialmente lúdico como la literatura, roza ya lo
demencial. De hecho, y volviendo a Gógol, el profesor Miroslav Popóvich,
director del Instituto de Filosofía de Kiev, nos lo explica muy bien cuando
califica de “idiotez” la discusión sobre si Gógol era ucraniano o ruso, dado
que, en su opinión, “transfiere elementos del debate político al campo
literario. Gógol es uno de los fundadores de la literatura rusa, posiblemente
uno de los más grandes escritores en ruso, pero conserva las raíces nacionales
ucranianas y contempla San Petersburgo con ojos de un hombre meridional. Al
traducir Tarás Bulba se pierde el aroma de la estepa, el aroma
ucraniano, que existe en el original ruso”. Y termina sentenciando Popóvich:
“En Ucrania tenemos nuestros necios radicales y en Rusia también, y ambos son
desagradables”. Pues eso, poco más que añadir a las palabras del profesor que
no sea que, además de desagradables, también los hay simple y llanamente
criminales.
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De
LETRALIA, 13/03/2022
Imagen:
Otto Friedrich Theodor von Möller (hacia 1840). Galería Tretyakov