ENRIQUE VILA-MATAS
Le conocí a
Bolaño justo cuando salía de esa etapa de infinitos domingos en los que se
había ido forjando su salvaje ánimo, le conocí al final de ese prodigioso año
donde algunas cosas acababan justo de dar un vuelco para él y para su familia,
ese año que empezó con Seix Barral publicándole La literatura nazi en
América y terminó con Anagrama editándole Estrella distante.
Bolaño estaba –habría que decirlo con acento brasileño- maravillado. Nunca le
había faltado el humor y ese año aún iba a faltarle menos. De aquel día en el
bar Novo por encima de todo recuerdo haber tenido la sensación o
presentimiento, al poco de conversar con él, de estar ante un escritor de
verdad, algo que el lector debe saber ahora mismo, sin más dilación, que no es
experiencia frecuente: “La poesía (la verdadera poesía) es así: se deja
presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que según dicen
presienten algunos animales especialmente aptos para tal propósito”; la
sensación de encontrarme ante un chileno que no parecía chileno y se asemejaba
en cambio mucho a la idea romántica que en la vida real había yo perseguido
durante décadas, la idea que tenía de lo que debía ser un escritor. No hace
mucho, Gonzalo Maier citaba un ensayo de Fabián Casas en el que este, al
recordar a Bolaño, hablaba de lo mucho que echaba en falta a “los escritores de
antes, a todos esos tipos que, como Cortázar, fueron mucho más que simples
escritores y también fueron maestros, ejemplos de vida, faros potentes en los
que él y sus amigos se proyectaban”.
A mí Cortázar nunca me pareció un faro, pero entiendo de lo que habla Casas. De
hecho, ahora no creo engañarme si digo que, aquel día en el Novo, lo que no
tardé nada en ver o en reconocer en Bolaño fue a un ermitaño lunático o mejor
dicho, a “un escritor de antes”, esa clase de personajes que consideraba ya
inencontrables porque creía que pertenecían a un mundo que había entrevisto en
mi juventud pero que se había perdido ya para siempre; ese tipo de escritores
que jamás olvida que la literatura, por encima de todo, es un ejercicio
peligroso; alguien que no solo es valiente y no pacta ni un ápice con la
vulgaridad reinante, sino que muestra una contundente autenticidad y que une
vida y literatura con una naturalidad absoluta; un increíble superviviente de
una especie en extinción; ese tipo de escritor sorprendente que pertenece con
orgullo a una casta de gente zumbada, obsesiva, maníaca, trastornada en el buen
sentido de la palabra: tipos obstinados, muy obstinados, que saben ya que todo
es falso y que, además, todo absolutamente todo acabó (creo que cuando uno está
en situación de medir las dimensiones de lo falso y del final de todo,
entonces, solo entonces, la obstinación puede ayudarle, puede empujarle a darle
vueltas en torno a su celda para así intentar no perderse el único y mínimo
instante –porque ese instante existe- que puede salvarle); tipos en verdad más
desesperados que la famosa revolución, lo que en cierta forma les convierte en
herederos indirectos de los misántropos desahuciados de antaño.
Esos desahuciados vivieron en los tiempos en el que los escritores eran como
dioses, vivían en las montañas cual ermitaños desesperados o aristócratas
lunáticos; escribían en esos días con la única finalidad de comunicarse con los
muertos y no habían oído hablar nunca del mercado, eran misteriosos y
solitarios y respiraban en el reino sagrado de la literatura. Seguramente, los
“escritores de antes” son herederos de los enigmáticos y misántropos ermitaños
desesperados de antaño; son como los más oscuros tipos duros del callejón más
difícil y por supuesto –lo diré para poder incluir aquí una nota de humor,
acorde con la larga risa de todos estos años- nada tienen que ver, por ejemplo,
con los grises escritores competentes que en su momento tanto proliferaron en
la llamada “nueva narrativa española”; los “escritores de antes” van en busca
de un modo muy personal de expresarse, no ignorando que en ese modo puede haber
todavía –después del fin de la vieja gran prosa y después de la muerta casi ya
definitiva literatura- un camino, quizás el último camino que recorrer. ¿O no?
¿O no hay ninguno? ¿Usted piensa que ya no hay ninguno? En ese caso, le
recuerdo una línea –solo una línea pero qué línea- del cuento “Llamadas
telefónicas”:
“B también piensa que el callejón no tiene salida”
_____
De CALLE DEL
ORCO, 11/01/2014
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