DIEGO MEDRANO
Estamos en
el centenario del pintor Lucian Freud y aquí nadie se entera, las hojas
volanderas consultan cada vez menos los calendarios zaragozanos, y lo que eran
decesos y natalicios como ritmos y rodajes de las respiraciones culturales, ay,
se van perdiendo, igual que el polo a caballo. Lucian Freud frente a su
contrafigura, Francis Bacon, podría explicar sin tartamudos todo el siglo XX
artístico y parte del XXI. Los agoreros, los profetas, las luminarias, ay, qué
risa, aquellos que señalaban hace 50 años cómo la Figuración, en mayúsculas,
estaba muerta, hoy no saben dónde meterse. Pobres, pobres, pobres.
Vamos con
los tópicos: ¿retratista? Sí, vale. Admitido. ¿Los “dolorosos desnudos
humanos”? Ni hablar. ¿Figurativo? Por supuesto, y bien alto, para sordas
universales, algunas igualitas a sus “dolorosos desnudos humanos”. Basta ya de
todo ese empeño de triturar a los figurativos, para poner en alto la
vanguardia, la abstracción, el cubismo, el Tápies de turno. En los años 50
Freud pinta figuración y busca desesperadamente un estilo que viene de Otto Dix
y todos los caricaturistas borrachos alemanes, mucho Grosz, mucho Egon Schiele,
y mucha carne (sin ningún “dolor” en contra de la tesis de Berger) sino al
natural, fresca y en racimo, donde el gancho todavía supura sangre (caso de
Bacon) o desparramada en el sofá como una morsa (Freud) espera a cualquier “chubby
boy” para la faena.
Freud es un
lírico, un pintor de ambiente, un pintor a la manera de la Escuela de París,
sin el menor conflicto, y esa otra festividad que traen las ruinas, la
melancolía lánguida, saudade de interiores silenciosos como un bombón de roca
cuyo ruido bajo la piel lo une todo, y cuyo sabor crece desde el primer
mordisco. ¿Mórbido? No, al tópico general, el ojo mira en libertad y sin
bridas.
El
aislamiento hizo al monstruo: ese huir de flashes, entrevistas, micrófonos y
demás pérdidas de tiempo, concentrado solo en su trabajo, eremita y ermitaño de
su mundo, levantó el mito. Lo que tiene bemoles es que en su lucha contra el
abstracto él mismo lo padece, porque su pintura es fragmentaria, su pincelada
mínima tiene mucho de puzle y geometría, levantando en la panorámica o vista
general todo lo contrario. Mucho más Berlín que Londres, mucho más París que
Londres, y mucho más grabado que óleo en el taller primero de todo lo suyo,
donde empasta y empieza una yuxtaposición muy loca y lúbrica de colores neutros
junto a todos los personajes que pueblan su círculo hasta llegar a la poética
radioactiva: “Pinto gente, no por lo que quisieran ser, sino por lo que son”.
Ahí todas las gordas como focas en el festín carnívoro donde el ballenato
aúlla, goza, gime.
Por los
corrillos de bares, pintas de cerveza, gente muy cetrina, en los pubs ingleses,
le venían a llamar follaviejas, follaburras, follabestias. Ello, sí, contrasta
con su rostro apuesto, su delgadez, su belleza extranjera, su pelo revuelto o
con flequillo, su gusto exquisito por las camisas, los jerséis lisos o los
abrigos cruzados de buen paño. El homenaje que le hizo a Cèzanne llegó a
pagarse a 7.4 millones de dólares americanos. Así él fue el primero en ver cómo
todo el Impresionismo clásico venía de un vagabundo que andaba por los caminos
comiendo hierba, ajeno al frío y con recetas para todo aquel que se acercara
destemplado: “Dos cuescos y una bufa te dejan la cama como una estufa”. Mirada
de halcón, mirada de felino, diálogo eterno con el pasado, levedad en el vuelo.
Llegan a
España las publicaciones sobre Freud a gotas: así lo hizo el catálogo de
Sebastian Smee (2009), así lo hicieron los dos tochos en estuche Martin Gayford
(2018), así lo hizo el libro que preparó su amigo David Dawson con quinientas
obras muy seleccionadas, y así también puede conseguirse el de William Feaver
para Tate o el catálogo, auténtico joyón, de museo Thyssen-Bornemisza. Sigue
sin traducirse The lives of Lucian Freud (Bloomsbury) de su
amigo Feaver, la biografía en tapa dura que el creador merece, enorme y
magnética. Estamos en España, antes deberán pasar por la imprenta Conchita
Velasco y Paco Martínez Soria, versión revival, y más moralismo de hormigonera,
donde la etiqueta roja ya designa a la botella, muy peligrosa, muy desviada, muy
compleja. La pintura siempre antes que la obra y todas las ópticas. Un cuadro
al año. Muchas manías como ratas alrededor suyo. Una disciplina de albañil: de
ocho a una, y de seis de la tarde a medianoche. Siete décadas, siete días a la
semana, incluida Navidad. Puro Anson.
Todos sus
cuadros son fantasmagorías: hay un inicio en el dibujo, en el bosquejo, pero
también algo espectral que va dirigiendo aquel en la precisa y difusa dirección
de la tortura, principal adelgazante. No es un barroco, en contra de muchos,
sino todo un renacentista, un conceptualista de libro. Busca información,
trabaja como un periodista pero no como aquellos mariachis que seguían a López
Portillo en el Palace con la salmodia repetitiva: “No podemos escribir, nos
falta inspiración”; “Ya podemos escribir, tenemos inspiración” (tras un fajo
gordo). El último paisajista célebre: desnudo, vida, llama.
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De EL IMPARCIAL, 14/12/2022
Imagen: Retrato de Lucian Freud por Francis Bacon, 1964
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