CARLOS RILOVA JERICÓ
Este lunes
no me extenderé mucho en lo que les voy a contar. No por alguna razón en
especial, sino por la intensidad de la pequeña historia dentro de la Gran
Historia (la que se escribe con “H” mayúscula) que quiero contarles.
Se trata de
alguien que les sonará, a la mayoría, del colegio, del Instituto… a otros menos
de la Universidad: René Descartes, autor de algunas inevitables y relativamente
famosas fórmulas matemáticas, básicas para muchas operaciones imprescindibles
para nuestra sociedad tecnológica y, también, del célebre “Discurso del
Método”. Ese manual sobre la forma correcta de pensar y de interpretar la
realidad que nos rodea, resumida en la famosa frase “Pienso luego existo”.
René
Descartes hizo todas estas cosas y, quizás, para los que sólo lo conozcan,
vagamente, por sus fórmulas matemáticas o sus pensamientos filosóficos, sea una
figura también vaga, un borroso erudito encorvado sobre libros a veces tan
polvorientos como él.
La realidad
histórica del llamado Descartes no puede ser más diferente. Aquel profundo
filósofo conocía la realidad de su época -esa que quiso reducir a números- de
verdadera primera mano y no desde un oscuro gabinete de erudito.
Así es,
durante muchos años se ganó la vida como uno de los miles de mercenarios que
combatieron en una de las más feroces guerras que han asolado Europa. La
llamada de los Treinta Años, que, entre 1618 y 1648, devastó la zona central de
ese continente.
Podría
darles muchos datos para que se hicieran una idea de qué fue aquello. O, por
ejemplo, mandarles a leer un libro tan cruel como “Simplicius Simplicissimus”
-que a algunos les sonará de la serie de televisión que se hizo en los años
setenta del siglo pasado- y en el que se plasman, contadas por otro mercenario
testigo de los hechos -su autor, Hans Jakob Christoffel von Grimmelshausen- el
punto atroz al que se llevó aquella guerra entre católicos y protestantes. Sin
embargo, sólo les recomendaré, vivamente, que vean “El último valle”. Una
magnífica película sobre todo ese asunto, entretenida, como todo lo que
protagonizó en su día Michael Caine, y donde se describe, con todo lujo de
detalles y guión de James Clavell, aquella gloriosa barbaridad de la que monsieur Descartes
fue testigo y protagonista, formando parte de bandas de soldados no muy
diferentes a los que se reflejaron en el “Simplicius” o, más gráficamente, en
“El último valle”.
Adolphe
Bitard recogió en un curioso libro -uno de esos tan comunes entre los “savants”
franceses de finales del siglo XIX-, “Histoire populaire des Sciences,
Inventions et Découvertes depuis les premiers siècles jusqu´a nous jours”, una
anécdota no menos curiosa sobre René Descartes que nos ayudará a comprender
mejor quién era, en realidad, aquel autor de teoremas matemáticos.
Cuenta
Bitard que René fue destinado a la carrera de las armas por su padre, miembro
de la llamada nobleza de toga que, evidentemente, buscaba un mayor rango dentro
de ese grupo social dominante a través de esa dedicación de su hijo a una de
las carreras más respetables de la época: la militar.
Tras un
paréntesis en el célebre colegio de los jesuitas de La Flèche recibiendo, como
muchos otros burgueses y nobles franceses, su educación fundamental, el joven
Descartes iniciará una atormentada carrera de jugador en París y, finalmente,
según nos dice Bitard, reconvenido por Mersenne, uno de sus antiguos compañeros
de clase, sobre cómo malgastaba sus cualidades, decidirá recorrer Europa para
sistematizar sus conocimientos. Algo que era más fácil de financiar en esos
momentos siendo soldado.
Fue así
como entró en 1616, al servicio del príncipe Mauricio de Nassau, que combate al
imperio español en las provincias rebeldes de los Países Bajos. Desde ese
momento, y hasta 1621, Descartes formará en diferentes ejércitos a lo largo de
esa primera fase de la guerra que aún debía durar hasta 1648: el del duque de
Baviera, el del conde de Bucquoy…
Tras la
muerte de este último en una emboscada, decidirá regresar a la vida civil, al
menos de momento, ya que en 1628 formará parte de las tropas que asedian La
Rochelle. Durante su regreso desde Hamburgo hasta Holanda tras la muerte de su
último jefe, Bucquoy, es cuando se producirán los hechos que muestran quién era
realmente aquel que hoy recordamos, por lo general y simplemente, como
matemático y filósofo.
Cuenta
Bitard que los marineros del barco en el que navegaba Descartes con su único
criado, creyeron que sería una fácil presa a asesinar, a arrojar por la borda
y, finalmente, a ser despojado de su equipaje que, tal vez, intuían rico.
El plan se
frustró porque Descartes, actuando con ese método preciso que lo haría pasar a
la posteridad, convenció rápidamente a sus potenciales asesinos y ladrones de
que se las veían con un soldado veterano, hábil con el manejo de la espada
desde hacía años, acostumbrado a matar durante años de combates en el punto más
álgido de la Guerra de los Treinta Años.
Es difícil
saber si la escena se desarrolló según nos lo muestra el grabado de Meunier con
el que se ilustra esa parte de la obra de Bitard. Sin embargo, si no fue así
debió suceder de un modo muy parecido. Desarrollándose todo de acuerdo a lo que
un geómetra y filosofo de hacia 1630 -en este caso Descartes- llamaba “vida
cotidiana”. Un conjunto de circunstancias de novela de capa y espada que hoy
día nos parecería imposible relacionar con un miembro tan respetable de la
sociedad como eso que ahora llamamos “un científico”.
Algo que, en fin, a pesar de parecer una simple anécdota, nos debería hacer pensar profundamente sobre la realidad del modo en el que aquel hábil espadachín, René Descartes, nos dejó escrito en su “Discurso del Método”. Un libro ideado y redactado, como espero habremos deducido de todo lo dicho hasta aquí, a lo largo de muchos años entre tiros, cañonazos y estocadas que aquel gran matemático y filósofo repartía sin apenas pestañear. De un modo tan feroz como cualquier caimán de los que pululaban por las tabernas de París haciendo figura de viejos soldados, contratándose por cuatro “sous” como matones y asesinos a sueldo, representando, en fin, el papel de muchos otros en aquella Europa que el historiador Henry Kamen llamó, con bastante razón, del “siglo de hierro”, y de la que Descartes formaba también una parte indivisible. Como matemático, como filósofo, como mercenario…
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De DIARIO VASCO, 11/11/2013
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