DANIEL MOCHER
Vuelvo con
mis hijos al Paseo de la Alameda. Higueras australianas, naranjos, palmeras,
encinas, jacarandas en flor. De los álamos que mandó plantar en 1645 Rodrigo
Ponce de León, virrey de Valencia, solo queda el nombre del paseo.
Evocaciones. Reside aquí un animal mítico que se busca los cuartos traseros con
apetito voraz, Uróboro que se muestra más claro en este domingo radiante de
Resurrección. Aquí me trajo mi padre y a mi padre, seguramente, su padre. Día
de la marmota genealógica, así, tal vez, hasta la noche de los tiempos. Más que
el eterno retorno nietzscheano, la eterna fuga, el éxodo perpetuo de los míos,
no sentirse en casa en ningún lugar ni regresar a ninguna parte. How
many times must a man look up before he can see the sky, canta Bob
Dylan desde el Puente de las Flores mientras unos turistas franceses
se fotografían entre geranios.
La
pescadilla que más se muerde la cola es la de la memoria, a dentelladas. Está
la necesidad de traer a nuestros muertos a este lado, constantemente, al margen
más débil del amor. Necesitamos sentirlos cerca de alguna manera, visiones,
presentimientos, alucinaciones, una caricia fría en el espinazo y sin embargo
nos reconforta, sobre todo cuando sentimos que algo importante se desmorona a
nuestro alrededor. Sísifo y carga pesada al mismo tiempo, recordar a los
ausentes y sonreír por ellos y por los que acaban de llegar.
Entramos en
el Museo Histórico Militar, he venido al menos una vez con cada uno de mis
hijos. Los niños se asombran y pasan un buen rato entre sables, pistolas,
rifles, metralletas, tanques y medallas. Ignoran, felices, que tras cada objeto
se esconde una tragedia. No sería capaz de distinguir entre un kalashnikov y un
fusil winchester pero yo también disfruto la estancia y curioseo entre las
huellas sombrías que ha ido dejando el ser humano a su paso por la historia.
Cuánta maña nos dimos siempre para la ingeniería de la dominación y de la
muerte.
En esta
misma alameda vi en 1990 a Jerry Lee Lewis, actuaba de telonero
de The Beach Boys, a mis 13 años tuve que volver a casa antes de
que tocasen los californianos. La actuación del pianista fue más que
suficiente, seguro que regresé al barrio flotando por la avenida del Puerto.
Música y adolescencia, cóctel que roza lo alucinógeno, estramonio acústico y
efervescencia hormonal, canciones tribales, salvavidas hímnicos, fuegos
artificiales recorriendo arterias, a nuestro paso se derretían los
relojes, great balls of fire, podríamos haber caminado sobre las
aguas de tan eléctricos.
Me detengo
bajo un pino monumental y pienso si no serán sus ramas, como dendritas, parte
de una gran neurona universal que me piensa. El estómago lleno de comida
japonesa y las dos cervezas Sapporo me han llevado a una
especie de sofisticación del pensamiento un tanto extraña. Hagamos borrón y
cuenta nueva o cambiemos de tercio. Vamos de nuevo a lo más difícil: lo sencillo.
Todo se confunde en este ejercicio de la memoria, divago, me voy por las
raíces, todas mis casas las empecé por el tejado. La sorpresa, el
estupor, that keep me searching for a heart of gold and I'm getting old,
los pecios de la vida, Neil Young me lleva a Praga, 2003, allí
compré una antología de Jaroslav Seifer antes de dirigirme a
Karlovy Vary, ciudad bohemia de aguas termales, lugar de reposo de Carlos
IV, Mozart, Karl Marx. De calles empedradas,
decadentes, aristocráticas, muy Belle Époque, Orient
Express. Probé las aguas medicinales pero no olvidé llevarme en la mochila
una botella de Becherovka para brindar con todos mis fantasmas camino de Viena,
junto a Joseph Roth, no sé si buscando a la emperatriz Sissi o
a Egon Schiele, la palaciega hermosura lánguida y mortecina o esa
celebración de lo grotesco que nos consume, enfermiza fealdad, vigorosa
belleza, en su descarnado frenesí.
Regresamos
a casa, al presente más prosaico. Conduce Elena y los niños duermen agotados.
En la radio Shakira le echa la culpa a la monotonía. Por la
carretera de Madrid, mientras hablamos de la Alameda y los atascos de la Semana
Santa, todavía noto en mi boca un sutil regusto herbáceo, amargo, alcohólico,
especiado y dulce, como de confundir y paladear juntos el pasado y el presente.
Será el último trago que le di, antes de subir al coche, a aquella botella de
Becherovka.
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De LOS
PROPIOS PASOS, blog del autor, 10/04/2023
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