CLARITA SPITZ
El pasado
mes de mayo, durante la Feria Internacional del Libro en Bogotá, FILBO, se
rindió homenaje al escritor cartagenero Roberto Burgos Cantor, con la
presentación de Orillas, libro de cuentos publicados bajo el sello
Seix Barral, que contiene gran parte de la selección de narraciones que tituló
originalmente Historias de Trastienda. Se presentó también Caminos
divergentes: una mirada alternativa a la obra de Gabo, que Burgos dejó
editado para la feria, donde recoge los estudios de la cátedra Gabriel García
Márquez 2018 que él fundara en la Universidad Central ese mismo año. Fue
un homenaje en su natalicio, a su vida y a su obra.
Atravesaba
por uno de sus mejores momentos literarios cuando la muerte le sorprendió a su
regreso a Bogotá, después de pasar sus últimos días en su natal Cartagena,
solitario, resguardado como un ermitaño, escribiendo la que sería su nueva
novela. Escribió ocho cuartillas y por ellas, alcanzó a decir, que tal encierro
“valía la pena”.
Quienes
tuvimos la dicha de conocerle, ya sea en persona o a través de sus escritos, lo
recordaremos siempre por su generosidad, su trato amable, su mirada tranquila y
andar sosegado, su inconfundible voz pausada, y su peculiar ritmo al hablar.
Poseía el don maravilloso de la escucha. En medio de la cacofonía del entorno,
escuchaba a los demás con interés, y aún la más trivial de las conversaciones
merecía toda su atención. Su partida nos deja un enorme vacío, pero también la
alegría inmensa de haberle conocido.
“Día
tras día escribí lo mejor que pude a sabiendas de que escribir era lo único que
quería hacer en la vida”.
Pocas
semanas antes de partir, pudimos escucharle y abrazarle en LIBRAQ, la I Feria
del Libro de Barranquilla, un inolvidable encuentro con las letras de cara al
Río Magdalena. Por los pasillos de la feria, en improvisadas entrevistas con
distintos medios, habló de la alegría que sentía al ver renacer la literatura
en la ciudad. Pocos la recuerdan ahora, pero Roberto rescató, emocionado, la
tradición literaria de la ciudad al recordar la Feria del Gran Caribe que se
organizaba ahí años atrás, cuando Barranquilla “fue un lugar de encuentro de la
mejor literatura”.
Ahí, entre
risas y anécdotas, hablamos del Premio Nacional de Literatura del Ministerio de
Cultura que acababa de recibir por su novela Ver lo que veo: “Recibí
este reconocimiento con un sentimiento enorme de gratitud porque, al fin y al
cabo, los premios sirven para ayudar a la circulación de los libros y
despiertan la curiosidad de los lectores, y como hay tantos que jugamos a la
lotería, cuando se gana es una dicha”. De sus planes futuros contó, “estoy en
la corrección de un libro de cuentos que saldrá en marzo del año entrante. En
este nuevo libro abandono un poco mi lugar natal y exploro otras ciudades y con
motivos distintos, y estoy escribiendo novela, que es el vicio eterno, porque
en ellas el escritor construye un sitio en el querría vivir”.
Nada presagiaba
que éste sería nuestro último encuentro.
De rigurosa
guayabera blanca en el Caribe o gabardina negra y bufanda en Bogotá,
entre breves e intermitentes encuentros en ferias del libro y otros eventos
literarios en Barranquilla, Bogotá, y otras ciudades de Colombia, tuvimos
oportunidad de intercambiar correos y llamadas. Nuestras conversaciones de aquí
y allá me dejan hilar hoy esta nota con la que lo recordamos desde las
páginas de LetraUrbana.
Roberto
Burgos Cantor nació en el Corralito de Piedra, “mi querencia, la esquina de la
cual salí”, un 4 de mayo de 1948. Graduado en Derecho en la Universidad
Nacional de Bogotá, alternó su profesión de abogado con su vocación literaria,
siguiendo la que fue su consigna: morirse o salvarse escribiendo: “Día tras
día escribí lo mejor que pude a sabiendas de que escribir era lo único que
quería hacer en la vida”.
Doctor
Honoris Causa de la Universidad Nacional (2015), fue fundador del Departamento
de Humanidades de la Universidad de Cartagena, director del Departamento de
Escrituras Creativas de la Universidad Central de Bogotá, conferencista de
la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional e invitado
especial de la clase de narrativa literaria de la Universidad de la Sabana, en
las afueras de Bogotá.
Fue un
pescador de imágenes. Buscaba “otras formas de mirar y, por lo tanto, de
sentir”. Cautivaba a sus lectores por la fuerza de los personajes femeninos que
creaba, inspirados en las mujeres de Cartagena, Santa Marta, Montería, que
encontraba reclinadas contra una pared, a la entrada de una empresa o una
universidad vendiendo dulces o verduras. Eran imágenes que siempre le retaban.
“¿Qué estará pensando?”, se preguntaba. Tradujo las voces de la
cotidianeidad al lenguaje literario: “las palabras deben dar cuenta de los
olores, de los cambios de la luz, el olor de la fruta, de los vientos. Eso
muestra un mundo que existe en las novelas y que le permite al lector sentirse
como un visitante.”
Formó
parte de la generación del post boom latinoamericano, también llamada post garcíamarquiana,
quienes tuvieron que “aprender a convivir con un monstruo sin ser devorado por
él”.
La
Cartagena de las barriadas, de los seres anónimos, y de las memorias populares,
fue el lugar de sus musas y el centro de su creación literaria, donde
reconstruye historias de músicos, cantantes, boxeadores, reinas populares,
prostitutas, mecánicos, y todos aquellos personajes que no tienen voz, “… los
excluidos de la sociedad, los que no salen en las páginas sociales de los
periódicos, a los que no se les escucha” – declaraba – “Cartagena se me
ha vuelto el lugar donde prefiero situar las ficciones. Me siento bien allí,
veo que es un mundo que no se ha acabado de contar, que apenas comienza a salir
de las historias de los piratas, de los cañones.”
Burgos
formó parte de la generación del post boom latinoamericano, también
llamada post garcíamarquiana, quienes tuvieron
que “aprender a convivir con un monstruo sin ser devorado por él”. Consideraba Cien
años de soledad una obra fundamental para los escritores en lengua
española, con la que García Márquez resolvía, con un ambicioso poder de
renovación literario y mediante el uso de metáforas, la tensión entre una
escritura arcaica de formas caducas e impuestas y la voluntad de
modernidad. (La vida es corta y el arte largo, Mayo 28, 2017).
A pesar de
la diferencia de edades, mantuvo una estrecha relación de amistad y respeto
mutuo con Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez. Burgos “embrujó” a ambos
con su primera novela El patio de los vientos perdidos. “Yo
hubiera querido escribir algunos de estos capítulos”, dijo Gabo, y autorizó que
se usara esa frase para promocionarla. Por su parte, Álvaro Mutis le pidió
escribir la nota de la contratapa “…porque lo primero que van a decir es que
esa novela es garcíamarquiana, y no tiene un carajo que ver. Pero
eso no lo puede decir usted, sino yo”.
Sus colegas
y amigos más cercanos lo recuerdan como una persona supremamente disciplinada,
exigente consigo mismo y con los demás, riguroso en su oficio literario, y
absolutamente enamorado del lenguaje. Para su gran amigo, el también
escritor Julio Olaciregui, Roberto era “un contemplador, una suerte de asceta,
de monje o santo parrandero, con una mirada penetrante, pícara, tierna, sabia y
serena. Pero también, un “hombre profundamente discreto, a veces encerrado en
sí mismo y muy callado”. ¿Por qué tan reservado?, le preguntaban. “Para
un escritor su silencio es voz”, escribió.
Se inició
escribiendo cuentos para diversas revistas y páginas culturales. En 1969 ganó
su primer premio literario: el Concurso Nacional de Cuento convocado por el
periódico Pizarrón de la Universidad Javeriana y en 1971 fue
ganador del Concurso Jorge Gaitán Durán del Instituto de Bellas Artes de
Cúcuta.
«El
encierro, la soledad, son exigencias de la escritura literaria»
Anotaba sus
bocetos entre los apuntes de la clase de matemáticas. Su primer escrito, una
nota sobre Jorge Luis Borges, quien había visitado la Universidad de Cartagena,
fue publicada en el Diario de la Costa. Finalizaba la secundaria cuando
sus padres, ambos maestros, enviaron aquellos universos que su hijo construía
en los márgenes de sus cuadernos al escritor Manuel Zapata Olivella, quien le
publicó en 1965 su primer cuento, La lechuza dijo el réquiem, en la
edición número tres de la revista Letras Nacionales que éste dirigía. Esa
publicación le abrió las puertas y, al poco tiempo, otro de sus cuentos, Cadáveres
para el alba, fue incluido en una antología de 15 cuentistas colombianos y
sirvió de inspiración para un cortometraje realizado por el director de cine
chileno, Duni Kusmanitz.
En 1980
salió a la luz Lo Amador, su primer libro de cuentos, que algunos
consideran una novela disfrazada, pues todos los cuentos están ligados entre
sí. Son historias del Caribe, con el mar y los muelles como testigos y
con la dificultad para alcanzar los sueños como tema recurrente. Le
siguieron De gozos y desvelos, Quiero es cantar, Juego
de niños, Una siempre es la misma y El secreto de
Alicia.
Escribió 6
novelas: El patio de los vientos perdidos, El vuelo de la
paloma, Pavana del ángel, La ceiba de la memoria (Premio
de Narrativa Casa de las Américas 2009 y finalista del Premio Rómulo Gallegos
2010), Ese silencio, El médico del emperador y su hermano,
una novela de una perfecta brevedad, que presentó en el Carnaval de las Artes
2016, y Ver lo que veo (Premio Nacional de Novela del
Ministerio de Cultura, 2018) además de Señas particulares, un libro
testimonio de época y el menos conocido de su producción literaria.
Mantenía
una suerte de inocencia y recato en sus declaraciones. “Cuando el escritor se
refiere a lo que escribió se ve interferido por una especie de pudor que le
impide agregar voces al texto publicado.” Decía, recordando a Borges, que
“al fin y al cabo toda mi vida he estado en la biblioteca de mi padre”.
Ahí encontró a Joyce, Cervantes, Passolini, al lado de Shakespeare, Kafka,
Proust, Sartre, Hemingway, Cortázar, García Márquez, Cepeda Samudio … “Mi papá,
como liberal, era incapaz de aconsejarme uno u otro y lo único que me dijo al
mirar los libros que leía fue «no te preocupes, que más tarde volverás a
leerlos otra vez». Tenía razón”.
Una de sus
mayores influencias literarias fue el argentino Ernesto Sábato, desde que se
tropezó con El túnel en una compraventa de libros en
los límites de la ciudad amurallada, a donde llegó atraído por el aviso “Venza
la ignorancia”.
«…En las
artes no hay grados, el escritor no se diploma de nada. Cuando dejó de
escribir, dejó de ser escritor. Así termina por estar cerca del abismo cada vez
que considera haber concluido un texto.”
En 1968
Burgos decidió, junto a Eligio García Márquez, hermano del nobel y su gran
amigo, escribirle a “don Ernesto”, quien les respondió en hojas mecanografiadas
y en fotocopias de fragmentos de sus libros con anotaciones manuscritas. A
través de los años intercambiaron cartas donde hablaban de todo, incluso de
política y tangos. Después lo visitó en su casa de Santos Lugares, afueras
de Buenos Aires, en un viaje en tren que describió como uno de los instantes
más emocionantes que le regaló la vida.
Sostenía
que existen dos líneas de escritores: los que preparan al detalle su proyecto,
su escritura futura y los que van al azar, a la incertidumbre. “… y permitimos
que el texto nos vaya preguntando. Yo voy avanzando con el texto, no tengo un
preconcepto y me interesa eso porque a pesar que el primer grupo se empecine en
escribir de lo que saben, yo prefiero escribir de lo que no sé. Veo la
escritura como una forma de descubrir.”
Para
Roberto, el escribir novelas era una especie de “navegación sin brújula” llena
de incertidumbres. “El escritor siente que se acerca el momento
inevitable de obsesionarse con las tachaduras y reescrituras en las márgenes y
entrelíneas. En las artes no hay grados, el escritor no se diploma de nada.
Cuando dejó de escribir, dejó de ser escritor. Así termina por estar cerca del
abismo cada vez que considera haber concluido un texto.”
Defensor de
la soledad del escritor, expresó en una de sus últimas entrevistas: “El
encierro, la soledad, son exigencias de la escritura literaria. No en un
sentido dramático, del escritor incomprendido, sino como un requisito del
oficio. Estar solo, para quien escribe, es la comprensión total de que solo él
puede escribir, que no tiene la facilidad de otros oficios de decir «voy al
parque, me tomo un café y en tanto vuelva, llamo al secretario y le digo que
continúe con ese párrafo». Eso no puede ocurrir. En ese sentido, es un trabajo
solitario que sólo lo puede hacer quien lo esté haciendo.”
En la
última página de Señas particulares aparece la
pregunta: ¿de qué murió? Y él responde: “La parte de la vida que a cada quien
corresponde se agota. Y ella, poderosa, invencible, continúa desbocada. Se
asoma por doquier, para que no se olvide nuestra provisionalidad”.
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De LETRA
URBANA, 05/06/2019
Imagen: En
Cienfuegos, Cuba, 2011
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