Sunday, September 12, 2010
El pintor de la decadencia
Por: Eduardo Paz Leston
Levántese y dele el asiento al señor", me dijo mi madre al oído. Yo estaba tomando sol al borde una pileta de natación en la quinta de una amiga de ella. Cuando abrí los ojos vi un hombre de unos treinta y tantos años –treinta y tantos de entonces, diciembre de 1945–, con traje, chaleco y corbata que me atravesaba con la mirada. Quedé aterrado. Era Manucho. No volví a verlo hasta 1955, pero los amigos de mis padres estaban pendientes de lo que Manucho decía y publicaba. Recuerdo los comentarios escandalizados sobre Aquí vivieron (1949). No se habrían escandalizado si el autor hubiera sido francés, pero alguien que ellos conocían... Dos años después tuve que dar, en diciembre, examen de físico-química. Imposible estudiar algo tan aburrido. Preferí la lectura de Aquí vivieron; no lo podía soltar. Me pareció que estaba dentro de una película, las que eran "inconvenientes para menores de dieciocho años." Me aplazaron. Tuve que rendir examen en marzo. Con la publicación de Misteriosa Buenos Aires (1951) empecé a leer los libros de Mujica Lainez a medida que aparecían. Este segundo libro de cuentos también me fascinó. Recreaba las intrigas y los rituales de la Colonia como si los estuviera viendo, sin el apoyo de una iconografía previa. Todo lo que veíamos a través de sus ojos había salido de su imaginación. La saga porteña Los personajes de Los ídolos (1953) guardaban la distancia necesaria para que compartiéramos el punto de vista del autor, que los envolvía en una atmósfera que les daba un carácter mítico, como ocurre con la fatídica tía Duma. La tía Duma, Marco Antonio Brandini, Lucio San Silvestre hablaban muy poco, preservando así el prestigio de sus nombres musicales. En realidad, más que personajes eran figuras, estampas de un pasado difícil de concebir para un muchacho que vivía durante los años del peronismo. Para los lectores atentos La casa (1953) fue la consagración del autor. La historia de la familia del senador contada por la casa no idealizaba a sus habitantes. Las lágrimas contenidas no evitan una descripción implacable que abarca desde el presuntuoso esplendor hasta la decadencia y la miseria. Esa casa existió, quedaba enfrente del edificio del Jockey Club, incendiado en 1953. Después de la Revolución Libertadora agregó otra novela a la "saga porteña", como la llamó su editor, a pesar de estar poblada de antihéroes. Como tenía antenas muy finas, Mujica Lainez sabía muy bien que el mundo de su juventud, el de los bailes espléndidos, había terminado. Al liberarse la ley de alquileres, las dueñas de terrenos fabulosos ocupados por grandes tiendas situadas en el centro de la ciudad, empezaron a venderlos, después les llegó el turno a las grandes casas, que pasaron a llamarse "palacios" cuando dejaron de existir. Con estas ventas que dieron a sus dueñas una pasajera sensación de prosperidad, pronto borrada por la inflación, desaparecía un estilo de vida regido por la estética. Fue desplazado por el afán de enriquecerse a toda costa, que trajo la ruina definitiva de muchas familias de clase alta que se apresuraron a colocar su dinero en las financieras. Intimidad del personaje De ser amigo de su hija Ana pasé a ser amigo de Manucho. Lo frecuenté desde 1955 hasta su mudanza a las sierras de Córdoba. Lo veía muchas veces en su casa donde festejaba sus cumpleaños rodeado de amigos y parientes. No recuerdo exactamente cuándo murió su suegro a quien no conocí. Pero como yo vivía cerca aproveché para hacer una visita a la familia. No sólo era amigo de Ana sino de uno de sus primos. Cuando el portero me abrió la puerta, me dijo que "no recibían." Se lo conté a Manucho y me contestó: "Sólo a los mayordomos y a usted se les ocurre hacer una visita de pésame el día del entierro." Me reí pero no le dije que esa era la primera vez que lo hacía. Generalmente lo encontraba en la galería Bonino. Mujica Lainez era el crítico de arte más solicitado de Buenos Aires. Se puede decir sin exageración que creó el interés por la pintura argentina entre personas que no la habían descubierto y que luego serían coleccionistas. Lo vi en otras galerías que exhibían obras de pintores jóvenes no figurativos –era la moda– a los que les hacía preguntas muy precisas como un reportero. Cuando uno después leía la nota, el pintor resultaba más interesante de lo previsto. Mujica Lainez ponía su imaginación en sus críticas, que solían ser breves porque le daban poco espacio en el diario para el cual escribía. La galería Bonino era lo que se entiende por un microcosmos. Uno podía encontrarse con pintores, escritores, mecenas, coleccionistas. Entre los pintores, el más amigo de Manucho era Héctor Basaldúa, "le brave Hector", como lo llamaba. Solíamos almorzar en casa de las tías de Manucho, tres hermanas solteras que bajo distintos disfraces aparecían en sus novelas. Eran muy peculiares: Pepita, la mayor, se desvivía por la Asociación Santa Filomena. Era seria, distinguida, callada. Había sido dama de honor de la infanta Isabel ("La chata") cuando ésta vino para el Centenario. En sus ratos libres trazaba las genealogías de las casas reales. Ana María, la segunda, parecía un personaje de Las mujeres sabias de Molière. Era delicadamente sonriente, cordial y muy aficionada a la literatura francesa. Marta era la tercera, muy distinta de las demás, gorda, campechana, de voz ronca, autora de radionovelas que se transmitían en varios países hispanoamericanos. También era traductora; la última vez que la vi estaba traduciendo un libro de Feuerbach. Manucho era el rey de esos almuerzos divertidísimos donde se juntaban sus amigos y las amigas de las tías, señoritas venidas a menos como ellas pero mucho más orgullosas. Había entre los dos grupos una hostilidad no declarada. Recuerdo una conversación entre una de las tías y una amiga de ellas llamada "La Niñita". En esos días había muerto una señora célebre por su belleza y la tía Marta comentó que la difunta se había conservado joven porque todas las noches se vendaba de la cabeza a los pies. Una momia viviente. Las reacciones de los comensales del inmenso comedor variaron entre la admiración y la hilaridad, o las dos cosas en orden sucesivo. La casa de las tías quedaba en Córdoba al 2700; se las alquilaba Bernardo Kordon a un precio moderado.
Otra casa donde Manucho era tratado como invitado de honor era la de Susana Aguirre, la pintora de los barrios de Buenos Aires. La mesa era más chica; cabríamos seis personas. Pero antes de pasar al comedor tomábamos unos riquísimos cócteles que nos ponían a todos de buen humor, y aunque Manucho estuviera más ácido que de costumbre no importaba. De ahí salían las frases que luego repetiríamos. Tal vez no fue en casa de Susana, pero recuerdo que una vez me preguntó: "¿Dónde se ha metido? Usted está hasta en la sopa o desaparece." Y levantando las cejas y haciendo un ademán, agregó: "¿En qué mundos, en qué submundos andará usted?" Le contesté con una sonrisa de complicidad. El otro Manucho Pero la fama, la fama esperada que daban los semanarios, llegó con la novela Bomarzo (1962). Cuando fui a la presentación, en la galería Pizarro, para que firmara mi ejemplar, me preguntó qué me había parecido. "Me encerré durante tres días hasta que la terminé. Se parece a Dumas". "Es lo mejor que podés decirme", me contestó. A partir de entonces un nuevo Manucho, el Manucho mediático, comenzó a devorar a Mujica Lainez, que cayó en las redes del personaje social creado por él para defenderse y para atraer a los ignaros. Muchos de los que decían ser sus amigos no lo habían leído. Los últimos años que pasó en Buenos Aires en su hospitalaria casa de la calle O'Higgins, donde Anita, su mujer, resolvía todos los problemas de orden práctico, Manucho se sintió desplazado por otros escritores y por la invasión de la política en que se implicaron varios hijos de amigos suyos que se unieron a grupos guerrilleros. En su decisión de emigrar a Córdoba seguramente influyeron la tiranía de su "alter ego" y la indiferencia de los lectores. Una vez que se instaló en la inmensa casa de Cruz Chica, trajo a sus tías a vivir junto con él, su mujer y su madre, la misteriosa Lucía Lainez de Mujica Farías. En Cruz Chica En el aislamiento de la sierra cordobesa –interrumpido por algunos viajes a Buenos Aires– Mujica Lainez empezó a resurgir, a salir del infernal laberinto barroco en que se había encerrado. Primero fue Cecil (1972), un intento de autobiografía oblicua, luego dos novelas, Sergio (1976) y Los cisnes (1977), que contienen capítulos memorables, seguidas por El gran teatro (1979), de trama artificiosa pero hábilmente construida, un entretenimiento de primer orden como señalé en una reseña publicada en el suplemento cultural donde yo trabajaba, y ya se sabe, trabajar en un semanario, en un suplemento es una incitación a la impertinencia. Se la mandé junto con la entrevista previa a la nota. No me lo perdonó, o mejor dicho me perdonó cuando fui a saludarlo para el último cumpleaños que festejó en Buenos Aires. Lamentablemente no lo felicité por El escarabajo (1982). Cuando me enteré de su muerte, en 1984, no me sorprendió. A pesar de ser muy disciplinado, no se cuidaba, tenía alta tensión, seguía tomando cócteles y había fumado en exceso. En Buenos Aires se levantaba temprano, escribía a la mañana, tomaba el tren y almorzaba en casa de amigos, luego visitaba exposiciones y comía en algún restaurante, algunas veces conmigo y otros amigos, Jorge Cruz, Guillermo Whitelow, Alejandra Pizarnik y, en una ocasión, con Pepe Bianco con quien se había reconciliado. Por más cansados que estuviéramos, Manucho nos despabilaba a todos. Además de haber sido un escritor admirable, fue el conversador más brillante de su época.
De la Revista Eñe, Clarín, Buenos Aires, 12/9/10
Imagen 1: Manuel Mujica Láinez (Buenos Aires, 11 de septiembre de 1910 - "El Paraíso" en Cruz Chica, Córdoba, 21 de abril de 1984)
Imagen 2: Caricatura del autor en Página 12, Buenos Aires
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