Friday, September 17, 2010

Locura y poder/BAÚL DE MAGO


Roberto Burgos Cantor

Algo extraño debe tener lo que llaman el poder para que quienes lo ejercen sufran las transformaciones anímicas, de carácter y espirituales que observan quienes estan sometidos a él por convención o por la fuerza.
Pertenecen a la leyenda las historias de reyes a quienes la carcoma del poder condujo a extremos opuestos. Unos buscaron el refugio de la soledad y el ascetismo para purgar el delirio vanidoso que crea la ilusión, a quien manda, de que él es un eje del mundo. Otros concluyeron su vida en medio del fragor de las intrigas y las ambiciones, acosados por una locura que los defendía de la realidad, hasta que un envenenador, un cuchillero piadoso, o una sublevación, les regalaba el sosiego eterno.
De alguna manera estas formas extremas de llegar al final gurdaban alguna coherencia con la fantasía que atribuía a un designio divino el origen del poder real.
Hoy impera la conclusión del profesor Schmitt, “ el poder que un hombre ejerce sobre otros hombres proviene de los propios hombres”.
Sin embargo parece que la naturaleza del poder se opone a los controles. Que el destino de su ejercicio no se acomodara a los frenos y procedimientos. Y por supuesto su primer conflicto es con la ley. Al poder no le sirve la ley.
Esa incipiente incomodidad se torna en un obstáculo insoportable. Se olvida el origen de su mandato, el propósito del mismo. Ello es posible porque ha ocurrido una afectación mental: creerse una especie de enviado, novísimo mesías, que a los golpes de su voluntad o su capricho resolverá el desperfecto de la nación, o el municipio.
Una iluminación como la anterior implica otra que termina por absorber el coco del mandador. Se trata de la repentina complicidad con la eternidad. Ahora ningún tiempo terrenal, ni período legal, ni plazo convenido, es suficiente para el poder. Hay que prolongarlo sin fin.
Entre el origen místico del poder como elemento de la locura, y el origen mundano como gusano del autoritarismo, la distancia y la diferencia es la que distingue lo sublime de lo vulgar. No puede ser lo mismo la locura con método de Macbeth que el balbuceo sin sentido de sonidos y de furia de un idiota.
Los dictadores encarnaron entonces una caricatura del poder real sin delegación de dios. Cuando quieren dar muestras del poder es inevitable que caigan en la extravagancia o en el delito.
En Colombia la idea del estadista, como una forma a la cual se apega el centralismo, ha conservado cierta modestia apenas perturbada por debates de campanario. Son contados los momentos históricos en los cuales se apuntó a reformas de cierta ambición. Es reciente el caso de un dirigente de izquierda quien respondió a las exigencias de un sector de sus electores que a él lo habían elegido para gobernar y no para reformar. Interesante paradoja. Extraviada la dimensión ética del poder, su efecto de transformador moral, quedan las pequeñas y útiles obras. Unos kilómetros de calles. Unos restaurantes para niños sin recursos. Unas escuelas. Realizaciones que sin duda hacen menos dura la vida pero que son insuficientes para el tamaño de la necesidad. Como decía la santa viva: algo es algo.

Publicado en Cartagena de Indias (Colombia)

Imagen: Pierre Alechinsky

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