A las siete de la noche, una capa de neblina baja lentamente cubriendo la mitad de la ciudad con un tono blanco grisáceo. A esa hora en algunos lugares, el alumbrado público combate con la oscuridad, aunque la carretera que va hasta el sector 2 aún permanece en tinieblas.
Es viernes. Pero ya no se escucha el bullicio de dos meses atrás. La música le dio paso a un silencio apacible, que custodia cada hora una patrulla de la Guardia Nacional. Al frente, en el piso 3, se deja colar una salsa amenizada con voces y risas. Ya no llega más allá. Ningún vecino vuelve a quejarse.
La noche en Ciudad Caribia cambió luego de aquella madrugada del 7 de abril, cuando un grupo de vecinos se enfrentó con piedras a efectivos de la Policía Nacional, con un saldo de una joven de 17 años muerta de un tiro, que, supuestamente, se escapó del arma de reglamento de un funcionario.
"Dicen que allí -en los bloques 15 y 16- vendían droga. Ese sábado en la noche armaron un rumbón que no dejaba dormir a nadie. Los policías fueron después de que nos quejamos y esos chamos los agredieron con piedras y botellas. Un policía se puso nervioso y sacó una pistola. La chama se atravesó y recibió un disparo", cuenta uno de los vecinos.
La marca de esa trifulca está estampada en la maqueta de la ciudad. Está rodeada de ventanales que la protegen de la intemperie, pero que no la cubrieron de las piedras de aquella madrugada de abril.
Se encuentra en la plaza central del urbanismo, financiado por el Gobierno nacional para atender la demanda de las familias damnificadas de Federico Quiroz, Nueva Tacagua y Blandín. Fragmentos del ventanal izquierdo aún reposan en las pequeñas montañas que se alzan en la muestra en miniatura de Ciudad Caribia.
La maqueta mide al menos cuatro metros cuadrados. Sobre ella, cada grupo de viviendas está identificado con un cartelito. Escuelas, centros comerciales, hoteles y la sede de las instituciones públicas también tienen su cartel.
A casi dos meses del enfrentamiento donde murió Denise Mendoza, hecho por el cual ocho oficiales de la PNB están siendo investigados, nadie se ha encargado de recoger los vidrios rotos.
Se apagó la música. A las 12 en punto, la brisa nocturna se cuela sin permiso por la ventana de la habitación, lo cual hace que dormir sin cobija se convierta en un desafío.
Algunas luces se mantienen encendidas y en pocas ventanas se ve el reflejo de un televisor prendido. La regla de apagar la música a medianoche parece respetarse. También parece respetarse la presencia de los guardias que realizan otra ronda por la ciudad.
"Esa sí es gente seria, no como esos policías que andan por ahí con la pistola en la mano amedrentándolo a uno. Todos ellos son unos chamitos que no pasan de 25 años", le cuenta a su esposa un joven de 23 años que fue multado por un agente de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) a la entrada del complejo.
El recelo entre la PNB y los habitantes de Ciudad Caribia es recíproco. "Un policía me dijo que ellos estaban bravos con nosotros por lo que pasó en la trifulca", comentó unas horas antes una señora que subía desde Catia en uno de los 38 yips que transportan a los residentes de Caribia.
Del asesinato de la joven de 17 años se habla poco en la ciudad, y quienes se atreven lo hacen susurrando en las esquinas. "Ella no era de aquí, estaba con el marido y el cuñado encapillados porque en Tacagua los estaban buscando pa' matarlos", comenta un vecino.
Nadie quiere ser nombrado, nadie quiere aparecer en ningún medio. Los consejos comunales que se formaron en la comunidad dieron la orden de no decir nada. La advertencia de no meter las narices en los problemas de la ciudad fue hecha claramente a los periodistas y camarógrafos de sucesos que ese día de abril fueron a reportar lo que había pasado.
"No son bienvenidos. Váyanse si no quieren que sus unidades queden destruidas como las patrullas de los policías", dijo en esa oportunidad una representante del consejo comunal a quienes buscaban recoger información.
Sin embargo, algunos residentes hablan, comentan entre ellos, se indignan, pero siempre en voz baja, temerosos.
Después de esa noche, en la que la sangre enlutó a una ciudad cuyos cimientos aún están asentándose, la rumba se fue a dormir temprano.
"Aquí todo está tranquilo, a la gente de esos bloques se les abrió un expediente. No vamos a permitir que dañen el proyecto que fue la niña de los ojos de nuestro comandante Chávez", dice un residente que no quiere ser nombrado "para evitar problemas".
Nueva familia.
Las conversaciones y críticas se hacen dentro de las viviendas. Los residentes de los 20 apartamentos de uno de los edificios ya se consideran parte de una misma familia. Muchos de ellos ya se conocen desde el barrio y otros ya han compartido baño y cocina dentro de un refugio.
Ahora, su realidad es distinta. Cada uno tiene su propio apartamento, con tres habitaciones, dos baños, un lavadero y una sala comedor, todo ello repartido en 72 metros cuadrados acondicionados con lavadora, refrigerador y televisor, por lo que le pagarán al Estado hasta Bs 350 mil dependiendo de su condición socioeconómica, aunque nadie ha cancelado un bolívar todavía.
La camaradería, que ellos confiesan tener, no logra que ninguno olvide ni a su barrio ni a la gente que les quedó allá.
Las listas de refugiados que esperan por un apartamento están en manos de los propios residentes. "No crean que porque ya me dieron casa a mí voy a dejar de ayudar. No voy a quedarme tranquila hasta que el último se venga", asegura una de las residentes.
El fantasma de la muerte.
Las salas en los apartamentos de Ciudad Caribia son multicolores y están decoradas con muchas de las cosas que se trajeron de sus antiguas casas. La prisa de la mudanza ha hecho que algunas cajas todavía estén apiladas en las esquinas. Sin embargo, las fotografías de hijos que, en contra de toda lógica tuvieron que ser llorados y enterrados por unos padres que aún reclaman justicia, se repiten en las repisas.
La presencia de la muerte es algo que une a la comunidad. Las noticias provenientes de sus barrios hacen que el luto los vista constantemente. "¿Te enteraste de que mataron a Pedro?", es un comentario común que inicia las conversaciones.
"Él era un buen muchacho, qué sinvergüenzas los que lo mataron. Él no era dañado", responde, sin dejar de cocinar, la señora del apartamento de la esquina.
Aguas pasadas.
Si bien los vecinos cargan con la historia de sus difuntos, atrás, en Blandín, Federico Quiroz y Nueva Tacagua, quedaron las noches de miedo de cuando arreciaban las lluvias.
"Ve y lávate las manos en el otro baño, que este lavamanos se dañó", dice con normalidad la dueña del apartamento. Pequeñas filtraciones ya empezaron a dar dolor de cabeza en algunas viviendas, pero los vecinos esperan que los ingenieros vayan pronto a repararlas.
La situación no es tan grave, al menos no lo es tanto como en Tacagua. Levantarse en la mañana y encontrarse con aguas negras cubriendo el piso se había vuelto común en las casas del sector. Ahora, simplemente algunas gotas se dejan ver correr sobre una de las paredes del baño.
La firma de Chávez.
La noche hace que desde la ventana de la sala ya los edificios no se distingan con la claridad con que se presentaron esa tarde desde la ventanilla del jeep.
Cuatro bolívares y un "buenas tardes" fue suficiente para tomar el transporte que, desde Catia, empezó su recorrido por la autopista Caracas-La Guaira y que se desvió al aparecer un gran cartel con la inscripción "Ciudad Caribia".
La camioneta subió despacio sobre la carretera de cemento que el Estado construyó exclusivamente para entrar a la ciudad, carretera que ha reducido el viaje de una hora y media a tan solo 15 minutos.
El chofer, con un silencio adormilado, se concentró en el camino, mientras un chico de no más de 15 años enseñaba con entusiasmo lo que se hizo, lo que se estaba haciendo y lo que faltaba por hacer en su nueva ciudad.
"Fíjate en el terreno de allá abajo, ahí va a quedar la zona industrial. ¿Y ves el terreno vacío de allá arriba? En esa montaña se va a construir el hotel en el que se van a quedar los presidentes", comenta.
Desde la minivan empezaron a divisarse los edificios. Una hilera de bloques, con cuatro pisos cada uno, se encuentran repartidos con orden en el horizonte. Para 2019 deberían culminarse las obras y 20 mil apartamentos ya deberían divisarse en las 11.370 hectáreas de terreno que se bañan con el sol de la tarde.
Por los momentos, van 1.666 viviendas entregadas a pesar de que, en 2011, el Estado firmó un contrato con la empresa iraní Kayson Company para la construcción de 7 mil viviendas en la ciudad, las cuales se terminarían paulatinamente en un período de tres años.
En casi todas las fachadas puede observarse el rostro del ex presidente Hugo Chávez estampado en un afiche sobre algún ventanal; su firma, dibujada en los laterales de los edificios, se alza imponente en el horizonte.
Cerrado hasta nuevo aviso.
El sol entra impertinentemente por la ventana minutos antes de las seis de la mañana. La ciudad comienza a despertar.
El desayuno siempre se prepara en casa. La opción de comprar un pan relleno o una reina pepiada ya no existe para los habitantes de la ciudad. Desde hace un año, la panadería y la arepera socialista, ubicadas en el centro comercial, están cerradas sin razón aparente. El Infocentro también tiene rato sin prender sus máquinas y la farmacia prometida no existe. Para la mayoría de sus compras, siguen bajando a Catia.
Vecinos denuncian que los establecimientos, que estaban en manos de los consejos comunales del sector, han dejado de prestar servicio y mantienen sus puertas cerradas.
"Sé que nuestro comandante quería que fuéramos socioproductivos, pero la verdad es que eso no es tan fácil. Aquí deberían poner a funcionar las cosas el propio Gobierno, y que nos paguen un sueldo para trabajar", señala una residente.
Mercal de a dos.
En el centro comercial de dos plantas, lo que sí funciona es el Mercal y un señor alto y robusto es el encargado en mantener el orden.
"Escuchen, vamos a entregar los números hasta el 120 y después volvemos a iniciar la ronda, mantengan la fila", dice gritando para que las personas que se encuentran en la parte de atrás puedan escucharlo.
La espera para entrar al pequeño establecimiento se alarga tres horas. Los números se acabaron y ahora el mecanismo es manual. Un marcador de tinta negra estampa un número apresurado en el antebrazo de una joven que se encuentra al final de la cola.
Pasan entre ocho y 10 personas en cada turno. La velocidad es vital al comprar. El número 2 se repite constantemente: dos pasillos para recorrer, dos paquetes de arroz, dos de leche, dos de aceite y dos pollos para agarrar, dos cajeras para cobrar y dos bolsas negras que cargar.
En cámara lenta. Los niños juegan en el parque de la esquina mientras esperan a que salga su mamá de comprar.
La maqueta en la plaza se ilumina con el sol del medio día. Allí se distinguen las industrias, las escuelas, los liceos y el hospital. Hasta el momento ninguno de estos proyectos está culminado.
Las vigas del liceo están en pie hace ya un año y la estructura del hospital se observa, aunque no ha arrancado.
Desde octubre del año pasado, los vecinos no habían visto movimiento de maquinarias ni obreros trabajando en la ciudad, pero hace una semana ya los motores de las aplanadoras volvieron a sonar, aunque no a la velocidad que esperan quienes aún están durmiendo en un refugio.
Un rayo de luz se cuela por el orificio que dejó la piedra en el ventanal de la maqueta e ilumina perfectamente lo que debería ser la zona universitaria.
El futuro de Ciudad Caribia fue esbozado y planificado hace ya tres años y la prueba es aquella miniatura en medio de la plaza.
Cada tanto, un residente se detiene a mirar tras el ventanal la forma que en algunos años va a tomar su ciudad. Sin embargo, la piedra y los vidrios rotos sobre el verde de las montañas distorsionan la ilusión en sus mentes.
La imagen se alza como un recordatorio permanente. "Si no ponemos empeño, el sueño del comandante se nos puede ir de las manos", susurra un caribiano, quien confiesa tener miedo de volver a las noches oscuras que vivió en Tacagua.
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De Ultimas Noticias (VENEZUELA), 02/06/2013
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