Augusto Pinochet publicó libros de historia, geografía y geopolítica, pero se quejaba porque la carrera militar le dejaba poco tiempo a la escritura. En septiembre del 76, recibió la visita de Jorge Luis Borges: un gesto de apoyo en un momento complicado para la dictadura. El relato de ese encuentro en un adelanto de “La secreta vida literaria de Augusto Pinochet”, el libro de Juan Cristobal Peña que Random House Mondadori publica en Chile, a través del sello Debate.
Por: Juan Cristóbal Peña
Ocurrió el 22 de septiembre de 1976. Un día después de que el ex canciller chileno Orlando Letelier muriera en Washington por un atentado explosivo activado por un agente de la Dina. Esa mañana de miércoles, agitada y noticiosa, Jorge Luis Borges llegaba al edificio Diego Portales para reunirse con el general Pinochet.
El encuentro se extendió por cerca de una hora y fue seguido de una reunión bastante más breve y casi inadvertida con el general Leigh en el mismo edificio. El primer encuentro jamás se olvidará; el segundo, en cambio, es como si nunca hubiera existido.
El escritor argentino ponía fin a una visita de una semana en Chile y a la hasta entonces posibilidad cierta de recibir el Premio Nobel de Literatura ese año o los siguientes. La academia sueca nunca le perdonó a Borges la visita al dictador chileno, al que el escritor calificó de «una excelente persona».
Lo que ocurrió en esa reunión a puertas cerradas es un misterio insondable del que quedó escasísimo registro. Está esa foto donde un serio general Pinochet de traje de civil extiende su mano a un piadoso Borges, de terno oscuro y camisa blanca, que hace esfuerzos por enfocar a la persona que tiene enfrente.
A los setenta y siete años estaba casi enteramente ciego, ciego pero lúcido. Está esa foto y el testimonio del propio Borges, que a la salida del encuentro declaró a los periodistas sentirse «muy satisfecho» ante «el hecho de que aquí, también en mi patria, y en Uruguay, se esté salvando la libertad y el orden, sobre todo en un continente anarquizado, en un continente socavado por el comunismo».
Eso puede haberle dicho Borges a Pinochet, pero lo que dijo o pudo haber dicho Pinochet a Borges es todavía más enigmático. El general no era una persona que se caracterizara por su elocuencia, tampoco por su vasta cultura. Le gustaba hablar de política contingente, sobre todo de comunismo, pero es improbable que hayan hablado de literatura. Un antiguo funcionario del edificio Diego Portales recuerda que si bien el general no conocía la obra del escritor argentino, sí estaba particularmente interesado en sus ancestros militares, que protagonizaron gestas bélicas en las campañas por la Independencia de Chile y Argentina. Ese era su tema, por lo demás: la historia, no la literatura, y en sus encuentros protocolares con personalidades no perdía oportunidad de tratarlo.
El encuentro se extendió por cerca de una hora y fue seguido de una reunión bastante más breve y casi inadvertida con el general Leigh en el mismo edificio. El primer encuentro jamás se olvidará; el segundo, en cambio, es como si nunca hubiera existido.
El escritor argentino ponía fin a una visita de una semana en Chile y a la hasta entonces posibilidad cierta de recibir el Premio Nobel de Literatura ese año o los siguientes. La academia sueca nunca le perdonó a Borges la visita al dictador chileno, al que el escritor calificó de «una excelente persona».
Lo que ocurrió en esa reunión a puertas cerradas es un misterio insondable del que quedó escasísimo registro. Está esa foto donde un serio general Pinochet de traje de civil extiende su mano a un piadoso Borges, de terno oscuro y camisa blanca, que hace esfuerzos por enfocar a la persona que tiene enfrente.
A los setenta y siete años estaba casi enteramente ciego, ciego pero lúcido. Está esa foto y el testimonio del propio Borges, que a la salida del encuentro declaró a los periodistas sentirse «muy satisfecho» ante «el hecho de que aquí, también en mi patria, y en Uruguay, se esté salvando la libertad y el orden, sobre todo en un continente anarquizado, en un continente socavado por el comunismo».
Eso puede haberle dicho Borges a Pinochet, pero lo que dijo o pudo haber dicho Pinochet a Borges es todavía más enigmático. El general no era una persona que se caracterizara por su elocuencia, tampoco por su vasta cultura. Le gustaba hablar de política contingente, sobre todo de comunismo, pero es improbable que hayan hablado de literatura. Un antiguo funcionario del edificio Diego Portales recuerda que si bien el general no conocía la obra del escritor argentino, sí estaba particularmente interesado en sus ancestros militares, que protagonizaron gestas bélicas en las campañas por la Independencia de Chile y Argentina. Ese era su tema, por lo demás: la historia, no la literatura, y en sus encuentros protocolares con personalidades no perdía oportunidad de tratarlo.
Cualquiera haya sido el tema de conversación, lo importante de la visita de Borges a Pinochet estuvo en ese contundente efecto propagandístico que provocó a favor de la dictadura chilena. Borges era un escritor de renombre mundial, seguro candidato al Nobel de Literatura, y sus elogios al régimen y la persona que lo conducía fueron ampliamente difundidos por medios extranjeros.
Su visita no pudo ser más oportuna para el régimen. Cuando este era objeto de graves y sonadas denuncias por violaciones a los derechos humanos, el escritor argentino llegaba a Chile para prestarle apoyo. Su voz, además, sintonizó a la perfección con el discurso oficial. Un día antes de su encuentro con Pinochet, al ser nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad de Chile, pronunció un discurso memorable en el que dijo: «Hay un hecho que debe conformarnos a todos, a todo el continente, y acaso a todo el mundo. En esta época de anarquía sé que hay aquí, entre la cordillera y el mar, una patria fuerte. Lugones predicó la patria fuerte cuando habló de la hora de la espada. Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita. Y lo digo sabiendo muy claramente, muy precisamente, lo que digo. Pues bien, mi país está emergiendo de la ciénaga, creo, con felicidad. Creo que merecemos salir de la ciénaga en que estuvimos. Ya estamos saliendo, por obras de las espadas, precisamente. Y aquí ya han emergido de esa ciénaga. Y aquí tenemos: Chile, esa región, esa patria, que es a la vez una larga patria y una honrosa espada».
Ninguno de los amanuenses y asesores que en esos días circulaban por el Diego Portales pudo decirlo mejor. Por una semana, y para todo el mundo, Borges fue el mejor vocero de la dictadura. El más refinado y lírico que pudieron encontrar los militares que habían asaltado el poder en Chile.
Pero Borges significó todavía más que eso. Al comparecer en el edificio Diego Portales, Borges, probablemente sin saberlo, tocó una fibra particularmente sensible de su principal ocupante. Pinochet era un militar de tomo y lomo, de eso no hay duda, pero también, en su lógica, que es la lógica de cuartel, era un intelectual. Incluso un escritor. Así al menos se veía a sí mismo y se empeñó en que lo vieran.
En su lógica, entonces, una lógica dominada por el sentimiento, la visita de una de las mayores figuras de las letras fue un reconocimiento ya no solo a su gobierno, sino también a su persona.
De una cierta forma, esa mañana de miércoles 22 de septiembre, Augusto Pinochet se sintió frente a un igual.
Su visita no pudo ser más oportuna para el régimen. Cuando este era objeto de graves y sonadas denuncias por violaciones a los derechos humanos, el escritor argentino llegaba a Chile para prestarle apoyo. Su voz, además, sintonizó a la perfección con el discurso oficial. Un día antes de su encuentro con Pinochet, al ser nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad de Chile, pronunció un discurso memorable en el que dijo: «Hay un hecho que debe conformarnos a todos, a todo el continente, y acaso a todo el mundo. En esta época de anarquía sé que hay aquí, entre la cordillera y el mar, una patria fuerte. Lugones predicó la patria fuerte cuando habló de la hora de la espada. Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita. Y lo digo sabiendo muy claramente, muy precisamente, lo que digo. Pues bien, mi país está emergiendo de la ciénaga, creo, con felicidad. Creo que merecemos salir de la ciénaga en que estuvimos. Ya estamos saliendo, por obras de las espadas, precisamente. Y aquí ya han emergido de esa ciénaga. Y aquí tenemos: Chile, esa región, esa patria, que es a la vez una larga patria y una honrosa espada».
Ninguno de los amanuenses y asesores que en esos días circulaban por el Diego Portales pudo decirlo mejor. Por una semana, y para todo el mundo, Borges fue el mejor vocero de la dictadura. El más refinado y lírico que pudieron encontrar los militares que habían asaltado el poder en Chile.
Pero Borges significó todavía más que eso. Al comparecer en el edificio Diego Portales, Borges, probablemente sin saberlo, tocó una fibra particularmente sensible de su principal ocupante. Pinochet era un militar de tomo y lomo, de eso no hay duda, pero también, en su lógica, que es la lógica de cuartel, era un intelectual. Incluso un escritor. Así al menos se veía a sí mismo y se empeñó en que lo vieran.
En su lógica, entonces, una lógica dominada por el sentimiento, la visita de una de las mayores figuras de las letras fue un reconocimiento ya no solo a su gobierno, sino también a su persona.
De una cierta forma, esa mañana de miércoles 22 de septiembre, Augusto Pinochet se sintió frente a un igual.
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De Revista ANFIBIA, 24/05/2013
Fotografía: Augusto Pinochet con un libro de Gramsci
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