Mark Kramer
El término periodismo literario es ambiguo y a menudo la causa involuntaria de muchas confusiones. Nada raro, por lo demás, en un género que tiene un pie en la ficción y otro en la notaría. En el prólogo a Literary Journalism, el curtido periodista americano trata de poner los zapatos en ambos lados de la línea.
Al hablar de las extensas digresiones narrativas que no encajan dentro de la literatura de ficción, los escritores, lectores, profesores de literatura, libreros, editores y reseñistas casi nunca las clasifican como periodismo literario. El término que circulaba anteriormente era el polémico "nuevo periodismo", acuñado por Tom Wolfe con la rebeldía propia de los años sesenta. A menudo, el término se pronunciaba con tono socarrón, y si ha dejado de usarse es porque el género en realidad no presentaba una alternativa frente a un "antiguo" periodismo y tampoco era realmente nuevo.
Periodismo literario es un término más opaco. Su virtud puede estar en su carácter inocuo. Como practicante de este género, encuentro que la parte "literaria" suena pedante y la "periodística" enmascara las posibilidades creativas de la forma. Pero "periodismo literario" es una expresión más o menos certera. Juntas, esas dos palabras cancelan sus vicios mutuos y describen el tipo de texto en que las artes estilísticas y de construcción narrativa asociadas desde siempre con la literatura de ficción ayudan a atrapar la fugacidad de los acontecimientos, que es la esencia del periodismo.
De hecho, este periodismo tiene un pedigrí reconocido. Daniel Defoe, que escribió poco después de 1700, es el más antiguo de estos periodistas, según Norman Sims, uno de los pocos historiadores de dicha forma. La lista incluye también a Mark Twain en el siglo XIX y a Stephen Crane a comienzos del XX. James Agee, Ernest Hemingway, A. J. Leibling, Joseph Mitchell, Lillian Ross y John Steinbeck probaron formas narrativas del ensayo antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Norman Mailer, Truman Capote, Tom Wolfe y Joan Didion siguieron ese camino y, en algún momento, el género cobró forma. En otras palabras, sus representantes empezaron a identificarse como parte de un movimiento, y este movimiento empezó a organizar encuentros y a atraer escritores. Así, pues, la conciencia de un género aparte ha surgido en el público, aunque el proceso haya sido lento.
En los años setenta, John McPhee, Edward Hoagland y Richard Rhodes, entre otros que hoy en día tienen entre cincuenta y sesenta años, ampliaron la forma. A ellos se unieron, en los años ochenta, varias docenas de colegas más jóvenes (en ese entonces), como Tracy Kidder y Mark Singer. Richard Preston y Adrian Nicole LeBlanc, los más jóvenes de esta antología, comenzaron a publicar a los veintitantos. Ambos habían tomado seminarios de periodismo literario, y la existencia de tales cursos es un indicio seguro de que ha nacido un nuevo género.
Otro indicio es el cambio de tratamiento que les dan los editores de reseñas de libros. Rutinariamente solían asignar las re-señas a expertos en el tema. Por ejemplo, un geólogo para reseñar el libro Basin and Range, de McPhee, un programador de sistemas para reseñar el de Kidder, The Soul of a New Machine. Estos expertos no tenían ni la perspectiva del científico preparado para enfrentarse a cualquier disciplina ni la capacidad para evaluar las sutiles técnicas narrativas y la diestra carpintería de las palabras. Ahora los editores son más del parecer de asignar estas reseñas a otros escritores o a críticos.
Una nueva forma de la palabra escrita que logre perdurar es un hecho literario poco frecuente. A pesar de eso, los escritores siempre buscarán caminos que los lleven más allá de los límites de cualquier forma. El periodismo literario ha establecido su campamento rodeado de géneros emparentados que se traslapan entre sí, como la literatura de viajes, las memorias, el ensayo histórico y etnográfico, la literatura de ficción que se deriva de sucesos reales, junto con la ambigua literatura de semificción. Todos éstos son campos tentadores delimitados por cercas endebles.
El periodismo literario ha ido creciendo, y hay millones de lectores que lo buscan. Pero ha sido una forma de esas que uno reconoce cuando la ve. La siguiente lista de rasgos que lo definen, acompañada de anotaciones, surgió a partir del trabajo en esta antología y de obras de otros autores que he citado. La lista refleja las prácticas comunes de los autores, al igual que las "reglas" de armonía que se enseñan en las clases de composición reflejan los hábitos de los compositores. De la misma manera que esas reglas, dichas prácticas sugieren métodos que han funcionado satisfactoriamente. Sin embargo, no importa cuán bien se enuncien, las reglas para hacer arte siempre pueden mejorarse y reinventarse una y otra vez.
1. Los periodistas literarios se internan en el mundo de sus personajes y en la investigación sobre su contexto
Periodismo literario es un término más opaco. Su virtud puede estar en su carácter inocuo. Como practicante de este género, encuentro que la parte "literaria" suena pedante y la "periodística" enmascara las posibilidades creativas de la forma. Pero "periodismo literario" es una expresión más o menos certera. Juntas, esas dos palabras cancelan sus vicios mutuos y describen el tipo de texto en que las artes estilísticas y de construcción narrativa asociadas desde siempre con la literatura de ficción ayudan a atrapar la fugacidad de los acontecimientos, que es la esencia del periodismo.
De hecho, este periodismo tiene un pedigrí reconocido. Daniel Defoe, que escribió poco después de 1700, es el más antiguo de estos periodistas, según Norman Sims, uno de los pocos historiadores de dicha forma. La lista incluye también a Mark Twain en el siglo XIX y a Stephen Crane a comienzos del XX. James Agee, Ernest Hemingway, A. J. Leibling, Joseph Mitchell, Lillian Ross y John Steinbeck probaron formas narrativas del ensayo antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Norman Mailer, Truman Capote, Tom Wolfe y Joan Didion siguieron ese camino y, en algún momento, el género cobró forma. En otras palabras, sus representantes empezaron a identificarse como parte de un movimiento, y este movimiento empezó a organizar encuentros y a atraer escritores. Así, pues, la conciencia de un género aparte ha surgido en el público, aunque el proceso haya sido lento.
En los años setenta, John McPhee, Edward Hoagland y Richard Rhodes, entre otros que hoy en día tienen entre cincuenta y sesenta años, ampliaron la forma. A ellos se unieron, en los años ochenta, varias docenas de colegas más jóvenes (en ese entonces), como Tracy Kidder y Mark Singer. Richard Preston y Adrian Nicole LeBlanc, los más jóvenes de esta antología, comenzaron a publicar a los veintitantos. Ambos habían tomado seminarios de periodismo literario, y la existencia de tales cursos es un indicio seguro de que ha nacido un nuevo género.
Otro indicio es el cambio de tratamiento que les dan los editores de reseñas de libros. Rutinariamente solían asignar las re-señas a expertos en el tema. Por ejemplo, un geólogo para reseñar el libro Basin and Range, de McPhee, un programador de sistemas para reseñar el de Kidder, The Soul of a New Machine. Estos expertos no tenían ni la perspectiva del científico preparado para enfrentarse a cualquier disciplina ni la capacidad para evaluar las sutiles técnicas narrativas y la diestra carpintería de las palabras. Ahora los editores son más del parecer de asignar estas reseñas a otros escritores o a críticos.
Una nueva forma de la palabra escrita que logre perdurar es un hecho literario poco frecuente. A pesar de eso, los escritores siempre buscarán caminos que los lleven más allá de los límites de cualquier forma. El periodismo literario ha establecido su campamento rodeado de géneros emparentados que se traslapan entre sí, como la literatura de viajes, las memorias, el ensayo histórico y etnográfico, la literatura de ficción que se deriva de sucesos reales, junto con la ambigua literatura de semificción. Todos éstos son campos tentadores delimitados por cercas endebles.
El periodismo literario ha ido creciendo, y hay millones de lectores que lo buscan. Pero ha sido una forma de esas que uno reconoce cuando la ve. La siguiente lista de rasgos que lo definen, acompañada de anotaciones, surgió a partir del trabajo en esta antología y de obras de otros autores que he citado. La lista refleja las prácticas comunes de los autores, al igual que las "reglas" de armonía que se enseñan en las clases de composición reflejan los hábitos de los compositores. De la misma manera que esas reglas, dichas prácticas sugieren métodos que han funcionado satisfactoriamente. Sin embargo, no importa cuán bien se enuncien, las reglas para hacer arte siempre pueden mejorarse y reinventarse una y otra vez.
1. Los periodistas literarios se internan en el mundo de sus personajes y en la investigación sobre su contexto
Al hablar en una reunión informal de Nieman Fellows en la Universidad de Harvard, poco después de recibir el Premio Pulitzer por The Soul of a New Machine, Tracy Kidder enfureció a varios periodistas jóvenes con un comentario hecho al azar. Dijo que los periodistas literarios en general son más fidedignos que los periodistas de noticias. Recuerda que les dijo: "Tiene que ser cierto, pues nuestros informes toman meses, y ustedes tienen tres horas para conseguir una historia y escribirla, y deben hacer dos más antes de terminar el día. Un periodista privilegiado podría tomarse unas cuantas semanas para escribir un artículo".
Los periodistas literarios pasan meses con sus fuentes, incluso años. Es una recompensa, y un riesgo, del oficio, según he descubierto en varios proyectos. Pasé un glorioso mes de junio con un equipo de béisbol; vagué de manera intermitente por los campos rusos durante seis años dé perestroika y la confusa transición que le siguió. Pasé un año en salas de operaciones de un hospital, y años en los cultivos y oficinas de las compañías agrícolas de Estados Unidos. Todos los escritores de esta antología han tenido experiencias similares. La parte de reportería del trabajo es fascinante y tediosa. No es una etapa social. El objetivo de estas largas inmersiones es comprender a nuestros sujetos en el nivel de lo que Henry James denominó "vida sentida", o sea, el nivel franco, no idealizado, que reúne la diferencia, la fragilidad, la ternura, la maldad, la vanidad, la generosidad, la pomposidad, la humildad de los individuos, todo en proporción adecuada. Esta perspectiva pasa por alto las explicaciones oficiales y burocráticas de las cosas. Expone y deja intactas las peculiaridades y los autoengaños, las hipocresías y las gracias: de hecho, las usa para ahondar el entendimiento.
Los periodistas literarios pasan meses con sus fuentes, incluso años. Es una recompensa, y un riesgo, del oficio, según he descubierto en varios proyectos. Pasé un glorioso mes de junio con un equipo de béisbol; vagué de manera intermitente por los campos rusos durante seis años dé perestroika y la confusa transición que le siguió. Pasé un año en salas de operaciones de un hospital, y años en los cultivos y oficinas de las compañías agrícolas de Estados Unidos. Todos los escritores de esta antología han tenido experiencias similares. La parte de reportería del trabajo es fascinante y tediosa. No es una etapa social. El objetivo de estas largas inmersiones es comprender a nuestros sujetos en el nivel de lo que Henry James denominó "vida sentida", o sea, el nivel franco, no idealizado, que reúne la diferencia, la fragilidad, la ternura, la maldad, la vanidad, la generosidad, la pomposidad, la humildad de los individuos, todo en proporción adecuada. Esta perspectiva pasa por alto las explicaciones oficiales y burocráticas de las cosas. Expone y deja intactas las peculiaridades y los autoengaños, las hipocresías y las gracias: de hecho, las usa para ahondar el entendimiento.
Éste es el nivel en el cual pensamos en nuestra vida cotidiana, cuando no nos envanecemos. En verdad, es un nivel difícil de alcanzar con otras personas. Requiere confianza, tacto, firmeza y aguante, tanto por parte del escritor como del personaje. La mayoría de las veces también requiere semanas o meses, incluido el tiempo necesario para leer sobre temas de economía, psicología, política, historia y ciencia que estén relacionados. Los periodistas literarios toman notas para retener el fraseo de las citas, las secuencias de sucesos, los detalles que muestren la personalidad, la atmósfera, el contenido sensorial y emotivo. Tenemos más tiempo del que se les da a los periodistas de noticias, tiempo para anticiparnos y repensar las reacciones inmediatas. A pesar de todo eso, encontrarle un sentido a lo que está sucediendo, en otras palabras, escribir con humanidad, aplomo y relevancia es una meta cautivante, accesible e inalcanzable.
2. Los periodistas literarios desarrollan compromisos implícitos de fidelidad y franqueza con sus lectores y sus fuentes
No existe un comité de actividades periodísticas que señale las trampas del oficio. Los periodistas literarios, a diferencia de los demás periodistas, operan como solistas. Uno puede verlos ante sí, en los primeros párrafos, estableciendo su credibilidad ante los lectores con despliegues de franqueza y sentido común. Éstos son momentos importantes, pues plantean las reglas que el autor escoge seguir. Los lectores son los jueces de la limpieza del juego de los autores. Los lectores han tenido la última palabra en varios casos muy sonados. Hay dos áreas que con frecuencia se confunden en las discusiones sobre los escrúpulos del periodismo literario: a) la relación del escritor con los lectores y b) la relación del escritor con sus fuentes.
a) La relación del escritor con los lectores
Unos cuantos ensayistas distinguidos, que en retrospectiva consideramos como periodistas literarios, han cometido actos que de haber sido perpetrados por escritores se considerarían francamente pecaminosos hoy en día: estos escritores combinaron varias escenas en una, mejoraron otras, agregaron personajes, reelaboraron las citas y alteraron de otras formas lo que sabían que era la naturaleza de su material.
Lo que los distingue de los escritores de ficción puede haber sido la mera intención: presumiblemente, evocar en los lectores la "sensación" de una realidad. De hecho, uno de los grandes hombres del género, Joseph Mitchell, ha escrito, y también ha hablado de ello con sus entrevistados, sobre el uso de personajes y escenas que nacen de combinar los originales, en su libro clásico de 1948, Old Mr. Flood. John Hershey, autor de Hiroshima, hizo lo mismo con el personaje principal de su artículo de 1944, "Joe Is Home Now" (sin embargo, más tarde se quejaría de esa práctica común entre los "nuevos periodistas").
No me resulta difícil entender las libertades que se tomaron estos artistas al intentar nuevas cosas. Otros pioneros, entre ellos George Orwell (en "Shooting an Elephant") y Truman Capote (en A sangre fría), aparentemente también alteran algunos acontecimientos, y mi veredicto personal es que están libres de culpa en virtud del momento temprano (y de la elegancia) de su experimentación, y por la presumible ausencia de una intención de engaño. Ninguno de ellos violó las expectativas que los lectores tenían hacia el género, porque aún no había expectativas fuertes, o un género ya constituido, que pudieran violarse.
Sin embargo, si uno relee esos ensayos tras enterarse de que retratan acontecimientos alterados, puede ser que logre anticipar lo que en realidad sucedió. Uno no se molestaría en hacer lo mismo con una novela. La ambigüedad distrae. Hoy en día, el periodismo literario es un género que los lectores reconocen y leen esperando un tratamiento civilizado. El poder de la prosa depende de la aceptación por parte de los lectores de las reglas básicas que las obras proclaman de manera implícita.
Hay una categoría de excepciones, y yo diría que cubre material que está por fuera de lo que actualmente se entiende por periodismo literario. Cuando Norman Mailer publicó La canción del verdugo, en 1979, que trata de un triple asesino de nombre Garry Gilmore, decidió especificar su liberación de las restricciones factuales. La sobrecubierta del libro llevaba la particular descripción de "una novela sobre una vida real". Pese a que esa "verdad" en la etiqueta no demarca de manera explícita qué partes de la novela son reales, es una afirmación de la buena fe del autor, quien les advierte a los lectores que han accedido a una zona en la que el convenio del escritor de literatura de no ficción con los lectores puede ser un anzuelo, una estratagema, pero en realidad no se aplica. Sólo un público ingenuo mal interpretaría los "docudramas" que se muestran explícitamente como tales, por ejemplo, The Thin Blue Line de Errol Morris o el tipo de "doculiteratura" de Mailer. La mayor parte de los lectores paladearán, ya sea como arte o como entretenimiento, la deliberada trama secundaria de la realidad en contra de la imaginación, en esta saludable pero siempre especial categoría del cine y la prosa que tienen un pie en cada lado de la línea.
Las convenciones que los periodistas literarios dicen seguir para mantener las cosas claras frente a los lectores incluyen: no fabricar escenas; no distorsionar la cronología; no inventar citas; no atribuir ideas a las fuentes, a menos que éstas hayan dicho que tuvieron esas ideas; y no hacer tratos encubiertos que impliquen pagos o control editorial. Los escritores de vez en cuando se comprometen a no usar los nombres reales de sus fuentes o detalles que permitan identificarlas, a cambio del acceso directo, y notifican a los lectores que así lo hicieron. Estas convenciones ayudan a mantener la fe. El género no tendría tanto sentido si no fuera así. Acogerse a estas convenciones lleva a la franqueza.
Los escritores descubren maneras de apegarse a ellas sin dejar de producir ensayos creativos. No hay una razón por la cual un escritor no pueda poner una escena que tuvo lugar el martes antes de la que tuvo lugar el lunes, si cree que los lectores deberían saber en qué terminó una situación antes de saber cómo se desarrolló. Es fácil mantener a los lectores lejos de la confusión y la decepción sólo con dejarles saber lo que uno está haciendo. Al narrar una escena, un periodista literario puede querer citar comentarios que se hicieron en otra parte, o incrustar escenas secundarias o recuerdos personales; es posible hacer todas esas cosas conservando la fidelidad, sin que lo que sucedió y el momento en el cual sucedió se hagan borrosos o equívocos, simplemente explicando lo que se hace a medida que se hace. Al igual que otros periodistas literarios, he llegado a la conclusión de que los detalles inconsistentes, molestos, que amenazan con derribar una escena que estoy escribiendo, casi siempre son indicios de que mis teorías de trabajo sobre los hechos necesitan más reflexión, y no llegan a explicar lo que ha pasado hasta el momento.
Unos cuantos ensayistas distinguidos, que en retrospectiva consideramos como periodistas literarios, han cometido actos que de haber sido perpetrados por escritores se considerarían francamente pecaminosos hoy en día: estos escritores combinaron varias escenas en una, mejoraron otras, agregaron personajes, reelaboraron las citas y alteraron de otras formas lo que sabían que era la naturaleza de su material.
Lo que los distingue de los escritores de ficción puede haber sido la mera intención: presumiblemente, evocar en los lectores la "sensación" de una realidad. De hecho, uno de los grandes hombres del género, Joseph Mitchell, ha escrito, y también ha hablado de ello con sus entrevistados, sobre el uso de personajes y escenas que nacen de combinar los originales, en su libro clásico de 1948, Old Mr. Flood. John Hershey, autor de Hiroshima, hizo lo mismo con el personaje principal de su artículo de 1944, "Joe Is Home Now" (sin embargo, más tarde se quejaría de esa práctica común entre los "nuevos periodistas").
No me resulta difícil entender las libertades que se tomaron estos artistas al intentar nuevas cosas. Otros pioneros, entre ellos George Orwell (en "Shooting an Elephant") y Truman Capote (en A sangre fría), aparentemente también alteran algunos acontecimientos, y mi veredicto personal es que están libres de culpa en virtud del momento temprano (y de la elegancia) de su experimentación, y por la presumible ausencia de una intención de engaño. Ninguno de ellos violó las expectativas que los lectores tenían hacia el género, porque aún no había expectativas fuertes, o un género ya constituido, que pudieran violarse.
Sin embargo, si uno relee esos ensayos tras enterarse de que retratan acontecimientos alterados, puede ser que logre anticipar lo que en realidad sucedió. Uno no se molestaría en hacer lo mismo con una novela. La ambigüedad distrae. Hoy en día, el periodismo literario es un género que los lectores reconocen y leen esperando un tratamiento civilizado. El poder de la prosa depende de la aceptación por parte de los lectores de las reglas básicas que las obras proclaman de manera implícita.
Hay una categoría de excepciones, y yo diría que cubre material que está por fuera de lo que actualmente se entiende por periodismo literario. Cuando Norman Mailer publicó La canción del verdugo, en 1979, que trata de un triple asesino de nombre Garry Gilmore, decidió especificar su liberación de las restricciones factuales. La sobrecubierta del libro llevaba la particular descripción de "una novela sobre una vida real". Pese a que esa "verdad" en la etiqueta no demarca de manera explícita qué partes de la novela son reales, es una afirmación de la buena fe del autor, quien les advierte a los lectores que han accedido a una zona en la que el convenio del escritor de literatura de no ficción con los lectores puede ser un anzuelo, una estratagema, pero en realidad no se aplica. Sólo un público ingenuo mal interpretaría los "docudramas" que se muestran explícitamente como tales, por ejemplo, The Thin Blue Line de Errol Morris o el tipo de "doculiteratura" de Mailer. La mayor parte de los lectores paladearán, ya sea como arte o como entretenimiento, la deliberada trama secundaria de la realidad en contra de la imaginación, en esta saludable pero siempre especial categoría del cine y la prosa que tienen un pie en cada lado de la línea.
Las convenciones que los periodistas literarios dicen seguir para mantener las cosas claras frente a los lectores incluyen: no fabricar escenas; no distorsionar la cronología; no inventar citas; no atribuir ideas a las fuentes, a menos que éstas hayan dicho que tuvieron esas ideas; y no hacer tratos encubiertos que impliquen pagos o control editorial. Los escritores de vez en cuando se comprometen a no usar los nombres reales de sus fuentes o detalles que permitan identificarlas, a cambio del acceso directo, y notifican a los lectores que así lo hicieron. Estas convenciones ayudan a mantener la fe. El género no tendría tanto sentido si no fuera así. Acogerse a estas convenciones lleva a la franqueza.
Los escritores descubren maneras de apegarse a ellas sin dejar de producir ensayos creativos. No hay una razón por la cual un escritor no pueda poner una escena que tuvo lugar el martes antes de la que tuvo lugar el lunes, si cree que los lectores deberían saber en qué terminó una situación antes de saber cómo se desarrolló. Es fácil mantener a los lectores lejos de la confusión y la decepción sólo con dejarles saber lo que uno está haciendo. Al narrar una escena, un periodista literario puede querer citar comentarios que se hicieron en otra parte, o incrustar escenas secundarias o recuerdos personales; es posible hacer todas esas cosas conservando la fidelidad, sin que lo que sucedió y el momento en el cual sucedió se hagan borrosos o equívocos, simplemente explicando lo que se hace a medida que se hace. Al igual que otros periodistas literarios, he llegado a la conclusión de que los detalles inconsistentes, molestos, que amenazan con derribar una escena que estoy escribiendo, casi siempre son indicios de que mis teorías de trabajo sobre los hechos necesitan más reflexión, y no llegan a explicar lo que ha pasado hasta el momento.
b) La relación del escritor con sus fuentes
El compañerismo entre el escritor y sus fuentes puede generar dificultades. Un problema ético inevitable surge de las relaciones necesariamente intensas del escritor con sus personajes. Lograr un acceso constante y satisfactorio es un problema delicado; la mayoría de los personajes potenciales viven relativamente bien sin que haya escritores alrededor, y sus vidas son nudos de relaciones personales e institucionales. Sin embargo, para escribir con autenticidad los periodistas literarios van a esperar de ellos la franqueza continua que sólo se da entre cónyuges, socios y amigos muy cercanos. Las restricciones sociales y legales obligan a maridos, esposas, socios y amigos a tener mucho tacto al hacer revelaciones públicas sobre sus conocimientos personales. Los propósitos honorables de los periodistas literarios, por otro lado, los llevan a revelar cuanto puedan.
El tiempo que un escritor pasa entre sus personajes, e incluso una relación de un par de semanas, puede convertirse en algo que ambas partes sienten como una asociación o una amistad, o casi como un matrimonio. Las preguntas peliagudas a las que el escritor se enfrenta son las siguientes: ¿El personaje se siente como alguien que le revela información a un amigo, al mismo tiempo que el escritor se siente como alguien que extrae información de una fuente? Y ¿qué tanta responsabilidad tiene el escritor sobre las consecuencias de estas percepciones?
Los escritores, con la buena fe del caso, ensayan toda clase de caminos para tener y mantener un buen acceso sin falsear sus intenciones. El camino más obvio ha sido escribir sobre gente a la que no le importe que escriban sobre ella, o gente a la que esa perspectiva le resulte atractiva. Los antropólogos afirman que el "acceso hacia abajo" es más fácil que el "acceso hacia arriba". Los periodistas literarios (me incluyo entre ellos) tienen un acceso cordial e irrestricto a gente que no tiene nada que ver con el mundo de los libros, como vagabundos que recorren las carrileras, trabajadores migratorios que cruzan a escondidas la frontera, marinos mercantes, prostitutas adolescentes, jugadores de fútbol americano de secundaria, granjeros rasos.
Otra categoría, la de los personajes ejemplares —como un maestro de escuela dinámico, un hábil cirujano, un equipo de carpinteros de primera, un diestro fabricante de canoas, un ejecutivo de una compañía agrícola con habilidades para negociar—, también agradece que se le preste atención, a veces porque tiene causas que espera representar, como la lucha por un mayor presupuesto para la educación o el esfuerzo en pro de subsidios más justos para ciertos productos.
Mi propia regla ha sido mostrar mis artículos anteriores, poner en claro la exposición al público que está en juego, explicar mis condiciones, y las de mi editor, tanto de tiempo como de dinero, estipularles a mis personajes que no podrán editar el manuscrito o revisar las citas. Después, prosigo, si todavía están de acuerdo, y a veces no lo están. En unos cuantos casos, he tenido dudas de que entendieran mis intenciones o sus consecuencias lo suficientemente bien como para dar su consentimiento, o he sentido que el consentimiento no se daba con libertad, sino que estaba bajo la influencia de un jefe (por ejemplo, las enfermeras de una sala de cirugía en la que trabajaba mi personaje). Después, me encargo de no causar ningún perjuicio. Por fortuna, he podido escribir lo que he querido, sin permitir que esas coyunturas alteren la esencia del contenido. Cada género, ya sea periodismo de noticias o literario, poesía o literatura de ficción, depende, en últimas, de la integridad del escritor.
El compañerismo entre el escritor y sus fuentes puede generar dificultades. Un problema ético inevitable surge de las relaciones necesariamente intensas del escritor con sus personajes. Lograr un acceso constante y satisfactorio es un problema delicado; la mayoría de los personajes potenciales viven relativamente bien sin que haya escritores alrededor, y sus vidas son nudos de relaciones personales e institucionales. Sin embargo, para escribir con autenticidad los periodistas literarios van a esperar de ellos la franqueza continua que sólo se da entre cónyuges, socios y amigos muy cercanos. Las restricciones sociales y legales obligan a maridos, esposas, socios y amigos a tener mucho tacto al hacer revelaciones públicas sobre sus conocimientos personales. Los propósitos honorables de los periodistas literarios, por otro lado, los llevan a revelar cuanto puedan.
El tiempo que un escritor pasa entre sus personajes, e incluso una relación de un par de semanas, puede convertirse en algo que ambas partes sienten como una asociación o una amistad, o casi como un matrimonio. Las preguntas peliagudas a las que el escritor se enfrenta son las siguientes: ¿El personaje se siente como alguien que le revela información a un amigo, al mismo tiempo que el escritor se siente como alguien que extrae información de una fuente? Y ¿qué tanta responsabilidad tiene el escritor sobre las consecuencias de estas percepciones?
Los escritores, con la buena fe del caso, ensayan toda clase de caminos para tener y mantener un buen acceso sin falsear sus intenciones. El camino más obvio ha sido escribir sobre gente a la que no le importe que escriban sobre ella, o gente a la que esa perspectiva le resulte atractiva. Los antropólogos afirman que el "acceso hacia abajo" es más fácil que el "acceso hacia arriba". Los periodistas literarios (me incluyo entre ellos) tienen un acceso cordial e irrestricto a gente que no tiene nada que ver con el mundo de los libros, como vagabundos que recorren las carrileras, trabajadores migratorios que cruzan a escondidas la frontera, marinos mercantes, prostitutas adolescentes, jugadores de fútbol americano de secundaria, granjeros rasos.
Otra categoría, la de los personajes ejemplares —como un maestro de escuela dinámico, un hábil cirujano, un equipo de carpinteros de primera, un diestro fabricante de canoas, un ejecutivo de una compañía agrícola con habilidades para negociar—, también agradece que se le preste atención, a veces porque tiene causas que espera representar, como la lucha por un mayor presupuesto para la educación o el esfuerzo en pro de subsidios más justos para ciertos productos.
Mi propia regla ha sido mostrar mis artículos anteriores, poner en claro la exposición al público que está en juego, explicar mis condiciones, y las de mi editor, tanto de tiempo como de dinero, estipularles a mis personajes que no podrán editar el manuscrito o revisar las citas. Después, prosigo, si todavía están de acuerdo, y a veces no lo están. En unos cuantos casos, he tenido dudas de que entendieran mis intenciones o sus consecuencias lo suficientemente bien como para dar su consentimiento, o he sentido que el consentimiento no se daba con libertad, sino que estaba bajo la influencia de un jefe (por ejemplo, las enfermeras de una sala de cirugía en la que trabajaba mi personaje). Después, me encargo de no causar ningún perjuicio. Por fortuna, he podido escribir lo que he querido, sin permitir que esas coyunturas alteren la esencia del contenido. Cada género, ya sea periodismo de noticias o literario, poesía o literatura de ficción, depende, en últimas, de la integridad del escritor.
3. Los periodistas literarios escriben principalmente sobre hechos comunes y corrientes
La ruta del acceso conveniente conduce a los periodistas literarios hacia hechos comunes, y no hacia hechos extraordinarios. La necesidad de obtener un acceso franco, a largo plazo, ha obligado a los escritores a buscar material en lugares que puedan visitarse, y a evitar, pese a las ganas de hacer lo contrario, los lugares que no pueden ser visitados. El nivel de acceso requerido es tan alto que en buena parte ha determinado la dirección de los esfuerzos de los periodistas literarios.
El objetivo durante la etapa de "reportería" o "trabajo de campo" no es llegar a socializar con los personajes como uno de ellos, lo que sí sucede en el caso de una persona que hace una pasantía en una compañía mientras espera un trabajo permanente allí. Más bien, es entender lo que piensan, comprender sus experiencias y perspectivas y lo que es común para ellos. Los personajes que lleguen a leer el recuento de un periodista literario deben encontrarlo fidedigno y relevante, aunque no desde la perspectiva de quien lo ha vivido como protagonista. Al principio, cuando pasé mi tiempo entre cirujanos, la sangre me asustaba, y era una actitud nada propia de un cirujano. Luego de un año de presenciar el caos controlado, mi atención se había desviado de la sangre. Sabía cuándo el cirujano consideraba que la hemorragia era común, y reconocía los escasos momentos en que la sangre lo asustaba. Mi reacción de novato no era relevante para el mundo de los cirujanos; mi reacción posterior me sirvió para abarcar su perspectiva.
Lo común no necesariamente quiere decir monotonía. La vida de casi todo el mundo, descubierta a fondo, y desde una perspectiva que busca entenderla, resulta interesante. Algunos temas muy comunes, sin embargo, no han sido abordados, y parecen inabordables para quienes son ajenos a ellos. Curiosamente, una de las mayores limitaciones es la legal. Una vez, con la comisión de una revista importante en la mano, me acerqué a un abogado famoso por haber defendido con éxito a muchos sospechosos de asesinato. Lo tentó la perspectiva de un artículo sobre su trabajo cotidiano. Le esbocé el acceso que necesitaría, incluyendo mi presencia en sus discusiones con un cliente del momento y la información sobre ese cliente. El abogado se retractó. Yo no estaba cobijado por la atmósfera de secreto que hay entre un abogado y su cliente, dijo, y podría ser llamado a juicio e interrogado sobre lo que había oído. Su cliente podría demandarlo después por conducta indebida.
Un acceso sin restricciones a los niveles superiores de las grandes compañías durante una negociación importante también ha sido algo imposible de lograr, sobre todo porque las fuentes empresariales piensan que el hecho de que un periodista pueda entrometerse sobrepasa los límites de la prudencia en cuanto al manejo de la responsabilidad fiduciaria, y podría llevar a una demanda. Además, los ejecutivos suelen trabajar dentro de un círculo de asociados, y el que alguien permita a un escritor infiltrarse sin asegurarse de la ventaja mutua podría ser considerado como un abuso de confianza. Los escritores muy de vez en cuando logran superar esas barreras. Algunos de los involucrados en negocios han escrito unas cuantas versiones minuciosas y confidenciales de estos tratos. Y algunas reconstrucciones a posteriori de los hechos a veces recrean hábilmente los dramas de los tratos complejos.
Una forma emparentada con la anterior, los informes sobre crímenes reales, también reconstruye los sucesos a posteriori. Los asesinos, por lo general, tratan de no hacer su trabajo frente a escritores. Pero, a partir del momento en que se revelan los hechos, los casos criminales pueden abrir el acceso a lugares secretos. Los acusados que deciden cooperar buscando redención, o algo de entretenimiento o perdón, los familiares con espíritu vengativo y los registros de lo que sucede en los juicios han permitido que los escritores se adentren en mundos interiores, una vez ocurrido el hecho.
La ruta del acceso conveniente conduce a los periodistas literarios hacia hechos comunes, y no hacia hechos extraordinarios. La necesidad de obtener un acceso franco, a largo plazo, ha obligado a los escritores a buscar material en lugares que puedan visitarse, y a evitar, pese a las ganas de hacer lo contrario, los lugares que no pueden ser visitados. El nivel de acceso requerido es tan alto que en buena parte ha determinado la dirección de los esfuerzos de los periodistas literarios.
El objetivo durante la etapa de "reportería" o "trabajo de campo" no es llegar a socializar con los personajes como uno de ellos, lo que sí sucede en el caso de una persona que hace una pasantía en una compañía mientras espera un trabajo permanente allí. Más bien, es entender lo que piensan, comprender sus experiencias y perspectivas y lo que es común para ellos. Los personajes que lleguen a leer el recuento de un periodista literario deben encontrarlo fidedigno y relevante, aunque no desde la perspectiva de quien lo ha vivido como protagonista. Al principio, cuando pasé mi tiempo entre cirujanos, la sangre me asustaba, y era una actitud nada propia de un cirujano. Luego de un año de presenciar el caos controlado, mi atención se había desviado de la sangre. Sabía cuándo el cirujano consideraba que la hemorragia era común, y reconocía los escasos momentos en que la sangre lo asustaba. Mi reacción de novato no era relevante para el mundo de los cirujanos; mi reacción posterior me sirvió para abarcar su perspectiva.
Lo común no necesariamente quiere decir monotonía. La vida de casi todo el mundo, descubierta a fondo, y desde una perspectiva que busca entenderla, resulta interesante. Algunos temas muy comunes, sin embargo, no han sido abordados, y parecen inabordables para quienes son ajenos a ellos. Curiosamente, una de las mayores limitaciones es la legal. Una vez, con la comisión de una revista importante en la mano, me acerqué a un abogado famoso por haber defendido con éxito a muchos sospechosos de asesinato. Lo tentó la perspectiva de un artículo sobre su trabajo cotidiano. Le esbocé el acceso que necesitaría, incluyendo mi presencia en sus discusiones con un cliente del momento y la información sobre ese cliente. El abogado se retractó. Yo no estaba cobijado por la atmósfera de secreto que hay entre un abogado y su cliente, dijo, y podría ser llamado a juicio e interrogado sobre lo que había oído. Su cliente podría demandarlo después por conducta indebida.
Un acceso sin restricciones a los niveles superiores de las grandes compañías durante una negociación importante también ha sido algo imposible de lograr, sobre todo porque las fuentes empresariales piensan que el hecho de que un periodista pueda entrometerse sobrepasa los límites de la prudencia en cuanto al manejo de la responsabilidad fiduciaria, y podría llevar a una demanda. Además, los ejecutivos suelen trabajar dentro de un círculo de asociados, y el que alguien permita a un escritor infiltrarse sin asegurarse de la ventaja mutua podría ser considerado como un abuso de confianza. Los escritores muy de vez en cuando logran superar esas barreras. Algunos de los involucrados en negocios han escrito unas cuantas versiones minuciosas y confidenciales de estos tratos. Y algunas reconstrucciones a posteriori de los hechos a veces recrean hábilmente los dramas de los tratos complejos.
Una forma emparentada con la anterior, los informes sobre crímenes reales, también reconstruye los sucesos a posteriori. Los asesinos, por lo general, tratan de no hacer su trabajo frente a escritores. Pero, a partir del momento en que se revelan los hechos, los casos criminales pueden abrir el acceso a lugares secretos. Los acusados que deciden cooperar buscando redención, o algo de entretenimiento o perdón, los familiares con espíritu vengativo y los registros de lo que sucede en los juicios han permitido que los escritores se adentren en mundos interiores, una vez ocurrido el hecho.
Los escritores de esta literatura de no ficción están destinados a llegar tarde. Algo que el periodista literario sólo puede hacer en primera persona, en retrospectiva, luego de que el azar lo ha sometido a la buena o a la mala fortuna, es escribir sobre una persona que está a punto de ser asaltada, o a punto de resbalarse en una cáscara de plátano, o a punto de encontrar un montón de oro. De vez en cuando, algo fuera de lo común le ocurre a un escritor, y los lectores se benefician de la mala suerte del autor. "The Incident at Naples" de Francis Steegmuller (que fue publicado en The New Yorker en 1986) se me viene a la mente. Steegmuller describe cómo fue asaltado mientras estaba de vacaciones. Tal vez es para desafiar ese límite que los escritores se lanzan a la aventura, y navegan en mares picados y sobreviven, cazan en las verdes colinas africanas y a duras penas logran cobrar su presa. Antes del desastre que acabó con las vidas de Christa MacAuliff y los astronautas del Challenger, LA NASA había hecho una lista de escritores que querían ir al espacio. Entre los aspirantes estaba Tracy Kidder, que en lugar de eso se ha dedicado a escribir sobre las delicias de envejecer.
4. Los periodistas literarios escriben con una "voz intimista", que resulta informal, franca, humana e irónica
4. Los periodistas literarios escriben con una "voz intimista", que resulta informal, franca, humana e irónica
En periodismo literario, el narrador no tiene el tono explicativo y calificador, impersonal y juicioso, del ensayo académico, en donde el autor presenta el material de sus investigaciones con cuidado, pero sin demasiadas consideraciones con sus lectores. Y tampoco es el informante ortodoxo del periodismo de noticias, aparentemente objetivo, que se apoya en los hechos y que se abstiene de hacer juicios. El narrador del periodismo literario tiene carácter, es una persona íntegra, con la cual es posible intimar, y que puede ser franca, irónica, sarcástica, o mostrar desconcierto, juzgar e, incluso, reírse de sí misma. Éstas son cualidades que los académicos y los reporteros de noticias evitan diligentemente por considerarlas poco profesionales y nada objetivas. Se les enseña a pasar por alto sus reacciones frente a otras personas y a no dejar entrever sus propias opiniones. Desde el punto de vista de las instituciones o de las tradiciones intelectuales que patrocinan ese tipo de prosa, hay poderosas razones de tipo cívico, comercial, científico y disciplinario para restringir cualquier tipo de juicio personal. El efecto de ambos estilos, el académico y el noticioso, es presentarles a los lectores lo que parecen ser "los hechos", en un tono desprovisto de emoción, sin carácter individual, convencional y, por lo tanto, presumiblemente neutral y justo. Obviamente, hay mucho que se les queda por fuera.
El rasgo que define al periodismo literario es la personalidad del escritor, la voz personal e intimista de una persona de carne y hueso con toda su candidez, que no representa ni defiende ni habla en nombre de una institución o de un periódico o de una compañía o de un gobierno, una ideología o un campo de estudio, ni de una cámara de comercio o un lugar turístico. Es la voz de una persona desnuda, sin protección burocrática, que habla por sí misma. Alguien que ha iluminado la experiencia con sus reflexiones propias, pero que no ha dejado de lado sus particularidades, su sarcasmo, sus dudas, y que no borra sus realida-des emotivas de tristeza, alegría, emoción, furia, amor. El poder del género está en la fuerza de esa voz. Es una fuerza social que no está afiliada a nada, y su práctica ha sido casi siempre benigna. Es uno de los pocos lugares en los medios en donde el gran público puede consumir dosis desmedidas de afirmaciones que no han sido hechas para respaldar a nadie más que al audaz autor.
Sin embargo, el tono es pocas veces agresivo, acusador o confesional, aunque ciertos autores, como Tom Wolfe, son partidarios de dar ese tono. En la mayor parte del periodismo literario emerge una voz informal, competente, que reflexiona, una voz que habla con la seguridad que da la experiencia sobre tópicos, asuntos, temas personales, una voz que refleja, a veces de manera indirecta, como un subtexto, el conocimiento que el autor tiene de sí mismo, el respeto que se guarda y su conciencia. En mi taller de escritura en la Universidad de Boston les sugiero a los asistentes que busquen su voz al imaginar que les cuentan a amigos más o menos cercanos, cuyo ingenio respetan, algún incidente que hayan presenciado y que hayan tomado en serio y que se relacione con las áreas que han estudiado. Lo que surge es una voz amigable, con conciencia de sí misma y un dejo humorístico, pero con autoridad. Es la voz que oigo en las comidas cuando la gente relata anécdotas. Al leerla, uno se siente acompañado.
Esta voz es un invento práctico para ensayistas, y no una preferencia estrafalaria, ni tampoco una simple forma de poner manos a la obra. Es una herramienta útil para las dificultades de un trabajo moderno. Le permite al autor dar un rodeo frente a perspectivas instituidas de relaciones y asuntos que generalmente se encuentran guardados por murallas de lenguaje formal y alianzas institucionales invisibles. Los poderes de la voz cándida e intimista son múltiples, y molestan a las personas que insisten en versiones idealizadas de la realidad. La formalidad del lenguaje protege devociones, fes, tabúes, apariencias, verdades oficiales. El tono intimista elude esas prohibiciones, dice cosas del modo que los enterados usan cuando, al dejar el trabajo, hablan en confianza con amigos o amantes. Es la voz con la que dejamos ver cómo son realmente las personas y las instituciones. Es una característica fundamental del periodismo literario y, también, algo nuevo en el periodismo.
Al leer periodismo literario, el público es invitado a adoptar expectativas complejas y relajadas sobre el significado, y a compartir algo que los artículos académicos y de actualidad excluyen: la visión irónica del autor. La ironía, el mecanismo que lleva a los lectores a contemplar el panorama en términos mucho más claros de lo que lo hacen algunos de los personajes, es prácticamente un tabú en otras formas de no ficción. Se me ocurren dos excepciones, y en ambas el periodismo literario emerge. El Wall Street Journal es uno de los periódicos importantes que publica artículos irónicos en primera página. Esto puede deberse a que la gerencia del periódico define a su público como gente que tiene los pies en la tierra, que tiene poder y está bien enterada. En otras palabras, como "una minoría", un sector elitista de la comunidad, aquellos que están en la cima y que tienen ciertas perspectivas del mundo que está por debajo de ellos. Y los suplementos dominicales que con frecuencia tienen un tono irónico, en artículos cuyos narradores relatan experiencias personales con cierto aspecto de moral comunitaria, como los prejuicios, las enfermedades costosas, las dificultades de envejecer o los aspectos trágicos de las enfermedades mentales.
El rasgo que define al periodismo literario es la personalidad del escritor, la voz personal e intimista de una persona de carne y hueso con toda su candidez, que no representa ni defiende ni habla en nombre de una institución o de un periódico o de una compañía o de un gobierno, una ideología o un campo de estudio, ni de una cámara de comercio o un lugar turístico. Es la voz de una persona desnuda, sin protección burocrática, que habla por sí misma. Alguien que ha iluminado la experiencia con sus reflexiones propias, pero que no ha dejado de lado sus particularidades, su sarcasmo, sus dudas, y que no borra sus realida-des emotivas de tristeza, alegría, emoción, furia, amor. El poder del género está en la fuerza de esa voz. Es una fuerza social que no está afiliada a nada, y su práctica ha sido casi siempre benigna. Es uno de los pocos lugares en los medios en donde el gran público puede consumir dosis desmedidas de afirmaciones que no han sido hechas para respaldar a nadie más que al audaz autor.
Sin embargo, el tono es pocas veces agresivo, acusador o confesional, aunque ciertos autores, como Tom Wolfe, son partidarios de dar ese tono. En la mayor parte del periodismo literario emerge una voz informal, competente, que reflexiona, una voz que habla con la seguridad que da la experiencia sobre tópicos, asuntos, temas personales, una voz que refleja, a veces de manera indirecta, como un subtexto, el conocimiento que el autor tiene de sí mismo, el respeto que se guarda y su conciencia. En mi taller de escritura en la Universidad de Boston les sugiero a los asistentes que busquen su voz al imaginar que les cuentan a amigos más o menos cercanos, cuyo ingenio respetan, algún incidente que hayan presenciado y que hayan tomado en serio y que se relacione con las áreas que han estudiado. Lo que surge es una voz amigable, con conciencia de sí misma y un dejo humorístico, pero con autoridad. Es la voz que oigo en las comidas cuando la gente relata anécdotas. Al leerla, uno se siente acompañado.
Esta voz es un invento práctico para ensayistas, y no una preferencia estrafalaria, ni tampoco una simple forma de poner manos a la obra. Es una herramienta útil para las dificultades de un trabajo moderno. Le permite al autor dar un rodeo frente a perspectivas instituidas de relaciones y asuntos que generalmente se encuentran guardados por murallas de lenguaje formal y alianzas institucionales invisibles. Los poderes de la voz cándida e intimista son múltiples, y molestan a las personas que insisten en versiones idealizadas de la realidad. La formalidad del lenguaje protege devociones, fes, tabúes, apariencias, verdades oficiales. El tono intimista elude esas prohibiciones, dice cosas del modo que los enterados usan cuando, al dejar el trabajo, hablan en confianza con amigos o amantes. Es la voz con la que dejamos ver cómo son realmente las personas y las instituciones. Es una característica fundamental del periodismo literario y, también, algo nuevo en el periodismo.
Al leer periodismo literario, el público es invitado a adoptar expectativas complejas y relajadas sobre el significado, y a compartir algo que los artículos académicos y de actualidad excluyen: la visión irónica del autor. La ironía, el mecanismo que lleva a los lectores a contemplar el panorama en términos mucho más claros de lo que lo hacen algunos de los personajes, es prácticamente un tabú en otras formas de no ficción. Se me ocurren dos excepciones, y en ambas el periodismo literario emerge. El Wall Street Journal es uno de los periódicos importantes que publica artículos irónicos en primera página. Esto puede deberse a que la gerencia del periódico define a su público como gente que tiene los pies en la tierra, que tiene poder y está bien enterada. En otras palabras, como "una minoría", un sector elitista de la comunidad, aquellos que están en la cima y que tienen ciertas perspectivas del mundo que está por debajo de ellos. Y los suplementos dominicales que con frecuencia tienen un tono irónico, en artículos cuyos narradores relatan experiencias personales con cierto aspecto de moral comunitaria, como los prejuicios, las enfermedades costosas, las dificultades de envejecer o los aspectos trágicos de las enfermedades mentales.
5. El estilo cuenta muchísimo, y tiende a ser sencillo y libre
Uno de los rasgos del periodismo literario que se nota a primera vista es el lenguaje informal, individual y eficiente. Para lograrlo los escritores han trabajado en su escritura de manera que ésta sea libre, con estilo y controlada. El oído puede ser la habilidad más difícil de enseñar al escribir. La expresión sencilla y elegante es el objetivo al que aspiran también muchos poetas y novelistas. La gente discierne el carácter, en parte, al adivinar qué tipo de persona escoge tales palabras. Los escritores impersonales u obstinados quedan al descubierto. El lenguaje limpio, lúcido y personal lleva a los lectores a evocar inmediatamente las escenas y la fuerza de las ideas.
"Si uno quiere ver el mundo invisible, debe mirar el visible" dijo Howard Nemerov en su fascinante ensayo "On Metaphor". El mejor lenguaje de los periodistas literarios es también evocador, lúdico. Este lenguaje se apoya en el uso de verbos que denotan acciones específicas y evita los verbos que no son útiles para hacer una descripción precisa, así como los adjetivos abstractos, los adverbios y las muchas formas indolentes de los verbos ser y estar; es restringido en cuanto al uso de conectores gramaticales. Ese estilo poco recargado tiene su gracia, es claro y agradable por sí mismo, y es adecuado para hacer que los lectores no sólo imaginen los sucesos, sino que los sientan. Los lectores se resisten frente a la escritura torpe, casi sin pensar mucho en qué es lo que falla, pero se dejan llevar por la buena prosa con igual facilidad. El sentimiento transporta a los lectores de una forma que la lógica no consigue.
"Si uno quiere ver el mundo invisible, debe mirar el visible" dijo Howard Nemerov en su fascinante ensayo "On Metaphor". El mejor lenguaje de los periodistas literarios es también evocador, lúdico. Este lenguaje se apoya en el uso de verbos que denotan acciones específicas y evita los verbos que no son útiles para hacer una descripción precisa, así como los adjetivos abstractos, los adverbios y las muchas formas indolentes de los verbos ser y estar; es restringido en cuanto al uso de conectores gramaticales. Ese estilo poco recargado tiene su gracia, es claro y agradable por sí mismo, y es adecuado para hacer que los lectores no sólo imaginen los sucesos, sino que los sientan. Los lectores se resisten frente a la escritura torpe, casi sin pensar mucho en qué es lo que falla, pero se dejan llevar por la buena prosa con igual facilidad. El sentimiento transporta a los lectores de una forma que la lógica no consigue.
6. Los periodistas literarios escriben desde una posición móvil, desde la cual pueden relatar historias y dirigirse a los lectores
Esta posición móvil del escritor es otro elemento fundamental del periodismo literario. Cada autor de los que figuran en esta antología, al contar su historia también mira al lector, hace comentarios, digresiones, trae a colación las asociaciones que le despiertan el tema, el contexto, los sucesos previos (no siempre personales), y luego vuelve a su historia. Cuando el autor lo pone a uno de nuevo en el punto donde dejó la historia, uno se siente en un lugar conocido. "¡Qué bien!", dice el lector que ha sido atendido como se debe, al ver que vuelve a la historia, "Ahora veré qué sucede". El lector se interna de nuevo en la historia con una perspectiva más amplia de los sucesos, obtenida a partir del material de las digresiones. Este filo de la narración, que la conduce y la lleva hacia adelante, del cual surgen las digresiones y los retornos a la historia, puede denominarse el "presente móvil", un término útil para discernir la estructura de un ensayo. Los buenos narradores casi siempre hacen sus digresiones en momentos en los que una acción especialmente interesante está a punto de suceder, y no cuando ésta finaliza. La narración lúcida, y una hábil selección de momentos para hacer las digresiones pertinentes y luego volver al "presente móvil", son algunos de los elementos esenciales a partir de los cuales los periodistas literarios construyen sus ensayos.
Esta posición móvil de los periodistas literarios no es un préstamo que toman de los novelistas. En literatura, el lector nunca está seguro de si el autor se alejó de la historia, y tampoco puede evitar pensar que incluso los comentarios más distantes de la historia puedan llegar a convertirse en otro hilo de la misma. Cuando el periodista literario se desvía y luego vuelve a su historia, el conocimiento del mundo real que tiene el autor se yuxtapone sobre ella. La posición móvil es un mecanismo sorprendente, con mucha fuerza.
Esta posición móvil de los periodistas literarios no es un préstamo que toman de los novelistas. En literatura, el lector nunca está seguro de si el autor se alejó de la historia, y tampoco puede evitar pensar que incluso los comentarios más distantes de la historia puedan llegar a convertirse en otro hilo de la misma. Cuando el periodista literario se desvía y luego vuelve a su historia, el conocimiento del mundo real que tiene el autor se yuxtapone sobre ella. La posición móvil es un mecanismo sorprendente, con mucha fuerza.
7. La estructura cuenta, como una mezcla de narración primaria con historias y digresiones que amplifican y encuadran los sucesos
La mayor parte del periodismo literario es principalmente narrativo, cuenta historias, construye escenas. Cada uno de los textos que aparecen en este volumen lleva a los lectores a través de una historia, y con frecuencia también a lo largo de una segunda y una tercera.
La secuencia de escenas y digresiones, algunas de las cuales están apenas esbozadas y otras tratadas con más detenimiento, junto con la posición móvil del narrador en relación con estas historias y comentarios al margen, conforman la estructura narrativa. Los periodistas literarios han desarrollado un género que les permite esculpir historias y digresiones de manera tan compleja como lo hacen los novelistas. En un momento dado el lector puede estar situado en una línea de sucesos a partir de la cual se pueden desarrollar, por lo menos, una historia y unas cuantas ideas.
La secuencia de escenas y digresiones, algunas de las cuales están apenas esbozadas y otras tratadas con más detenimiento, junto con la posición móvil del narrador en relación con estas historias y comentarios al margen, conforman la estructura narrativa. Los periodistas literarios han desarrollado un género que les permite esculpir historias y digresiones de manera tan compleja como lo hacen los novelistas. En un momento dado el lector puede estar situado en una línea de sucesos a partir de la cual se pueden desarrollar, por lo menos, una historia y unas cuantas ideas.
8. Los periodistas literarios desarrollan el significado al construir sobre las reacciones del lector
A los lectores que se involucran en un texto les suele importar el camino por el cual una situación llegó a un punto determinado, y qué les va a suceder a los personajes más adelante. Los buenos periodistas literarios nunca se olvidan de ser entretenidos. Mientras más serias sean las intenciones del escritor, y más franco y crucial sea el mensaje o el análisis que hay detrás de la historia, es más importante mantener cautivos a los lectores. El estilo y la estructura entretejen la historia y la idea de forma atractiva.
Si el autor logra contar la historia y sus digresiones y construye la estructura de manera ágil, los lectores sentirán que se dirigen hacia algún propósito definido, que la lectura tiene un destino que vale la pena. Los tipos de destino que los periodistas literarios suelen alcanzar tienden a poner lado a lado significados eternos y escenas cotidianas.
Los lectores se embarcan en viajes que los autores han diseñado para sacar a flote lo ineluctable que está inmerso en la vida diaria. Este viaje no llevará a ninguna parte sin la participación imaginativa de los lectores. En últimas, lo que un autor crea no son secuencias de párrafos bien planteados sobre el papel, sino secuencias de experiencias emotivas, intelectuales e incluso morales que los lectores atraviesan. Estas experiencias son fascinantes, y están emparentadas con las sensaciones que produce ver una película, más que con la lectura de un libro de texto. Lo que esos fragmentos quieren decir no está en el papel.
El escritor pinta escenas sensoriales, habla en un tono intimista que desencadena las sensaciones y experiencias del lector, y establece un intercambio alquímico entre el texto terminado y las psiquis de los lectores. Las conclusiones de los lectores son lo que el autor y el lector han hecho juntos.
A los lectores que se involucran en un texto les suele importar el camino por el cual una situación llegó a un punto determinado, y qué les va a suceder a los personajes más adelante. Los buenos periodistas literarios nunca se olvidan de ser entretenidos. Mientras más serias sean las intenciones del escritor, y más franco y crucial sea el mensaje o el análisis que hay detrás de la historia, es más importante mantener cautivos a los lectores. El estilo y la estructura entretejen la historia y la idea de forma atractiva.
Si el autor logra contar la historia y sus digresiones y construye la estructura de manera ágil, los lectores sentirán que se dirigen hacia algún propósito definido, que la lectura tiene un destino que vale la pena. Los tipos de destino que los periodistas literarios suelen alcanzar tienden a poner lado a lado significados eternos y escenas cotidianas.
Los lectores se embarcan en viajes que los autores han diseñado para sacar a flote lo ineluctable que está inmerso en la vida diaria. Este viaje no llevará a ninguna parte sin la participación imaginativa de los lectores. En últimas, lo que un autor crea no son secuencias de párrafos bien planteados sobre el papel, sino secuencias de experiencias emotivas, intelectuales e incluso morales que los lectores atraviesan. Estas experiencias son fascinantes, y están emparentadas con las sensaciones que produce ver una película, más que con la lectura de un libro de texto. Lo que esos fragmentos quieren decir no está en el papel.
El escritor pinta escenas sensoriales, habla en un tono intimista que desencadena las sensaciones y experiencias del lector, y establece un intercambio alquímico entre el texto terminado y las psiquis de los lectores. Las conclusiones de los lectores son lo que el autor y el lector han hecho juntos.
9. ¿Por qué se ha dado esta unión tan notable de hechos detallados, narración y tono intimista en este siglo [el XX]?
Muchas de las tradiciones que a principios de siglo definían comportamientos y creencias se han fragmentado y vaporizado. En 1900 había unos cuantos cientos de categorías que servían para describir las rutinas del trabajo, y unos pocos patrones definían la propiedad. Hoy en día, hay diez mil clases de trabajo y de propiedad. Durante el mismo período, la ciencia, que parecía prometer respuestas, orden y comodidad, ha producido confusión, peligro, y los vastos dominios del conocimiento que podrían ser cruciales para todo el mundo resultan comprensibles sólo para los especialistas. Y en una cultura que se apoyaba en expertos y líderes para seguir adelante, la augusta autoridad se ha venido al suelo. Los presidentes, sacerdotes, generales de a caballo, profesores en sus torres de marfil ya no logran inspirar la fe colectiva.
Sin embargo, esto no ha llevado al desconsuelo general. Una enorme multitud de personas quiere, y estoy seguro de que con más urgencia que nunca, leer libros y ensayos que abarquen lo que acontece en toda su complejidad. No sólo exigen información, sino perspectivas de cómo encajan las cosas entre sí ahora que el centro no se mantiene en pie. Un público que, a principios de siglo, pocas veces se enfrentaba a la imaginación personal de otros, ahora devora best-sellers sobre determinados temas, películas y programas de televisión que proyectan asuntos de forma narrativa, y periodismo literario.
El periodismo literario contribuye a aclarar la nueva complejidad. Si bien no es un antídoto contra la confusión, por lo menos sí une las experiencias cotidianas, incluyendo las emotivas, con la increíble plenitud de información que puede aplicarse a la experiencia. El periodismo literario aúna la frialdad de los hechos con sucesos personales, bajo la compañía humana del autor. Yeso ensancha las perspectivas de los lectores, les permite contemplar vidas ajenas que se retratan en contextos mucho más claros que los que podemos ver en nuestra propia vida. El proceso lleva a los lectores, y a los autores, hacia el entendimiento, la compasión y, en el mejor de los casos, hacia la sabiduría.
Incluso diría que hay algo intrínsecamente político, y profundamente democrático, en el periodismo literario: un fondo pluralista, a favor del individuo, en contra de la hipocresía, de las élites. Semejante trasfondo parece ser inherente a la práctica de esta forma. El estilo informal se abre paso a través de las generalizaciones confusas de credos, países, compañías, burocracias y expertos. Y las narraciones de las vidas sentidas de la gente común y corriente ponen a prueba las idealizaciones frente a los acontecimientos del momento. La verdad está en los detalles de las vidas reales.
Sin embargo, esto no ha llevado al desconsuelo general. Una enorme multitud de personas quiere, y estoy seguro de que con más urgencia que nunca, leer libros y ensayos que abarquen lo que acontece en toda su complejidad. No sólo exigen información, sino perspectivas de cómo encajan las cosas entre sí ahora que el centro no se mantiene en pie. Un público que, a principios de siglo, pocas veces se enfrentaba a la imaginación personal de otros, ahora devora best-sellers sobre determinados temas, películas y programas de televisión que proyectan asuntos de forma narrativa, y periodismo literario.
El periodismo literario contribuye a aclarar la nueva complejidad. Si bien no es un antídoto contra la confusión, por lo menos sí une las experiencias cotidianas, incluyendo las emotivas, con la increíble plenitud de información que puede aplicarse a la experiencia. El periodismo literario aúna la frialdad de los hechos con sucesos personales, bajo la compañía humana del autor. Yeso ensancha las perspectivas de los lectores, les permite contemplar vidas ajenas que se retratan en contextos mucho más claros que los que podemos ver en nuestra propia vida. El proceso lleva a los lectores, y a los autores, hacia el entendimiento, la compasión y, en el mejor de los casos, hacia la sabiduría.
Incluso diría que hay algo intrínsecamente político, y profundamente democrático, en el periodismo literario: un fondo pluralista, a favor del individuo, en contra de la hipocresía, de las élites. Semejante trasfondo parece ser inherente a la práctica de esta forma. El estilo informal se abre paso a través de las generalizaciones confusas de credos, países, compañías, burocracias y expertos. Y las narraciones de las vidas sentidas de la gente común y corriente ponen a prueba las idealizaciones frente a los acontecimientos del momento. La verdad está en los detalles de las vidas reales.
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De Revista EL MAL PENSANTE, Colombia
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