Thursday, June 6, 2013

Nochevieja en un tren



ALEX JUDE
Estamos a finales de diciembre y estoy sentado sobre mi vieja mochila en el atestado pasillo de un apartamento en San Petersburgo, preguntándome por qué estoy obligado a sentarme encima de mi equipaje. Mi novia me dice de un modo tranquilizador que nos dará suerte en el largo viaje hasta Krasnodar, ciudad en la que nació, y las montañas del Cáucaso. Puse mis ojos en blanco, y me pregunté cómo es posible que alguien con un doctorado en psiquiatría pueda estar tan apegada a las supersticiones populares. Pero bueno, tal vez mis cinco años de experiencia en Rusia me hayan servido para no hacer demasiadas preguntas acerca de la lógica rusa, así que solamente pregunté cuándo llegaba el taxi.
Algunos minutos después, vamos en los asientos traseros de un destartalado Lada esquivando los baches de nieve que hay en la carretera. Nos dirigimos a la bulliciosa estación de tren, con su habitual muestra representativa de la sociedad rusa. Siempre he sido un fan de las estaciones de tren rusas y miro a las caras de la multitud que hay alrededor mientras mi novia busca en el panel la hora de salida de nuestro tren a Moscú.
Hemos dejado todo para el último minuto, como siempre; de modo que vamos a tener que viajar en primera clase en vez de en tercera. Subimos torpemente al tren quejándonos todavía del desproporcionado precio del billete y nos abrirnos paso por el pasillo con nuestras mochilas, skis, snowboard de segunda mano y un legendario fregadero de cocina.
Cuando llegamos al compartimento descubrimos dos literas y una pequeña mesa plegable con un recipiente lleno de festivas mandarinas y dos kits azules de baño, en los que hay un pequeño cepillo de dientes, un jabón enano, un peine de plástico, y lo mejor de todo: un mini calzador. Los rusos suelen ir en zapatillas de casa en los viajes en tren de larga distancia y sólo se ponen los zapatos para ir fuera o al baño. Supongo que muchos estaban encantados con el regalo de Año Nuevo de Ferrocarriles Rusos.
La mujer que trabaja en el vagón sonríe y nos muestra sus dientes de oro cada vez que nos pregunta amablemente si nos gustaría otra copa de té. Entonces me doy cuenta de que estamos en primera clase. Las asistentes de viaje de los trenes rusos tienen fama de ser mujeres de mediana edad con el pelo teñido, la cara dura y de abducir pasaportes.
Después de una buena noche de sueño, gracias al vaivén del tren, llegamos al concurrido centro de Moscú. Dejamos nuestras bolsas en unas taquillas y vamos a la calle porque mi novia quiere unos nuevos zapatos. Las chicas rusas tienen la costumbre de anteponer la belleza a lo práctico, e insisten en comprar zapatos por lo menos un par de tallas más pequeñas. Nunca he oído que nadie haya llegado al Everest en tacones, pero estoy seguro de que las mujeres rusas serán las primeras en hacerlo.
Desde la tienda volvemos a la estación con un par de botas bielorrusas de 25 dólares. Después tenemos que bajar para recoger nuestro equipaje y volver a los andenes para continuar con nuestro viaje. El día 31 cogemos nuestro tren hacia Nalchik, 35 horas y unos 1.000 kilómetros al sur, con nuestras provisiones de pan negro, salami, galletas, una dudosa bebida multifrutas y dos calzadores de primera clase.
Pasamos varias horas solos en nuestro compartimento, tranquilos y sin contratiempos, antes de que se nos una, una pareja de mediana edad de la región de Moscú. Charlar con tus vecinos en los trenes rusos, es tan habitual como beber con ellos y, seguramente, no falte mucho para que el alegre marido con bigote nos maltrate con su lista de canciones favoritas de su móvil, mientras la recatada mujer lo regaña por algunos tacos ocasionales.
A medida que se acerca el Año Nuevo, oímos una guitarra y el sonido de una risa esporádica que sale de otro compartimento. Es gente que ha decidido merodear por los pasillos. Pronto empiezan a sonar las melodías de Kino y Mashina Vremeni, populares grupos entre los guitarristas y los músicos callejeros de la época soviética.
En Rusia, cada fiesta o celebración es como una centrifugadora y absorbe a cualquiera que esté alrededor, independientemente de las personas que están alrededor. De modo que no pasa mucho tiempo hasta que nos invitan al atestado compartimento y nos unimos a la fiesta con una taza de té de Ferrocarriles Rusos llena de Sovietskoye Shampanskoye (barato y burbujeante). Cuento dos parejas, algunos amigos algo bebidos que cuelgan de las literas y un improvisado árbol de navidad encima de la mesa hecho con una piña y una guirnalda en la parte de arriba.
Después de insistirme un poco, toco fuera de tono algo de los Beatles en una desafinada guitarra. Entonces llega mi turno de hacer un brindis. Invitar a los extranjeros a hacer un pequeño discurso en un mal ruso es una especie de tradición que no me gusta demasiado. Me levanto a regañadientes, casi me doy con un par de rodillas en la cabeza, tomo aire y pronuncio el único brindis que conozco en ruso: “Vstretimsja pod stolom!” (¡Nos reunimos debajo de la mesa!) Como era de esperar, funciona bien, como también lo hacen las siguientes copas de Shampanskoye, y luego pasamos a Yolocha, el villancico de Año Nuevo más famoso de Rusia que trata sobre un pequeño pino en el bosque.
Poco antes de la medianoche, todo el mundo coge un trozo de papel y un bolígrafo y me explican la tradición de pedir deseos en Navidad. Llega la típica cuenta atrás mientras hacemos garabatos en los deseos, los quemamos y echamos las cenizas en nuestras copas de champán. Luego todo va por la ventanilla (¡incluidas las cenizas!). Hay abrazos, besos y buenos deseos mientras el pequeño compartimento recibe el Año Nuevo de una manera poco habitual.
Una vez que el nivel de ruido ha bajado, nuestro huésped saca dos botellitas para hacer pompas de jabón. “En vez de los fuegos artificiales”, dice con cara triste. Vamos entonces por el pasillo echando pompas de jabón mientras cantamos Yólochka.
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De RUSIA HOY, 30/12/2011
Fotografía de Alex Jude
Alex Jude es profesor de inglés, traductor y blogger que vive en Omsk. 

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