GIOVANNA RIVERO
“Lo mío es el cuento”, me dice Guillermo Ruiz
Plaza en una conversación por chat. Me lo dice no para aclarar o justificar
nada, sino como quien expresa un rasgo de personalidad, algo esencial a una
especie o, de no existir esa suerte de determinismo, como quien se ha decidido –cual Ulises
surcando mares– por una línea en el horizonte.
Me dice también que la reescritura es la mejor
parte de su oficio, pues “allí cobra sentido todo”. Y estoy de acuerdo. Yo
también disfruto intensamente de ese momento en que, tendidas las cartas y sus
arcanos sobre la mesa, todavía y más que nunca es posible torcer el destino de
los personajes o subrayar (o atenuar) sus decisiones, sus palabras, la manera
en que prefiguran su presencia respecto a sus rivales en ese crucigrama de
circunstancias que uno ha creado.
Reescritura y no sólo corrección, subrayo, pues
en este viaje de regreso lo que importa es la mirada, que cambiando unos grados
su ángulo consigue ver y revelarle al lector aristas y hendiduras en las
acciones y espacios de los personajes que llevan el cuento a un nivel simbólico
mejor logrado, más inquietante, mejor conectado con las aguas del
subconsciente.
Es precisamente sobre esta apuesta de Ruiz
Plaza, la reescritura, que quiero anotar un par de factores interesantes y puntualmente
valiosos como parte de un modelo de aprendizaje. Y cuando digo “aprendizaje” no
me refiero únicamente a los escritores o escritoras que recién se avientan en
esa caída libre que es la escritura creativa, sino a los que estamos en permanente
búsqueda, en perpetuo ensayo, con algunas certezas conquistadas pero aún
muchísimas regiones de franca y desafiante oscuridad por penetrar.
Primero: Guillermo Ruiz Plaza ha reescrito todos
los cuentos que forman parte del volumen La
última pieza del puzzle, publicado en 2013 por la nueva y prometedora
editorial 3600. Es un libro elegante debido tanto a la prosa cuidada como a un
nivel de densidad que no todo conjunto de cuentos alcanza. Como bien dicen sus
editores, se trata de relatos “orgánicos y unitarios”. En la mayoría de los cuentos el mundo
interior de los personajes es el núcleo que dinamiza todo el relato, aun cuando
la realidad parece, en un principio, actuar por cuenta propia: un niño es el
más sensible testigo del inexorable deterioro del matrimonio de sus padres; una
adolescente es sometida a tortuosas prácticas de piano; un inmigrante boliviano
llega a conocer el lado siniestro de los apartamentos franceses; un huérfano
revisa, desde las orillas de ese otro que lo habita, la noche en que murieron
sus padres. Textos, en fin, que
hacen del espacio doméstico el nido más fértil para alimentar los pájaros de la
extrañeza.
Este logro visible del volumen es consecuencia,
creo yo, de fuerzas más profundas que se asientan en el deseo mismo de responder
a la realidad con una contraparte ficticia, pero no por eso menos real, sino
más inquisitiva y desnuda. Comparando ambos momentos creativos, uno de los cuales ya es
público gracias a 3600, y el de la reescritura, cuyo proceso Guillermo ha tenido
la generosidad de compartir conmigo, es posible justamente percibir el trabajo
simultáneo de, por un lado, roer el hueso hasta llegar a lo que Harry Belevan
llama el “episteme fantástico” y, por otro, de galvanizar a los personajes, ya sea a través de una electricidad nueva
en los diálogos o a partir de una sutilmente distinta disposición de los
párrafos y de los adjetivos que funcionan como discretas tuercas capaces de
hacer del texto una textualidad, es decir, una dimensión alternativa o
paralela, un desdoblamiento que se produce gradualmente y que deja al lector
equilibrándose en un limen pantanoso.
Belevan dice que el “episteme fantástico” sólo
puede ser descubierto desde una sensibilidad filosófica, aquella que tanto los
personajes como el lector se verán empujados a despertar y desplegar en la
medida en que el relato ponga en entredicho la realidad y ellos se sientan conminados
a comprender de qué trata semejante desajuste. Esta sensación, por llamar de
algún modo a la inquietud que paulatinamente provocan los cuentos de Ruiz
Plaza, es la que experimenté, por ejemplo, al redescubrir “Sombras de verano”.
Los fragmentos del texto A, en los que el autor describía los objetos o la
atmósfera desde cierta pudorosa distancia, ahora en el texto B se nos aparecen
limpios, sin la intermediación de la duda, sino expuestos, metiendo de lleno al
lector en ese magma oscuro, húmedo y casero que es un departamentito francés,
asolado por el calor de junio, amenazado por las moscas, el hedor y la
decrepitud de los vecinos. Ni en
este cuento ni en ningún otro se profanan las leyes naturales como en el
clásico fantástico, sino que, insisto, Ruiz Plaza apenas nos aproxima a ese episteme de extrañeza que está siempre
en el umbral de la muerte y/o la demencia.
En otras palabras, la propuesta literaria de
Ruiz Plaza parece estar de acuerdo con una máxima del pensamiento cuántico, aquel
que afirma que la realidad se completa con la imaginación. Sin duda, tarea por
excelencia del demiurgo: poner su imaginación al servicio de un mundo que hasta
ese momento es sólo una abolladura caótica de signos, palabras, sucesos sin una
verdadera conexión entre sí. El hilo que ordena ese flujo casi absurdo es su
imaginación, mas no sólo la que usa para concebir el temperamento de sus
personajes y el desenlace amargo o grandioso de los relatos como cadena moral, sino
fundamentalmente la metaimaginación, es decir, aquella que respira como un
espíritu en los personajes y por cuya
puerta ingresamos a otro plano de la realidad. Eso es exactamente lo que sucede
en el cuento “El atributo”, cuyo protagonista debe rendir cuentas de su pasado atroz
antes de que un “estigma” místico cristiano le tome lo que queda de su cuerpo.
Segundo y breve: Sinceramente creo que la
reescritura como ars poética, sobre
todo en un escritor joven como Guillermo Ruiz Plaza, pone en evidencia la
diástole de su ambición y la ascética de su humildad. Volver sobre lo publicado
para hurgar en la propia cosecha y entender con renovada lucidez las zonas
pantanosas y las fácilmente transparentes, es un ejercicio de altísima
rentabilidad. Es así, creo, como se construye una simbología propia,
tensionándose en ese diálogo interior entre la textualidad y el impulso,
poniendo además el tiempo como mediador.
Guillermo ha rebautizado este segundo momento
creativo con el título de Sombras de
verano, y la idea, según me ha comentado, es justamente publicar en Francia
este volumen de relatos galvanizados. Ese cambio en el lugar de (re)nacimiento
del libro B es profundamente coherente con este recorrido, como quien reencarna
bajo una nueva configuración astrológica, no siempre desde una absoluta
borradura. Estoy segura de que los lectores también se beneficiarán de esta
magnífica didáctica y camino de templanza que es la reescritura. En todo caso, Sombras de verano es la prueba de que el
puzzle ha radicalizado su naturaleza
incompleta y es así como esa última pieza puede todavía ir deviniendo en
contornos que nunca más se ajusten al molde original. Por ese camino parece ir
la apuesta literaria de este cuentista y eso, sin duda, hay que celebrarlo.
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De LetraSiete, La Paz, 06/2014
Fotografía: Guillermo Ruiz Plaza
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