Claudio Rodríguez Morales
No sé bien porqué los vengo a recordar ahora. Ya los había eliminado de todo registro por su condición de seres insustanciales en una época confeccionada con la misma hechura. Distante del reciclaje mercenario con que la publicidad nos asalta de vez en cuando, mezcla de naftalina y silicona, me reencuentro ahora con este trío de fantasmas paliduchos de hace dos décadas. Época extraña, de encierro colectivo y particular, con un capataz que, pese a encontrarse en su cuenta regresiva, aún ejercía sobre todos nosotros su poder brutal. Pero ese era un tema que sólo a mí me inquietaba y muy a la pasada. En ausencia de otras alternativas, solucionaba el dilema con un par de cancioneros, afiches, panfletos y casetes gastados bajo el brazo. Mis amigos, en cambio, le daban la espalda sin ninguna clase de confusión interior, sólo las ganas de tomarse de las manos y conformar una suerte de familia postiza, con promesas de fidelidad eterna que el tiempo se encargaría de hacer añicos. La memoria trae el agradecimiento de Pablito por mi defensa ante los matones de curso, violentados por su respiración alfeñique, encabezados por el mismísimo Loco. En agradecimiento, vinieron las invitaciones, los almuerzos con su padre -el señor juez-, quien no decía ni media palabra, sólo sorbía la sopa añorando a su mujer difunta en el retrato iluminado colgado en una pared de pintura descascarada. De su semblante deduje que no le molestaba mi más que frecuente presencia en aquella casa del barrio Manuel Montt, dos cuadras al sur. Tal vez no le importaba o simplemente no la percibía. Más adelante vinieron las onces preparadas por Cecilia, la hermana mayor de Pablito. Pálida, de textura láctea, en maduración confusa y voluble. No tardamos en tomarnos el sótano como nuestro nuevo hogar, cuya luminosidad salía del farol de la estupidez. El candor me hizo creer que los besos y las manos entrelazadas bastaban. A Pablito lo tomamos como nuestro hijo, más bien nuestra mascota, a la que de vez en cuando acariciábamos en la cabeza.
El Loco no pasó por alto mi alejamiento de las barrabasadas que acometíamos en sociedad. Atrás quedaron los robos de colaciones de compañeros, del vino dulce de la misa de los viernes, tráfico de pornografía, invocaciones al demonio con banda sonora y citas de Rimbaud y Baudelaire. Cuando quiso indagar en mi retirada y, tal vez como muestra de orgullo e ingenuidad, decidí hablarle de Cecilia, un trofeo para el cual no lo necesité ni a él ni a su maldad cómplice. El Loco, más bien sus ojos saltones, y a pesar de mis evasivas, decidió recorrer el mismo camino. De convidado de piedra evolucionó a invitado de honor en la mesa compartida por el señor juez, Pablito (a quien también dejó de atormentar cada vez que yo daba vuelta la espalda) y Cecilia. Hasta que, en lo alto de la planicie de esta historia, su presencia se tornó superior a la mía. Aún más, asumió el papel de anfitrión, con derecho a recriminar mis ausencias: que Cecilia nos había preparado un kutchen de manzanas, que había escrito una composición y quería saber nuestra opinión como escritores, que había grabado una canción nueva en el equipo de música para que la escuchásemos todos juntos. Decidí recuperar terreno. No tuve otra alternativa más que seguir la corriente y tragarme, una y otra vez, la versión del Loco sobre la muerte de su padre, un piloto de pruebas de la aviación, tal vez demasiado parecida a la de algún superhéroe jubilado. Por los ojos de Cecilia, yo sabía que se dejaba encantar por las fantasías de este precoz demonio, mientras Pablito miraba desde un rincón con una mezcla de alternancia, satisfacción, condescendencia y, sin percatarme del todo, deseo.
Hoy reparo en esta suerte de refugio, calor protector entre pares, degustando con bebidas gaseosas los manjares preparados por Cecilia y, sobre todo, sentándonos en los desvencijados sillones dados de baja por el señor juez para escuchar la música almacenada en esos casetes regrabados una y otra vez. En su mayoría, temas ignorados por los sujetos de afuera, moquillentas baladas romanticonas del cancionero latino, también italiano y algo en inglés, nada de guitarreos eléctricos, demasiado violentos, menos canto nuevo con olor a insurgencia. Todo eso quedaba para el mundo exterior. Ellos sólo tenían tiempo para coleccionar almíbar en sus tarados corazones, incluyendo a un Loco cada vez más transformado.
La última reunión en el sótano de los hermanos Pablito y Cecilia la recuerdo como una sucesión de estruendos, de luces y sombras. Sangre de nariz del Loco, mezclada con la de Pablito, la mía tal vez y el período de Cecilia. Una aplanadora nos pasó encima y decidí no saber nada más de todos ellos. Prefiero recordarlos (si es que…) como fantasmas pálidos de hace veinte años que como moscas que se deslizan por el excremento santiaguino de hoy.
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De Evolución de la especie, blog del autor
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