Cuando tenía 18 años solía robar pelotas de fútbol y pinzas para agarrar cubitos de hielo en los bares que frecuentaba sin que nadie se diera cuenta. También, posavasos y jarras. Y no porque me gustaran sus formas cilíndricas o sus curvas de vidrio, sino porque me sentía poderoso al apropiarme de algo a espaldas de sus legítimos dueños. Años más tarde, un muñeco de orejas puntiagudas y ojos saltones que me regalaron cuando era chico se convirtió en mi talismán preferido. Lo llevaba siempre en el bolsillo porque pensaba que era capaz de atraer la buena suerte, y el día que lo perdí fue como de tragedia griega: aquella jornada, tras un accidente impensable en una carretera, murió desnucado un periodista que me acompañaba. A los 29 comencé a coleccionar duendes de peluche y de yeso, y a ponerles dulces cerca porque tenían fama de ser traviesos, para calmarles. Y últimamente me ha dado por armar altares con algunos fetiches, como una pera de goma para limpiar escopetas, una revista Esquire en la que Gay Talese publica un perfil genial de Frank Sinatra o el encendedor azul que estaba usando la última vez que mi mujer me sorprendió fumando a escondidas.
Todos tenemos en nuestros cuartos, en nuestra oficina, en nuestros depósitos, en nuestros armarios, en nuestros baúles y en nuestras paredes objetos (cosas) que forman parte de nuestra identidad —que nos retratan—. Dicen que la fascinación de Albert Einstein por la ciencia nació después de que su padre le entregara una sencilla brújula de mano. Que la actriz Marilyn Monroe guardó muchas de las cartas íntimas de sus exmaridos para no olvidarse completamente de ellos. Que el dictador ugandés Idi Amin almacenaba cabezas humanas para infundir temor en sus enemigos. Y que Neil Armstrong regresó con una bolsa repleta de souvenirs espaciales después de su viaje a la Luna con la misión Apolo 11. Los objetos son nuestra memoria. Son los rastros de lo que hicimos, una profecía de lo que haremos y una ventana a nuestra biografía. Son una declaración de intenciones, una metáfora (en tres dimensiones) de nuestro paso por este planeta y una manera de comprender a los que nos rodean. Y nosotros somos lo que tenemos, lo que tuvimos y también lo que tendremos. Somos la biblioteca llena de libros con las páginas subrayadas que heredamos de nuestros abuelos, el peluche junto al que nos arropaban nuestros padres para dormirnos, la fotografía hecha pedazos tras una traición inesperada. Y cuando morimos —y nos incineran— somos cenizas dentro de urnas personalizadas (es decir, objetos nuevos).
Mi obsesión por la vida de las cosas germinó gracias al Precio de la historia, un reality show de Estados Unidos protagonizado por cuatro tipos irónicos con sobrepeso y marcado acento sureño dedicados a la compra y venta de artefactos curiosos, automóviles antiguos y otras reliquias. En cada episodio de estreno, el cuarteto menos glamouroso de la parrilla televisiva norteamericana busca pistas que nos revelan los secretos detrás de cada artilugio que reciben en su tienda. Su trabajo es como el de un arqueólogo, pero de la nueva era, y fue el que me inspiró a ir más allá. De las apariencias y a pensar detenidamente en los universos que rodean a los artefactos que manipulamos, exhibimos u observamos cada cierto tiempo. ¿Por qué nos aferramos a los objetos? ¿Por qué es atractivo un llamador de pájaros diminuto o un termómetro que no funciona? ¿Para qué conservar una linterna que ya no prende? ¿Y un hacha que se transforma en pala? ¿Y una montaña de corchos con olor a vino?
Hace un par de años, un documental de Juan Gabriel Estellano me demostró que los objetos tienen siete vidas, como los gatos. Un frigorífico, por ejemplo, es un electrodoméstico para conservar cierto tipo de alimentos y también el aparato en el que pegamos las facturas de la luz y del agua para no olvidar pagarlas. Para un ambientalista, un pedazo de papel de los de liar tabaco es también un símbolo de la deforestación de la Amazonía. Una gran caja de cartón vacía le sirve a un niño como guarida de juegos y a un adulto como tabla de salvación cuando se muda de casa. Y un martillo de madera, de los de amasar la carne, en una subasta es poder al instante.
Los objetos (las cosas) son además la representación de muchos lugares, de muchos tiempos y de muchas personas que poblaron habitaciones, barrios, ciudades, selvas y desiertos. Y en mi caso también han sido una excusa para conocer gente: la llave para acceder a un mago, a un bailaor, a unas beatas, a un policía de tránsito, a vendedores, a cachivacheros, a artistas; el camino para saber un poquito más de ellos.
Entre los personajes de este libro hay aventureros, bohemios y acumuladores. Hay soñadores y hay coleccionistas. Hay artesanos, escritores y equilibristas. Hay maniáticos, jubilados y divorciados. Y todos son, a su manera, genios. Genios que cada vez que frotan sus lámparas maravillosas (es decir, sus objetos) nos dejan con la boca abierta. Genios que quizás nacieron precisamente para eso. Si no me creen, pasen y vean. A veces, el mayor espectáculo del mundo es un auto de Lego. A veces, un bolso infinito. A veces, un trozo de tela, un instrumento de viento, una lata de cerveza o una figura de cerámica. A veces, un peluche viejo, una Barbie o una estampilla.
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De TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 31/05/2015
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