POLA OLOIXARAC
Conocí a María Kodama en una especie de cocktail literario en Toulouse, Francia. Estaba vestida de blanco impecable, me la presentó un escritor argentino que no recuerdo porque yo sólo la miraba a ella. Menuda, sonriente, irradiaba algo sumamente juvenil. Debía irradiar algo más, o quizás se lo aportaba yo, que podía detectar sus tentáculos sutiles de bruja titilando bajo la falda. Desde hace años, María Kodama ya era considerada la bruja del Oeste de la literatura, la Yakuza literaria, la Yoko Ono argentina; es un lugar común de la progresía literaria detestarla. Me sorprendió verla tan cándida y seductora, así que le llevé una copa de vino blanco y me invitó a sentarme con ella en una mesita. Mientras, escritores engordados por el súbito prestigio de bajarse de un avión en Francia pasaban cerca y nos miraban con discreto horror, mascando su horror con un quesito galo, lo que no dejaba de transmitirme cálidas ondas de placer; no podía haber mejor plan que conocer a Madame El Mal y evitarme chit-chats fatigosos.
Nos pusimos a hablar de gramática finlandesa (yo venía de ahí) y pasamos a la hebrea, que a ella le interesa mucho, y me contó de cuando estudiaba árabe con Borges. Como una niña estudiosa que de pronto se ilumina, me contó una anécdota en la que la Kodama lingüista nerd brilla como la mejor estudiante de los dos: al parecer alguien había puesto en duda que ella manejara cierto entuerto de un tiempo verbal en árabe, que ella había resuelto con gracia. “Si ella te dijo que estudió, es porque estudió”, habría reprendido un orgulloso Borges al profesor. Seguimos hablando de idiomas y tomando y ya escabiada le dije: “Me encanta tu saquito, María, ¿es Thierry Mugler?”. “Ah, ¿éste? ¿Te gusta? Es de Ricky Sarkany. Pero se me aplastó con la valija, lo planché en el hotel, pero no quedó bien”. Se descorrió el pelo blanco radiante y me mostró: sobre la hombrera tenía una levísima marca, apenas un trazo grisáceo de sombra sobre el blanco impoluto. “No se nota nada”, le dije. “Sí, sí que se nota”, insistió, estableciendo su fe férrea en la perfección, su veta detallista obsesiva. Me cayó bien; si nuestra embriónica amistad perdura, pensé, me prometo decirle que Ricky Sarkany es cache, no va con ella.
Me preguntó qué hacía, me explicó cortésmente que en realidad no leía a los contemporáneos. Me dijo que jamás leyó a Gombrowicz y que Borges tampoco. Me contó que está por sacar un libro. “Será un gran escándalo”, sonrió coqueta. “Ay, María, por favor un título, algo”. “Nada, no puedo decirte nada”, me respondió. Los mozos nos traían vino a la mesa.Nos pusimos a hablar de gramática finlandesa (yo venía de ahí) y pasamos a la hebrea, que a ella le interesa mucho, y me contó de cuando estudiaba árabe con Borges. Como una niña estudiosa que de pronto se ilumina, me contó una anécdota en la que la Kodama lingüista nerd brilla como la mejor estudiante de los dos: al parecer alguien había puesto en duda que ella manejara cierto entuerto de un tiempo verbal en árabe, que ella había resuelto con gracia. “Si ella te dijo que estudió, es porque estudió”, habría reprendido un orgulloso Borges al profesor. Seguimos hablando de idiomas y tomando y ya escabiada le dije: “Me encanta tu saquito, María, ¿es Thierry Mugler?”. “Ah, ¿éste? ¿Te gusta? Es de Ricky Sarkany. Pero se me aplastó con la valija, lo planché en el hotel, pero no quedó bien”. Se descorrió el pelo blanco radiante y me mostró: sobre la hombrera tenía una levísima marca, apenas un trazo grisáceo de sombra sobre el blanco impoluto. “No se nota nada”, le dije. “Sí, sí que se nota”, insistió, estableciendo su fe férrea en la perfección, su veta detallista obsesiva. Me cayó bien; si nuestra embriónica amistad perdura, pensé, me prometo decirle que Ricky Sarkany es cache, no va con ella.
Le dije: “María, María, sé que sos una defensora férrea de la obra de Borges, y que te ganaste muchos enemigos por eso”. “¡Todo el periodismo me odia!”, exclamó. “Pero la gente sabe que yo defiendo lo que Borges quería que yo defendiera, por eso no les contesto a los periodistas, que me maltratan y me dicen que yo hago las cosas por dinero, cuando no es así, es un voto de confianza de Borges que jamás voy a traicionar”. “Claro, bueno –le dije–, pero vos tenés que entenderlos también, cuando un autor es tan amado como Borges, la gente siente que es de ellos, se lo apropia, la literatura en Argentina es algo muy pasional”. Me miró muy seria. “Bueno, pero no es de ellos. Borges no está para eso.” Quería cambiar de tema, firme pero tranquila.
“Además, hacen unas cosas horribles”, agregó después de una pausa, misteriosa. La miré unos segundos, el vaso en el aire. “María, ¿sabés qué? Tengo un amigo compositor en Nueva York que hizo un cuarteto de cuerdas para el poema “El Angel” de Borges, ¿quizás querés escucharlo a ver si te gusta la música y…?”
Ahí se transformó. Abrió grandes los ojos y me dijo que jamás en la vida iba a permitirlo. Borges dijo que no quería que ninguna de sus piezas fuera puesta música excepto las que él puso para tal fin, empezó lacónica, como leyendo un documento legal. No no y no y a nadie jamás en el mundo y mientras ella esté viva no lo va a permitir, y hará todo lo que esté en su poder impedirlo. Habló sin parar. Monstruosamente articulada, transmitía un rigor y una vehemencia descomunal, pura cara y puro cuello palpitando, saliendo en columnas de fuego de esa mujer tan pequeñita. Pensé en las cadenas nacionales de Cristina Kirchner, en los momentos más falopa del canon nacional. La claridad con la que veía a su enemigo, cómo sentía y transmitía cada rasgo de su ser indigno; de su lado, la devoción y la fuerza moral. María también tenía su Él, Él le había dado el poder, a Él debía su entrega. “No lo digo yo, lo dijo Él”, dijo varias veces. “Él sabía el valor que yo le doy a la palabra, porque yo fui criada por japoneses y alemanes, donde la palabra vale, no es como acá”. El territorio de Borges era el universo; María no se equivocaba al llamar ese pedazo de Francia una sinécdoque de Argentina. “Él me lo pidió y yo se lo prometí”.
La recuerdo efervescente, conmovida y violentada por su misión. No pude evitarlo y la entendí. La entendí sin estar de acuerdo, como me pasa a veces con Cristina Kirchner; a veces, simplemente la entiendo, aunque yo haría las cosas de una manera completamente distinta. María Kodama es una vestal, una sacerdotisa de una guerra santa, una jihad. Jihad, en árabe, significa la guerra contra uno mismo para ser cada día mejor, simboliza el conato de la perfección. Actúa bajo el influjo de una revelación, que no es necesariamente ser irracional. En Maria Kodama, la idea del experimento literario funciona como esos double-bind que describe Gregory Bateson en el seno de las familias esquizofrénicas: es la palabra de Borges (campeona del intertexto) contra la Palabra de Borges (dicha a ella y en privado en relación a cómo actuar en el futuro con sus obras). No es que sea tonta, o que no entienda de teoría literaria (leo en el muro de un amigo: “¿Acaso la heredera no entendió el sentido de lo que heredó?”): ella no puede apreciar el caso de la palabra de Borges interpretada por otros porque entra en contradicción con la que le fue legada a ella. Y su fe en esa palabra es tan fuerte como la de quienes creemos en el intertexto y el ready made y en todos los artilugios borgianos; alguien que no los comprenda nos parece un bárbaro, un obtuso.
Pongamos por ejemplo otro Pierre Menard: la invención de la Triple A, viz. historia nacional de la infamia. Juan Domingo Perón creó y firmó el decreto que proscribía al Ejército Revolucionario del Pueblo; imaginemos que este documento es luego copiado por un Pierre Menard que lo reproduce al dedillo y que, oh, es la Junta Militar. Mutatis mutandis, Borges es una especie de Perón que inspira y libera a la juventud para que estallen mil Vietnams del intertexto y a la vez firma el documento que proscribe y persigue a esos miles (o esos pocos guerrilleros literarios). Avala el terrorismo (literario, creativo: verbigracia “escribir es robar”), pero deja instrucciones específicas a su mujer donde proscribe su uso, porque sabe que las va a hacer cumplir con celo policial.
Unos años más tarde, hace unos días, leo que procesan a Pablo Katchadjian y me pongo a escribir esto.
La ley es sucinta: prohíbe la utilización de cualquier obra registrada en cualquier formato por un determinado tiempo. Este parece un punto más interesante para el debate intelectual: la ley debe reformularse para que la prohibición exista en la medida en que se pruebe lucro; i.e. no hay malversación de la propiedad intelectual en un experimento literario con el que no se lucró, c’est tout. Es el caso claramente de El Aleph Engordado, con una edición de 200 ejemplares repartidos mayormente entre amigos. Era el caso de Horacio Potel , que subía capítulos de libros de Derrida para uso de estudiantes de filosofía y fue perseguido por las editoriales durante años, amenazado de embargo a sus bienes, hasta que finalmente fue absuelto.
En suma, la práctica de witch hunting a la viuda embrutece y oscurece el problema real, que es la ley: la Ley 11.723 no debería perseguir a quienes pueden probar que no lucran con las obras de otros en sus experimentos literarios; asimismo, es importante modificar la ley para que contemple poder hacer obras de arte con materiales artísticos existentes. Si Kodama no hiciera el juicio, un hipotético fiscal (llamémoslo Carlos Argentino Daneri) podría demandar a Katchadjan de oficio sólo porque la ley lo permite. Las consecuencias mentales de Pierre Menard no se acaban en cómo entendemos ahora el intertexto y sus posibilidades; nuestra idea de Borges se va a seguir modificando y complejizando con el tiempo. Que Borges mismo haya comprendido todas las implicaciones de su descubrimiento artístico en vida es algo que puede ponerse en duda; quizás, como Perón firmando el decreto que creaba la Triple A, Borges no protegió a sus hijos espirituales de su viuda.
Mientras, las almas bellas podemos deleitarnos en el quimérico pregusto de apreciar la ironía terrible de dos interpretaciones de la palabra revelada de Borges: la que Borges legó a sus lectores-escritores, y la que Borges legó a sus ejecutores. Como Perón: no son la misma cosa.
Me extiendo en estas consideraciones porque me parece baladí sostener el argumento Corporaciones Malas versus Arte Bueno instanciado en Kodama y el Establishment Literario versus El joven Escritor Marginal. El texto en discusión acá es el de la ley y la interpretación de la ley en tiempos de copyleft. El único Aleph engordado con depósito legal según la Ley 11.723 parece ser el Borges de Bioy Casares (en esa conversación ella me dijo que odiaba ese libro, “puso cosas que jamás debió haber puesto… eso no lo hace un amigo, él envidiaba a Borges”). En el reino de los hombres, María Kodama puede seguir fiel a su batalla ultramundana y Pablo Katchadjian a la suya, que es la escritura; es la ley y su interpretación la que debe mejorar y evolucionar por Pablo y por el resto innumerable de hijos terroristas de Borges. Todos somos hijos terroristas de Borges, bajando en la noche unánime entre ruinas circulares de textos de otros.
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De LA AGENDA, 22/06/2015