JAIME FERNÁNDEZ
Los hábitos nos
identifican. Somos lo que somos por ellos. Su función es comparable a la del
estribillo que aparece al final de la estrofa del poema y que sirve para
recordar el motivo principal de éste y dotarlo de unidad. Según Aristóteles,
las costumbres conforman la segunda naturaleza del ser, dejando incluso su
marca en el rostro. Proust decía que las facciones de nuestra cara son simples
gestos que, en virtud de la costumbre, han llegado a ser definitivos. Pascal
fue más lejos que el Estagirita al afirmar que las costumbres son la única
naturaleza que tenemos: forjan las creencias sin necesidad de argumentar.
El hábito
sí hace al monje, por más que el refrán diga lo contrario para
remarcar que a una persona no se la puede juzgar por su apariencia. Los
religiosos de ambos sexos toman los hábitos cuando se
consagran a Dios. Ese hábito que visten todos los días del año los distingue de
los profanos, que usan ropas variadas, de diseños y colores distintos. Si lo
vistieran solamente unos cuantos días ya no sería un hábito y, por tanto,
tampoco un elemento determinante para identificarlos.
Desde el momento
en que nos habituamos a algo por el uso diario, como calzar unos zapatos,
llevar un reloj o una joya, lo incorporamos al catálogo de propiedades
personales. Hasta la mesa que ocupamos en la oficina la consideramos nuestra
por el simple hecho de que todos los días trabajamos en ella, aunque sepamos
que pertenece a la empresa y que algún día, cuando abandonemos ese puesto de
trabajo, será ocupada por otro empleado. Los inquilinos de una casa saben que
por ley ésta no es suya, pero la costumbre de vivir entre sus paredes durante
un periodo largo hace que, en la práctica, se sientan más propietarios de ella
que su dueño legítimo, quien probablemente apenas la haya pisado en su vida.
A las personas se
las conoce por sus hábitos. Una cuestión distinta es la simpatía o la antipatía
con que los percibamos. En principio un individuo de costumbres fijas ofrece
más confianza que otro en el que no las apreciamos, como si careciese de ellas.
Al observar sus hábitos, creemos conocerlo mejor.
Un ejemplo de la
influencia del hábito en la formación de la identidad es Archibaldo de la Cruz,
protagonista de la película de Luis Buñuel Ensayo de un crimen o La
vida criminal de Archibaldo de la Cruz, inspirada en la novela policíaca
del escritor mexicano Rodolfo Usigli Ensayo de un crimen.
Cuenta la
historia de un hombre inofensivo, perteneciente a la alta burguesía, muy
educado y culto, al que, sin embargo, le aflige un sentimiento de culpa: cree
que en su infancia mató a su institutriz porque la mujer murió por una bala
perdida al asomarse a la ventana de la casa, alertada por los disturbios
revolucionarios que se desarrollaban en la calle. Unos minutos antes la mujer
le había contado al niño que la caja de música que le había regalado su madre
perteneció a un rey y que ésta tenía poderes mágicos para hacer morir a los
enemigos de su dueño.
A raíz de de este
incidente, Archibaldo está convencido de que fue él quien mató a la
institutriz, que le reñía a menudo por no hacer sus deberes escolares,
utilizando como arma homicida la caja de música, origen de sus instintos
criminales. Desde entonces teme desear la muerte de las mujeres que pasan por
su vida y que por alguna extraña circunstancia acaban muriendo. Al menos eso es
lo que él imagina. De esta manera se convierte en un asesino imaginario, en un
criminal sin crímenes ni víctimas reales.
La fijación con
el deseo criminal que padece el bueno de Archibaldo de la Cruz –su cruz
secreta- está relacionada con algo tan peregrino como el hábito de afeitarse
todas las mañanas con cuchilla y jabón. De ahí el consejo que le da el juez al
final de su fantástica y absurda confesión: que se afeite con una maquinilla
eléctrica, o sea, que cambie de una vez por todas de hábito y ya verá cómo se
le van de la cabeza esas fantasías tontas.
Por cierto, a
Buñuel le gustaban la regularidad y los lugares que conocía. En sus estancias
en Toledo o Segovia seguía siempre el mismo itinerario, deteniéndose en los
mismos sitios. Cuando le ofrecían viajar a un país o a una ciudad lejana, a
Nueva Delhi por ejemplo, rehusaba siempre la invitación diciendo: “¿Y qué hago
yo en Nueva Delhi a las tres de la tarde?”.
Las personas que
por una enfermedad neurológica se olvidan de sus costumbres y son incapaces de
habituarse a algo, pierden también su identidad. Ya no saben quiénes son. Han
olvidado hasta su nombre (al que también nos acostumbramos). No reconocen nada
de lo que han vivido, visto, oído y sentido. Al cerrárseles las puertas de la
memoria, se extingue en ellas la reminiscencia de la que se nutre la costumbre.
Rehenes del olvido, todo les parece nuevo y todo lo hacen como si fuese la
primera vez, con el consiguiente sobresfuerzo que ello les acarrea. Lo
aprendido a lo largo de los años no les sirve para nada. Vegetan en una
ignorancia perpetua.
Si cuanto sucede
en nuestra vida fuera siempre nuevo para nosotros y cada mañana despertásemos
en un sitio diferente, no lograríamos habituarnos a nada. Quienes por sus
obligaciones profesionales han de pernoctar con frecuencia en hoteles, están
deseando volver a su domicilio habitual para descansar al fin
en su habitación, palabra que proviene del verlo latino habitare,
frecuentativo de habere (tener), del que también deriva
hábito. Están hartos de que el único lugar en el que, después de una jornada
laboriosa, al fin pueden disfrutar de su intimidad sea diferente casi cada día,
impidiéndoles familiarizarse con los objetos que les rodean en esas horas de
recogimiento y descanso.
Una sensación de
extrañeza similar a ésta se apoderó del joven Narrador de la novela de
Proust En busca del tiempo perdido la tarde en que se encontró
por primera vez en la habitación del hotel de Balbec, la estación veraniega a
la que había viajado con su abuela para descansar unos días. Asmático y de
temperamento nervioso, el muchacho no pudo reprimir la sensación de angustia ante
la perspectiva de pernoctar en un cuarto cuyo mobiliario y decoración se le
antojaron hostiles.
Aquellas cosas
que “no le conocían”, le devolvieron la mirada desconfiada que él les lanzó y,
“sin tener en cuenta lo más mínimo mi existencia, manifestaron que yo
perturbaba la marcha normal de la suya”. El reloj de pared, que en su
casa de París apenas oía unos segundos a la semana, cuando salía de una
profunda meditación, “pronunciaba en una lengua desconocida palabras que debían
de ser descorteses” para con él.
Las grandes
cortinas violáceas daban a la habitación de techo alto “un carácter casi
histórico que habría podido hacerla apropiada para el asesinato del duque de
Guisa” o para “una visita de turistas conducidos por un guía de la agencia
Cook”, en modo alguno para dormir un sueño plácido. También le atormentaba la
presencia de pequeñas librerías con vitrinas que se deslizaban a lo largo de
las paredes. Pero lo que más le inquietaba era un gran espejo con pies,
atravesado en el centro, y sin cuya salida del cuarto no habría descanso para
él.
Hasta que la
costumbre vino en su ayuda, abordando la empresa de hacerle amar aquella morada
desconocida, cambiar de sitio el espejo, dar otro tono a los visillos y detener
el reloj de la pared. Porque, observa Proust, es la costumbre la que
“se
encarga de volvernos entrañables los compañeros que al principio nos
habían desagradado, dar otra forma a los rostros, volver simpático el sonido de
una voz, modificar la inclinación de los corazones”.
La inquietud que
sentía bajo el techo desconocido y demasiado alto era “la protesta de una
amistad que sobrevivía en él con un techo familiar y bajo”. Seguro que aquella
amistad desaparecería en cuanto se acostumbrase a las novedades extrañas que le
deparaba aquella habitación. Al fin y al cabo las amistades nuevas con lugares
y personas “tienen como trama el olvido de las antiguas”. Normalmente nos
habituamos a lo nuevo antes de lo que imaginábamos cuando lo percibíamos con
extrañeza. El transcurso del tiempo se encarga de completar esta labor en su
doble cometido de alejarnos de los viejos hábitos, facilitando el olvido, y de
familiarizarnos con los recién adquiridos.
Así pues, la
costumbre cambió el color de los visillos de la habitación del hotel, acalló el
péndulo del reloj de pared, enseñó la piedad al oblicuo y cruel espejo,
disimuló el olor del espicanardo y disminuyó en gran medida la altura del
techo. Sin el “encuentro venturoso” con la costumbre, esa “organizadora
experta, aunque muy lenta”, el espíritu se vería reducido exclusivamente a sus
medios y se mostraría impotente para hacernos habitable una vivienda
desconocida.
No obstante, en
otro pasaje de la novela, el Narrador tiene que admitir que “no conocemos de
verdad más que lo nuevo, lo que introduce de pronto en nuestra sensibilidad un
cambio de tono que nos llama la atención, algo en cuyo lugar no ha colocado aún
la costumbre sus desvaídos facsímiles”. Y más objeciones: los hábitos nos
persiguen incluso cuando no obtenemos ningún provecho de ellos y los acatamos
por pereza, a sabiendas de que deberíamos abandonarlos por dañinos. Completando
la reflexión de Aristóteles, Proust alega que si el hábito es una segunda
naturaleza, hace que ignoremos la primera y está libre de las crueldades y
hechizos de ésta.
En un mundo en el
que sólo hubiese novedades, los hombres no necesitarían recordar lo vivido y
tampoco tendrían tiempo ni energías suficientes para ello, viéndose forzados a
concentrar su interés en lo nuevo. Pero el hábito, al rebajar la tensión y la
incertidumbre que nos provoca el encuentro con lo desconocido, borra el
sentimiento de extrañeza y de paso nos obliga a hacer uso de la memoria.
La costumbre de
asociar a una persona que acaban de presentarnos con otra que conocemos desde
hace tiempo, o de relacionar la ciudad desconocida con alguna que nos resulta
familiar, no es más que una forma de neutralizar la extrañeza que nos produce
lo nuevo y de atraerlo a nuestro mundo personal con el propósito de conocerlo.
Es probable que, gracias a esa oportuna asociación elaborada por la memoria, una
vez que nos hayamos familiarizado con la persona extraña descubramos que no
guarda ningún parecido con aquella con la que la asociamos al principio, cuando
no sabíamos nada de ella. Pero la memoria habrá cumplido la valiosa tarea de
despertar en nosotros la reminiscencia necesaria para vencer el desconcierto
inicial que nos suscitaba la persona desconocida.
Además, la
exposición continua a las novedades despojaría de sentido a la experiencia y al
conocimiento adquirido. No aprenderíamos nada, puesto que el aprendizaje mismo
carecería de utilidad. Como cada cual tendría su porción diaria de novedades,
tampoco podríamos aprender de los otros. El pasado, tanto el personal
como el colectivo, languidecería en el olvido.
La avalancha de
novedades incesantes, que quizá en los primeros momentos recibiésemos con
júbilo vacacional, pronto nos causaría una fatiga insoportable, además de una
fastidiosa sensación de extrañeza. La expectación con que viviésemos su
advenimiento degeneraría en una agotadora incertidumbre y la memoria, no
teniendo nada que recordar, se oxidaría por desuso.
Todavía está por
escribirse la novela en la que, siguiendo la estela de las distopías publicadas
en el siglo XX, se narren las peripecias de alguien que cada mañana se
despierta en una cama diferente y en una casa distinta; que conoce a personas
que no vuelve a ver más, después de una insignificante relación con ellas; que
no tiene tiempo para hacer amistades y menos aún para intimar con alguien; que
cambia de trabajo cada dos por tres; que pasa por muchos sitios sin
establecerse en ninguno; que viaja diariamente a países y ciudades y a quien la
experiencia del pasado no le sirve en un mundo inmerso tiranizado por lo
efímero (el sociólogo Richard Sennet esbozó en su libro La corrosión
del carácter este tipo de vida itinerante en una sociedad líquida).
Esa novela sería
la crónica de un desarraigo permanente, de una memoria caótica, incapaz de
retener nada, sacudida por el torbellino de novedades con las que tiene que
vérselas todos los días. Una vida de pesadilla, cegada para la reflexión y el
recuerdo, desprovista de nostalgia, en la que el tiempo transcurre tan deprisa
que no se tiene tiempo más que para verlo pasar.
El precedente
literario de esta ficción puede rastrearse en un cuento infantil publicado
en el siglo XIX: Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis
Carroll. Tras su descenso onírico al País de las Maravillas, en el que se
encuentra constantemente con cosas nuevas, la niña Alicia empieza a dudar de sí
misma. El único lazo con el mundo que acaba de dejar atrás es el recuerdo de su
gata Dina, a la que echa de menos. Esperaba que al menos se acordasen en casa
de darle el platito de leche a la hora de cenar, como todas las noches. En
aquel país, donde le ocurrían tantas aventuras inauditas, corría el
peligro de olvidarse no ya de la hora de la cena de su gata sino de todo cuanto
había vivido en su corta existencia allí arriba, en el País de las Realidades.
La niña no deja
de interrogarse si será ahora la misma que se levantó esa mañana. “Pero si no
soy la misma, la pregunta siguiente es ¿quién soy yo? ¡Ah! ¡Eso sí
que es un misterio!”, se dijo al comprobar que su cuerpo se había estirado en
el pequeño corredor que daba a un bello jardín. Después de las mudanzas que
experimentaba no estaba segura de saber quién era.
Aunque las
novedades y sobresaltos excitaran su curiosidad y, despierta como era,
encontrase divertidas las aventuras que le aguardaban a la vuelta de cada
esquina, en contraste con la uniformidad a la que estaba habituada, el País de
las Maravillas amenazaba con convertirse para ella en el País de las
Pesadillas. De hecho, despierta del sueño asustada y enojada cuando las cartas
de la baraja que componían el tribunal que juzgaba el robo de una tarta se
precipitan en picado sobre ella, que participó en el juicio como testigo y durante
la sesión había empezado a crecer de nuevo.
El personaje
opuesto a Alicia es el Sombrerero Loco, quien ha sido castigado por el tiempo
después de que intentase matarlo, deteniéndose a las seis de la tarde, la hora
del té, el momento en que se lo encuentra la niña, junto a la Liebre de Marzo y
el Lirón dormilón. El Sombrerero está condenado al suplicio de la repetición.
Las novedades le han sido vedadas. Atrapado en la misma hora del día, se pasa
todo el tiempo tomando el té. El hombre advierte a Alicia que si conociera el
tiempo tan bien como él, no hablaría de perderlo. Es un tipo de mucho cuidado,
vengativo como una deidad.
Si bien parte del
encanto del cuento de Carroll reside en las novedades que asaltan a su heroína
durante su estancia en el País de las Maravillas, en el mundo real los niños no
las necesitan tanto como los adultos por el simple hecho de que a ellos casi
todo les resulta inédito. La repetición es un fenómeno propio de la madurez.
Aparece cuando el individuo acumula un remanente de pasado lo bastante amplio
como para dejarse llevar por la reminiscencia.
Un niño ignora la
repetición. Necesita vivir más tiempo, o sea, abandonar la infancia, para
familiarizarse con ella. Casi todas las cosas son nuevas para él, las ve y las
siente por primera vez. Quizá esto explique su inclinación, a modo de
contrapeso, por los hábitos y los horarios estables.
Los cambios
incesantes a los que Alicia se vio sometida en el País de las Maravillas sólo
podían acontecer en el mundo del sueño, donde las costumbres no tienen cabida y
cuanto nos ocurre a nosotros y a nuestro alrededor se rige por unas leyes
distintas de las vigentes en la realidad. En los sueños todo se torna
extraordinario y se sale de regla. Las metamorfosis se suceden unas tras otras.
Siempre están ocurriendo cosas insólitas y sorprendentes. El propio soñador
acomete acciones inimaginables en la vida real.
Como demuestra la
experiencia onírica de Alicia, la alternativa más a mano que tenemos para
evadirnos de nuestro régimen de costumbres es el sueño, donde vivimos aventuras
sin cuento y los hábitos son inconcebibles. No obstante, aún hay otra a la que
sólo pueden acceder los poetas y los artistas que en sus obras se sumergen en
lo extraordinario, en sentimientos y sensaciones inusuales. El cuento de Lewis
Carroll es un exponente de ello, como lo es también una novela con la que
guarda cierto parentesco. Me refiero, naturalmente, al Quijote.
Así como el sueño
transporta a Alicia a un mundo en el que se cruza con personajes insólitos y
situaciones estrambóticas, la locura visionaria de Don Quijote le lleva a
desprenderse de los hábitos previsibles en un hidalgo de pueblo, viejo y
solterón, interrumpidos únicamente por la lectura ferviente de libros de
caballerías en la biblioteca de su casa solariega. Si Alicia tuvo que soñar
para viajar a un sitio en el que sólo sucedían cosas nuevas a su alrededor y
ella misma era objeto de novedades sensacionales en su propio cuerpo, Don
Quijote tuvo que enloquecer para viajar a una realidad paralela en la que
solamente a él le ocurrían aventuras trepidantes.
Guiado por la
imitación de los libros de caballerías, el ingenioso hidalgo
se las ingenia para acomodar el fantástico universo caballeresco a las
banalidades que le salían al paso en su peregrinaje por los áridos caminos de
Castilla y Aragón. El resultado de ese acoplamiento forzado no podía ser más
que un engendro, una mezcla estrafalaria comparable al baciyelmo con el que
Sancho Panza denominó a la bacía del barbero Nicolás que, en contra del
criterio de los cuerdos, el loco de Don Quijote estaba empeñado en confundir
con el Yelmo de Mambrino.
Al igual que
Proust, Lichtenberg pensaba que las costumbres nos impiden ver las cosas con
ojos nuevos. En sus Cuadernos confesó que le gustaría poder
desacostumbrarse de todo, “poder ver, oír y sentir todo de nuevo”. La costumbre
echaba a perder nuestra filosofía. Sin embargo, el deseo del profesor de Física
choca con la realidad. Es imposible desacostumbrarse de todo por la sencilla
razón de que entonces dejaríamos de ser humanos.
Lo único que
podemos hacer es cambiar de costumbres, como se cambia de camisa, por una cuestión
de higiene. Siempre que la pereza, el apocamiento o la falta de imaginación no
obstaculicen el empeño, la otra opción es mudarnos a un lugar que nos obligue a
adoptar unas costumbres nuevas. Precisamente el encanto de los viajes reside en
el contraste entre las novedades que nos deparan y el olvido momentáneo de los
hábitos y de las cosas con las que estamos familiarizados. Más aún, esas huidas
ocasionales renuevan nuestro afecto por las costumbres consolidadas.
Por ello, después
de un viaje largo por tierras desconocidas, durante el cual hemos dormido casi
cada noche en habitaciones distintas, sentimos la necesidad de volver al hogar
y a nuestras queridas costumbres, como Ulises deseaba volver al suyo después de
haber combatido en la Guerra de Troya y de un tormentoso viaje de regreso, y
recuperar la estabilidad familiar en la añorada Ítaca, junto a su esposa
Penélope y su hijo Telémaco.
La profusión de
cosas extraordinarias que asaltaban continuamente a Alicia en el País de las
Maravillas hizo que empezara a habituarse a ello, hasta el punto de parecerle
una sosería y una estupidez que la vida discurriese con una apacible
normalidad. Allí cualquier cosa era posible.
También en la
vertiginosa sociedad tecnológica el discurrir normal de la vida, con sus ciclos
correspondientes, puede parecer una estupidez a quienes se adaptan con premura
robótica a sus incesantes requerimientos, mientras que a otros, el fluir de
novedades les induce a sospechar que quizá ya nada sea imposible. ¿Cuál será el
próximo invento?, se preguntan con inquietud. No importa, pronto nos
acostumbraremos a él, como nos hemos habituado a los muchos que le precedieron.
Nuevas costumbres sucederán a las viejas. A rey muerto, rey puesto. Al fin y al
cabo, los inventos pasan, pero la Costumbre permanece.
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De EN LENGUA
PROPIA (blog del autor), 02/10/2018
Imagen: Una de
las páginas del manuscrito de "Alice in Wonderland", que Carroll
presentó a Alice Liddell en 1864