CARLOS SALA
Hace 100
años, la llamada Gran Guerra se convirtió en una auténtica masacre de
escritores e intelectuales, de Saki a W. N. Hodgson.
La guerra
era cruenta. El grotesco grajo de los cuervos caía sobre los cadáveres. Todavía
llegaba a lo lejos el tambor de la artillería, pero intermitente, con un
fantasmagórico ritmo. Por lo demás, silencio. Silencio. El gris, el lóbrego
viento y silencio. La leyenda asegura que los cuervos sólo salen de sus nidos
cuando el horror se posa en el corazón de los hombres. Allí estaban. El soldado
cayó al barro, con el eco de las balas todavía bailando en su cabeza. La pátina
de las bayonetas brillaba bajo el lodo. Agarrados al rifle, estaban sus
compañeros muertos. 19.000 de ellos. Todavía el hedor no había despertado a la
carroña, pero era cuestión de minutos. La sangre seca producía extraños
reflejos con el sol y él no era más que ese estertor agrio que los desahuciados
susurran al morir. Era soldado, era sargento, era teniente, era poeta y salió
de la trinchera al grito de ¡A LA LUZ! Pero ya no quedaba nadie, nadie
le oyó.
La llamada
Gran Guerra llegó en 1916 a la cúspide de su deshumanización. El 1 de julio de
aquel año comenzó la llamada batalla de Somme, en la que el ejército británico
perdió en sólo una jornada más de 19.000 muertes, muchos de ellos jóvenes y
prometedores escritores y poetas, como W. N. Hodgson. «Por todas estas locas
catástrofes, hazme un hombre, Señor... He de decir adiós a todo esto, por todos
los placeres que perderé por siempre, ayúdame a morir, Oh, Señor», escribía
este poeta dos días antes de que fuera acribillado por una ametralladora
mientras intentaba trasladar granadas a sus compañeros. Tenía 23 años.
No fue el
único que moriría aquel día. John Williams Streets fue herido en la batalla en
el estómago y desapareció, sólo para reaparecer muerto diez meses después.
Nadie sabe qué ocurrió durante aquel periodo, aunque sus poemas de «El
esplendor que no muere», publicado póstumamente ese mismo año, explican a la
perfección la angustia de esos últimos momentos de vida.
No era
extraño, sin embargo, que los cuerpos se perdieran en la batalla. Otro poeta
inglés, Gilbert Waterhouse, fue herido y socorrido por un sirviente, aunque no
pudo oficializar su muerte hasta 1917, para desespero de su familia, que
publicó de forma póstuma sus poemas. Lo mismo podría decirse de otros muchos
intelectuales y escritores como Henry Field, Alfred Ratcliffe, Alexander
Robertson o Bernard White, y sólo en aquel fatídico primer día.
La batalla
de Somme se prolongó hasta el 8 de noviembre, triste efeméride que se celebrará
esta semana y que, entre otros soldados ilustres, también vio matar y morir a
uno de los escritores británicos de principios de siglo XX más brillantes,
Hector Hugh Munro, conocido como Saki. Aunque sobrevivió a la masacre, el 14 de
noviembre, en otra refriega en Ancre, lo mató un francotirador alemán mientras
descansaba en un refugio. En su estertor, se dice que sus últimas palabras
fueron «¡Que alguien apague ese maldito cigarrillo!», humor negro que
ejemplifica a la perfección sus cuentos, obras maestras de la sátira de
costumbres sobre la época edwardiana. A pesar de tener 43 años cuando estalló
la guerra, se alistó voluntario y se sabe que a pesar de heridas y
enfermedades, nunca se ocultó a la hora de ir al frente.
Alan Seeger,
Tom Kettle, Edward Wyndham Tennant y Percy Jeeves, nombre que homenajearía poco
después el escritor P. G. Wodehouse para nombrar a su célebre personaje, fueron
otros de los poetas muertos en aquella fatal batalla, que acabó con la vida de
un millón de hombres entre británicos, franceses y alemanes. Los que tuvieron
mejor suerte fueron otros célebres autores como Robert Graves, que luego
pasaría sus últimos días en Deià, también fue herido en la batalla, incluso se
le dio por muerto entre la confusión de numerosísimas bajas. El novelista
Stuart Cloete y el dramaturgo Arnold Ridley también fueron dados por muertos,
aunque consiguieron sobrevivir. El autor de «Winnie de Pooh», A. A. Milne, tuvo
que ser licenciado por el shock de aquella batalla, aunque luego volvería con
el ejército británico en la II Guerra Mundial. Otro de los traumatizados por la
batalla fueron el poeta Ford Maddox Hueffer y Sigfried Sassoon, que acabaría
por recibir una medalla de honor por su valentía en combate.
Otro nombre
célebre que vio el horror de cerca fue el de Tolkien, autor de «El señor de los
anillos», que recién casado viajaba a Francia en 1916 para su servicio militar
y acaba por establecerse en el servicio de comunicaciones. Y aquí acaba el
auténtico club de los poetas muertos.
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De LA
RAZÓN, 02/11/2016
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