HÉCTOR LANDOLFI
Pedro
Kropotkin (1842-1921) militar, geógrafo e intelectual anarquista ruso, escribió
una Historia de la Revolución Francesa. Y Benito Mussolini (1883-1945) fue el
traductor al italiano de esa obra.
Algún
lector desprevenido puede sorprenderse ante el hecho que el líder fascista se
haya interesado por un ideario que fue la antípoda de su propia ideología.
Mussolini
militó en la fracción más radical del Partido Socialista Italiano. Esta
actividad, y su natural inclinación a la violencia política, lo llevaron
reiteradamente a la cárcel.
En cierta
oportunidad elude la persecución policial y se exilia en Suiza. En el país
helvético, el futuro Duce es ayudado por los anarquistas locales. El grupo
ácrata suizo sintió cierta vecindad ideológica con el refugiado italiano, y una
común atracción por la “acción directa” los unió aún más. Es posible, también,
que la juvenil formación militar de Kropotkin influyera en el ánimo belicista
del italiano.
Era la
época del “vivere pericolosamente” y de la velocidad transformada en ideología.
Así anunciada por el poeta futurista, de profusa y condecorada actividad
militar y adherente al fascismo, Filipo Tommaso Marinetti (1876-1944).
Hacia fines
de 1911 aparece en Ginebra la edición italiana de la obra de Kropotkin. El
anarquista ruso se encontraba en Suiza, y al leer su obra traducida por el
futuro dictador peninsular escribe a Luis Bertoni, el editor italiano: “La he
hojeado mucho y en todas las páginas he visto que la traducción es verdadera,
inspirada por el mismo sentimiento que el original, por lo tanto justo,
doblemente justo”.
Mussolini,
ubicado en ese entonces en la izquierda –término eurocéntrico y
definitorio en la época; hoy, y en la periferia austral del mundo su
sentido es vidrioso- de su partido y con un discurso provocador, inquietaba a
los sectores moderados del Partido Socialista.
Los
conflictos que Mussolini generaba y su deriva ideológica hacia posturas
nacionalistas y belicistas produjeron la salida del futuro dictador de la
agrupación política socialdemócrata.
Al
declararse la Primera Guerra Mundial (1914-18) el futuro Duce se alista como
soldado y al finalizar la contienda obtiene el grado de cabo. Otro combatiente
en esa guerra, el austríaco Adolfo Hitler (1889-1945) también logra la misma
jineta.
Curiosamente,
la vocación militarista que impulsaba a Mussolini y a Hitler no les permitió
ascender en la jerarquía castrense más allá de su primer escalón.
La vocación
por la lucha armada no fue el único punto de coincidencia entre el dictador
italiano y el alemán.
En el
Manifiesto o Programa del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (partido
nazi) hay algunos enunciados que los suscribiría la izquierda actual.
La historia
llevó al nazismo y al fascismo a conformar un Eje que, junto a Japón, promovió
el conflicto armado más devastador de la Historia: la Segunda Guerra Mundial
(1939-45).
Mussolini,
ya en el poder y como Primer ministro, concurría al Parlamento y solía tener
agrios enfrentamientos con el diputado Antonio Gramsci (1891-1937), presidente
del Partido Comunista Italiano. Gramsci increpaba a Mussolini por las
detenciones de militantes comunistas que hacía la policía italiana. El Primer
ministro le respondía que las razzias de la policía soviética en la URSS eran
mucho peores. Y ambos tenían razón.
Las
coincidencias entre Gramsci y Mussolini no fueron de ubicuidad, meramente, como
las habidas en el Parlamento. Los dos políticos fueron afiliados al Partido
Socialista Italiano y coincidieron como periodistas en “Avanti”, el diario
oficial de esa agrupación política: el Duce como director y el creador de la
Hegemonía, como columnista. Y ambos salen de la socialdemocracia peninsular
para radicalizarse: Mussolini hacia el fascismo y Gramsci hacia la fundación
del Partido Comunista.
La
Hegemonía gramsciana, metodología cultural e ideológica para dominar la mente
de las personas y obtener poder, confrontó con el fascismo, instrumento
político menos sutil pero con los mismos objetivos hegemónicos.
La larga marcha
de la Hegemonía gramsciana llegó a niveles presidenciales en la Argentina.
Ernesto Laclau (1935-2014) intelectual neomarxista argentino, profesor en la
Universidad de Essex y especialista en la Hegemonía de Gramsci, visitaba con
frecuencia nuestro país. Al llegar, tenía abiertas las puertas del despacho de
la presidenta Cristina Fernández, de la que fue su mentor ideológico, y de las
de alguno de sus ministros.
Entre
nosotros hubo alguien que, como Mussolini, recorrió el arco ideológico de punta
a punta: Leopoldo Lugones (1874-1938). Nuestro “máximo escritor”, definido así
por Borges, comienza sus escarceos políticos con los anarquistas,
circunstanciales compañeros de ruta de la alborotada juventud del dictador
italiano.
Lugones
parte de la primigenia y ácrata estación trepado a un tren que recorre el
espectro ideológico y se detiene en todas las instancias del recorrido. Se
suceden: el comunismo, el socialismo, el radicalismo y el conservadurismo.
Hasta que, finalmente, llega la hora de desenvainar su espada fascista.
Lugones y
Mussolini, contemporáneos, recorren el mismo camino ideológico; por
partes el escritor argentino y de un salto el político italiano.
Lugones
trasciende su tortuosa deriva política con la literatura –“la trascendencia
está en la estética”, Borges dixit-. Mussolini, siguiendo el mismo periplo
ideológico, termina ejerciendo el poder despótico.
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De CONFLUENCIA
DIGITAL, 05/07/2021
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