PABLO CINGOLANI
Ahora lo
sé: cuando escuchábamos a Zappa lo hacíamos por un no consciente afán
terapéutico y una secreta búsqueda de redención.
Zappa era
una eficaz cura contra el clima social reinante -el miedo ensordecedor que
inoculó la dictadura militar- y era una llave devocional que abría puertas que
te habilitaban el acceso a mundos que intuías pero que, con la música
reventando parlantes, la música chorreando por las paredes y demoliendo
hoteles, se develaban, estaban ahí, podías tocarlos con los ojos, con los
oídos, con tus manos.
Las
murallas del temor eran demolidas por el sonido abrumador, compacto, total, que
creaba Zappa y la película mesiánica de tu vida, cargada de epifanías
cotidianas, siempre tenía un final feliz, el que te procuraba la púa ardiendo,
la guitarra electrizando el momento, que se volvía eterno y latía con vos en
las calles donde probabas que no necesitabas de otro héroe que no seas vos
mismo.
Eran los
días donde mezclabas todo en tu cabeza, tensabas tus neuronas y tus estados de
ánimo, y te admirabas de que en el mundo hubiera Zappa y por eso, sólo por eso
y era un inicio, confiabas en la abolición del mal y, secretamente, comenzabas
a soñar con volarlo todo, acabar con la prisión de la realidad pautada,
regimentada, domesticada: convertir a la vida en una celebración permanente,
sin final, definitiva.
Hubo un
tiempo que fue hermoso y fue ese: cuando escuchábamos a Frank Vincent Zappa y
todo lo demás podía esperar, cuando nos embarcábamos en su nave ebria de
sonidos, de colosales montañas de sonidos que te lanzaban a un cielo nimbado,
colmado de rebeldía, de no-me-conformo-con-lo-que-ustedes-me-ofrecen-y-pueden-meterse-su-sistema-en-el-culo
(y a la dictadura también).
Así
sobrevivimos. Sin la magia desatada por Zappa, todo hubiera sido mucho más
difícil (y muy aburrido).
Cuando el
tío Frankie partió hacia las estrellas, ya vivía en La Paz y su despedida acá
fue más que honorable: era de noche un día de semana y en un sótano,
proyectaron 200 Moteles en una sábana y todos los asistentes
-un puñado de alucinados- nos volamos prolijamente el bocho en honor a una de
las mentes más creativas que, con fiebre y fervor, habíamos introducido en
nuestras vidas. Todavía late, sigue latiendo.
Laderas de
Aruntaya, 27 de julio de 2021
Esa noche
del adiós, uno de los conjurados fue el Cé Mendizábal que laboraba en el
extinto periódico Última Hora. Él tuvo a bien publicarme el texto
que pueden leer aquí:
Un día de 1979 o 1980, por ahí, desde Buenos Aires, Argentina, le escribí una carta a Frank Vincent Zappa. Me respondió sorprendido que en un país tan lejano lo escuchásemos. Y, en un sobre color madera, me envió esta foto con su firma.
En esos
días, todas las mañanas, religiosamente, escuchaba este blues, el blues del tío
Remus. Después, en la vereda de la calle Bacacay, en el Flores de Roberto Arlt,
me iba a tomar cerveza con el Sergio y el Julio y, luego, entrábamos a clases,
a aburrirnos con lo que nos enseñaban en el secundario, ese que Pasolini, con
toda razón, dijo que había que abolir porque, tal como lo diseña el
capitalismo, no sirve para nada.
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