WILLY CAMACHO
Un asesino,
sádico, violador enfrenta su último objetivo: hacer que un ser bueno se vuelva
como él. En medio de esto, una orgía de sangre, de violencia, de sexo forzado,
de brutalidad… Eso sería una síntesis muy apretada del argumento. Pero, más
allá de un despliegue de imaginería sobre las andanzas de un asesino y violador
serial, creo que Diario Secreto explora una estética del horror, quizá
incluso una poética.
Hay cierta
inclinación, muy profunda, hacia el horror, como un placer culposo que nos
alienta a mirar por el ojo de la cerradura la maldad que nos circunda. Es que
queremos sentirnos a salvo, seguros en nuestras casas/burbujas, pero, al mismo
tiempo, sabemos que la realidad no es rosa y, precisamente, buscamos ese lado
oscuro, desde lejos, desde la comodidad de nuestro hogar, para degustar el
morbo que provoca el sufrimiento ajeno.
De hecho, los
noticieros se han convertido en telepoliciales, pues al menos la mitad de su
contenido informativo tiene que ver con crónica roja. La noticia es que una
mujer fue asesinada, y el público quiere saber cómo. Los detalles, las
posibilidades del sufrimiento, los misterios del dolor ajeno, son tan inefables
cuanto irresistibles. Pero las imágenes televisivas solo colman la necesidad de
disfrute voyeurista, el desliz facilón que no deja oportunidad a la
imaginación.
Y no solo atrae
la desgracia del prójimo, sino también fascina la personalidad, la mente del
victimario. No es casual que en Estados Unidos los convictos por crímenes
abominables sean pretendidos por mujeres que, a priori, podrían considerarse
ciudadanas modelo. Hay clubes de fanáticos de asesinos seriales, grupos casi
sectarios que veneran a genta capaz de hacer lo que el fan no puede pero
quiere: explorar el sufrimiento, el dolor, la muerte.
Claudio
Ferrufino, que ha vivido gran parte de su vida en el país que más asesinos
seriales registra, se anima a meterse en la mente del criminal, y ofrece, desde
la literatura, una exploración detallada del horror. Con su propia voz, el
protagonista nos relata sus motivos, sus inquietudes, a través de su memoria
fragmentada, que repasa varios periodos de su vida, siempre relacionados con el
afán, tan científico cuanto hedonista, de explorar el misterio de la muerte y
sus prolegómenos.
Varias voces
narrativas aportan además a la construcción del personaje central, y así se
puede percibir que el ser humano es capaz de sobreponerse a las adversidades
por su increíble capacidad de olvidar. Algunas víctimas del protagonista
declaran su amor por él, pero no se trata de un mero síndrome de Estocolmo,
sino una necesidad de afecto que ha sido colmada pese a la maldad que conlleva
recibirlo. Otras víctimas ni recuerdan los malos tratos y, años después, tienen
vidas normales y alguna incluso agradece por el daño sufrido, ya que eso habría
sido el inicio de una nueva y mejor existencia.
Claudio
condimenta la crudeza del relato con toques finos de humor negro, como cuando
el protagonista se da modos para ocasionar un accidente cuyo resultado es que
un motociclista muere decapitado y su cabeza rueda por el asfalto. “Me acomodé,
puse la radio, The Talking Heads. Me dio hambre y enfilé hacia el supermercado.
En el Starbucks pedí dos cafés y llamé a la esposa: Buenos días, te amo”, dice
luego de esta escena macabra.
El humor es una
válvula de escape que permite aligerar la presión, la tensión que generan las
imágenes que describen los narradores. Es un humor oscuro, sádico incluso, pues
no se trata de acomodarse a lo políticamente correcto, eso es impensable para
Claudio, sino de caminar siempre al borde de la cornisa, hacer equilibrismo y
desafiar la inteligencia del lector, invitarlo a que trascienda las
convenciones morales para enfrentar sus demonios, los mismos que atormentan o
quizá seducen al protagonista.
¿En qué momento
la racionalidad se convierte en locura? ¿Cuándo se cruza la delgada línea entre
la crueldad inocente de la infancia y la maldad consciente de la madurez? ¿O
acaso las fronteras se difuminan en el complejo universo de la psiquis? Y más
allá de eso, ¿quién establece los límites?, ¿quién determina la diferencia
entre el Bien y el Mal? Estos cuestionamientos surgen en el transcurso de Diario
secreto, cuya narración va develando la personalidad de un hombre que
experimenta constantemente con el dolor ajeno, y que, en la búsqueda del
sentido de su existencia, esboza una estética/hermenéutica hedonista del
sufrimiento. Así lo declara cuando cuenta cómo “bombardeaba” hormigas con
bolsas plásticas ardientes: “No negaré que el chisporroteo de la carne quemada
y los saltos que producía la explosión en los cuerpos tenían su belleza.
También lo practiqué”.
Esos “juegos”
infantiles delatan su precoz vicio y perversión, pero esto, al parecer siempre
pasa desapercibido para su madre, quien, como buena ama de casa de clase acomodada
prefiere destacar su gran educación por encima de su maldad, asegurando que era
un buen muchacho pues no rayaba pupitres ni pegaba chicles en ellos. Aquí
Claudio también abre vetas de lectura sociológica, que permiten identificar
ciertas características del complejo de superioridad de las familias con
ascendencia europea en nuestro país.
Y claro, el
trabajo de lenguaje, pulcro, como en toda su obra, adquiere una dimensión
visceral cuando le cede voz a los personajes, pues hay cierto tono descarnado,
cínico, casi indolente, pero, al mismo tiempo, con palabras medidas y precisas
que trascienden la mera simulación de oralidad cotidiana para instalar un ritmo
propio que, muy sutilmente, tiene pinceladas poéticas sin desentonar con las
personalidades particulares de quienes narran. Y en eso puede advertirse una
intención estética y poética en la narración del horror, en la puesta en escena
de la crueldad que horroriza y, al mismo tiempo, atrae.
Claro que esto es
solo una entrada de lectura de las múltiples que ofrece esta novela. Queda al
lector descubrir y explorar otras.
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Diario secreto, Editorial 3600, Bolivia, 2021. Prólogo de Willy Camacho; contratapa de Gabriel Mamani Magne; Cubierta de Antagónica Furry. Premio Nacional de Novela 2011.
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