CARLOS CRESPO FLORES/INCISO UMSS
El año 1982 la
dictadura militar había caído y se habían recuperado las libertades
democráticas, traducido en la asunción de la UDP al gobierno, una amplia
coalición de comunistas, nacionalistas revolucionarios, guevaristas. La
universidad era una ebullición de ideas, grupos políticos… y mucha “chupa”
donde se hablaba de la lucha de clases y la revolución. Es en ese ambiente
donde se mueve el protagonista de la novela Muerta ciudad viva, el alter
ego del escritor Claudio Ferrufino, en ese momento estudiante de la carrera de
Sociología.
En otro artículo
señalé que la novela es una etnografía cruda y apasionada de la ciudad y valle
de Cochabamba, de su ecología y cultura. Un aspecto que el presente texto busca
mostrar, es el hábitat universitario de San Simón en el periodo retratado por
la novela, pues hay aspectos de la cultura política universitaria que continúan
hoy. Por otro lado, la conexión política, alcohol, mujeres en la vida
universitaria, se despliega a lo largo de la trama. Al mismo tiempo, se
evidencian aspectos del pensamiento libertario de Claudio, tema que espero
tocar en otro escrito.
En Bolivia el
autoritarismo, la corrupción y el racismo, son rasgos que atraviesan las
relaciones sociales, el Estado se ha estructurado desde este horizonte, y sus
crisis políticas han tenido este sello. La madre de nuestro protagonista lo
sabía. De origen argentino, había llegado “muy poco tiempo después de la
revolución” (de 1952), bajo égida del MNR. Y su diagnóstico es pesimista, que
sin duda influyó en la formación del hijo:
“(la revolución)…
no fue tal, sino un replanteo de las jerarquías. No estaba la libertad en
juego; era el cambio de amo. Lo sentí de esa manera. Los mestizos letrados,
igual que antes los otros, con un discurso semi-progresista se encaramaron y
construyeron una dinastía de cimiento endeble. Si en el pasado era el miedo del
hacendado y del cacique, ahora era al Partido y sus burócratas. Y una sarta de
cipayos convertidos en dirigentes que acumularon mando y supieron hacer sentir
su poder. (pp. 37-38)”
Ella venía de la
Argentina peronista, otro experimento populista dictatorial. Las afirmaciones
que realiza son fundamentales para entender la actitud anti política de nuestro
protagonista: la revolución del 52’ solo fue un cambio de amo, esta vez
hegemonizado por el “mestizo letrado”, pero sin lograr estructurar un país, y
por otro lado, las autoritarias burocracias partidarias como los nuevos
caciques. Esta visión pesimista del 52’ es disidente de la mayoría de las
lecturas académicas y políticas, principalmente desde la izquierda.
El día que
la UDP llega al palacio de gobierno, nuestro testigo recuerda que en los kioscos de la Cancha y avenida
Aroma (esa época considerados locales “de remate”, “cuando no queda otro lugar
para continuar bebiendo” (126), celebraban con una “cantinela de borrachos
festejando el advenimiento de la controversial democracia” (126): “Viva el Movimiento,
viva Villarroel[1], Hernán
Siles Zuazo ya está en el poder… Con antifaz, sin antifaz, muera el Mono Paz”,
vociferaban los borrachos.
El escritor
reconstruye una imagen de ese momento, de auge izquierdista, y que visualiza
también el estilo de socialización de los borrachos en Cochabamba:
“Vivas y mueras se sucedían. Borrachos que
lloraban, borrachos que meaban. Los había que daban discursos y catedráticos
con aires de perdonavidas. Para esto hemos luchado ¿no, joven? Seguro, seguro,
les respondía, ch’allando con unos y con otros. La derecha había
escondido el hocico en agujeros. No paseaba por allí” (126)[2].
Bolivia, a
principios de los 80’s, era una sociedad altamente politizada, y la universidad
el espacio por excelencia del debate ideológico izquierdista. El hábito
principal de los estudiantes universitarios era la “chupa”, momento de plática, debate y hasta pelea por estos temas. El
protagonista recuerda que en las chicherías alrededor de la UMSS “se hablaba de
revolución. Cómo no; en esos lupanares del trago se discutía el fin del mundo.
Se vivaba al tío Ho y al Che, cuchillo, cuchara, que viva Che Guevara.” (97)
El gobierno de la
UDP, junto con la recuperación de las libertades democráticas trajo esperanza de la posibilidad de una transformación social, en el país
y en la universidad, para buena parte de la población,
incluyendo la clase media “progre”. Nuestro héroe y sus
amigos wajtakus[3],
conviviendo con los pobres y marginales de la ciudad, no lo creían así:
“No cambia. Y
hablando del futuro, entre nosotros somos pesimistas de que algo vaya a
cambiar. En la universidad por el entorno febril de los estudiantes a ratos
creo que sí. Pero andando por el barro y oyendo a borrachos o moribundos farfullar
en los callejones estoy seguro de lo contrario.” (107).
La efervescencia
política de entonces en la UMSS, conviviendo con el fracaso académico, podemos
imaginarla en esta descripción de las paredes en el ingreso por la calle
Jordán, junto al comedor universitario:
“Cartelones de
toda índole presentan candidatos para mil y una elecciones. Marx, Lenin,
Trotski, rostro pegado a rostro, dan prueba de la vitalidad de la Cuarta
Internacional. Un Che eternamente joven (jamás nadie podrá hablar de un Che
viejo) va quedando cubierto por propaganda de diverso tipo. Mayormente
política, pero también de cursillos de computación, kermesses de beneficio, y
anuncios de clases de recuperación de matemáticas y física para los que se
aplazaron en el examen de ingreso” (82).
A pesar de ello,
por los amigos, solía involucrarse en la movida política universitaria, “de
preparación de charlas y manifiestos, cosas que me cansaban sobremanera pero
que a veces no lograba eludir” (181). Pero, desconfía de los liderazgos políticos
universitarios, que buscaban articularse al Estado, se distancia de ellos, pues
lo de él es vivir poéticamente:
“Hombres
ilustres, según decían, poblaban nuestro entorno universitario. Cada quien
aspiraba no menos que a la presidencia, o a un martirologio del cual se
hablaría por generaciones en los libros. Yo seguía siendo un poeta despistado,
que escogió una carrera de análisis para ver si domeñaba el martirio de sus
fantasmas” (15).
O cuando está en
un banco frente a las oficinas de la FUL (ingreso por la calle Sucre).
“Miríadas de estudiantes pasaban delante de las oficinas” (92), pero él “estaba
allí no porque participara del embuste que siempre han sido izquierdas y
derechas, sino porque quería leer a Joyce en paz” (92).
Ironiza con humor
la pulsión
revolucionaria universitaria. Durante un matrimonio en Cliza, homenajea las
virtudes musicales del director de la banda que amenizaba la fiesta: “Notable, carajo; notable maestro!, le
increpé casi a gritos. Nos abrazamos… beso ¡en la boca, carajo!, culminando el
precioso encuentro de los jóvenes universitarios con su pueblo” (16).
“Encontrarse con
el pueblo”. Ferrufino pone en evidencia cierta “p’ajpakería” discursiva
revolucionaria, de la izquierda partidaria de la época (otro aspecto que no ha cambiado),
así como la rara disciplina partidaria de los militantes de izquierda
universitaria, con quienes el escritor compartió copas y excesos, con su doble
moral de comportamiento:
“Si la revolución
dependiese de las reuniones de charla política, de formación de cuadros, ya nos
habríamos distribuido la herencia de Lenin. Se comienza, compañeros, con la
necesidad de la lucha. Los troskistas del POR se irritan pero levantan la copa
y brindan. El remanente de los “elenos”, el fatídico Ejército de Liberación
Nacional, repite la cantinela de volver a las montañas donde murieron de
hambre. Que es interesante no hay duda, y parte de la tragedia del país. A poco
del alcohol ya hacer efecto, los cuadros revolucionarios buscan escenas más
mundanas: una hembra, un macho, revolcarse y teorizar acerca de un polvo como
si de la Internacional se tratara” (158).
En otro
matrimonio al cual asiste con su enamorada y amigos, observa que a la fiesta
“asistió la crema de la revolución social. Se reunieron los inteligentes e inteligentemente
conversaron en altas esferas de pensamiento” (181).
El ambiente de
los locales a los que acudían los amigos, normalmente cerca de la universidad
hacia la Cancha, retrataban la pobreza, machismo, así como la estética “trucha”
de la ciudad entonces (hoy con matices se reproduce):
“Mesas de fórmica
imitación de mármol. Sillas cubiertas igual, endebles. Mujeres en bolas o con
bikini ofreciendo cerveza en los carteles. Bebidas “de lujo” detrás del
mostrador, un polvoso whisky, singani San Pedro. Vino dulce porque los
bolivianos ni idea de vino tenían. Cerveza que beben los oficinistas,
tragándose la comida de sus hijos. Y los jóvenes como nosotros con chicha. Tan
cerca de la revolución…” (40).
En las
borracheras estudiantiles suele haber un “padrino” amigo, que financia la
sesión de alcoholismo. Son códigos de solidaridad básicos en un grupo de
afinidad. En la novela, uno de ellos es Raúl, docente universitario, con quien
se reunían “en el Anexo América”,… cuando… “cobraba en la universidad” (122).
Como hoy, la
universidad de ese periodo era una salida al desempleo juvenil y a una sociedad
no future, además de medio para conocer el alcohol y otros excesos:
“Ninguno trabaja.
Si quisiéramos, tampoco. Matamos las horas con picadas de fulbito. Estudiamos
en la universidad ¿qué joven boliviano no lo hace? La universidad como colchón
de aire que amaina el golpe de encontrarse con un país sin opciones. Venga, a
por alcohol, que otra cosa no hay que hacer.” (55).
En los 80’s
Cochabamba era una sociedad donde la precariedad de la educación tornaba que
los titulados de la universidad tengan un status especial, principalmente para
los sectores sociales populares. En los abogados es muy evidente esta búsqueda
de poder y status. En una chichería, cerca de los juzgados, “a cuadra y media
de la plaza principal”, observa clientes diversos, “el cargador del mercado con
una jarra pequeña de chicha y los ojos vidriados”, pero también
“el licenciado
entre licenciados, con cerveza y botellas de San Pedro, caído por el alcohol en
el segmento de clase que quiere olvidar y de donde proviene la mayoría. Yo no
soy chusma, repite, soy doctor universitario, pero se le vidria la mirada igual
a la del paisano en ojotas y pantalones cortos, con lazo en bandolera para que
lo cargue la muerte esta noche de helada como un bulto cualquiera” (64).
Señala que “los
aprendices de doctores, o ya en posición de poder, dirimían el futuro en torno
a vasos de cerveza y ‘culitos’” (168). En otra escena, están con un amigo abogado, funcionario de DIRME,
quien les ofrece chupa y chicas, gratis. Los lleva a un local que opera como
putero. La dueña, que lo conoce, “se mueve de un lado a otro, cuchichea a sus
muchachas y algunas con disimulo se marchan. Chiquillas de quince o dieciséis,
huidas o robadas de sus familias en el Beni, con rasgos nativos, yuracarés,
mojeñas” (103).
Y el diálogo
entre el abogado y la dueña es sabroso, ilustra la corrupción estatal, la
importancia del status de abogado, los discursos con los que se legitima la
prostitución. El abogado “abarca de reojo el panorama y luego de la comilona le
detalla a la dueña el número de menores de edad que allí trabajan de putas.
Emite un discurso de moral y la necesidad de cambiar las estructuras del país,
afianzar la educación, permitir el libre acceso a las universidades y proveer
de trabajos que permitan la subsistencia” (103). La señora responde
“pero estas
chicas vienen a rogarme que las acoja. Si como madre para ellas soy. Les doy
cama y comida. La mayoría tiene niños de pecho que no pueden alimentar. Sus
novios las abandonaron luego de embarazarlas, los padres las expulsan, los
padrastros las abusan. Qué quiere que haga yo, doctor, también tengo un
corazón.
Claro, claro,
hija (le dice hija aunque es treinta años menor que ella), comprendo, pero yo
estoy obligado a presentar un informe, que de resultado tendrá la clausura de
tu local, multas y en algunos casos la cárcel.
Doctor,
doctorcito, no me haga eso. Y él replica, no estoy solo, acá los señores son
agentes de investigación de la oficina y no puedo obligarlos a ceder como
presumiblemente lo haré yo que la entiendo.
Ese no es
problema. Han llegado muchachas profesionales del oriente y a ellas les
gustaría entretener a los doctores. Lo único que le pido es que no cerremos el
local. Ustedes dispondrán de bebida, comida y muchachas por el tiempo que
deseen, mientras nosotras seguimos ganándonos la vida.
Y así, de pobretones
pasamos a leguleyos, investigadores, agentes de la moral. La borrachera
rebalsa. Agradable sabor de la cerveza, tan diferente al espanto de la chicha”
(104).
En otra farra,
los escandalosos jóvenes recordaran “la incursión de la noche anterior en el lupanar.
Irónicos, reímos de nuestros títulos universitarios, como si uno se pasara las
horas y devorase los libros para conseguir un culo de alquiler” (169).
Sin duda, en el
imaginario popular, inscrita en la memoria larga colonial, el universitario
licenciado tiene un status especial, como un medio de ascenso social: “así no
se tuviera plata, se caminara mendigando licor o pan, los universitarios se
consideraban una casta apreciable. A muchos les gustaría ofrendar a sus hijas a
los brazos de profesionales por venir, tal vez el único camino de movilidad
social disponible” (171). Como el utilero del Wilsterman, quien, en una
hilarante sesión alcohólica, ebrio, “comenzó a llorar y terminó llorando.
Destacó que era un buen padre y que la joya de su hijita sería para el doctor,
con quien ansiaba emparentarse. Salud, salud. Brindis por el Wilstermann, por
la revolución, la belleza de la muchacha y la prestancia del doctor. Viva
Bolivia, carajo. Viva la patria” (169).
Esta servidumbre
voluntaria con los abogados, Claudio lo atribuye a “la historia, las taras de
la esclavitud, la idolatría venida desde los españoles sobre titulación y
doctorado” (169). Para los “despreciados, detestados, pobres estudiantes”,
debido a su origen social (siempre) tenían otros debajo suyo, “en su debajo”,
anotaría la jerga popular” (168). Esta vida, “en mezcolanza como en un potaje
híbrido, a veces incomprensible pero desentrañable” (168), se explican, nos
dice el autor, “según las condiciones particulares del país” (168).
Pero, la movida revolucionaria universitaria facilitaba a nuestro héroe y
sus amigos a seducir chicas estudiantes o sus amigas:
“Ya nos habíamos echado unos tragos, bien de mañana, y cantábamos revueltos
canciones de revolución. Al menos la revolución traía hembras, delicadas, dadivosas, lindas,
creativas.” (14). Una de las enamoradas del protagonista era universitaria y
casada. Recuerda que el esposo la llevaba a su casa, “confiado en la patraña
estudiantil juraba que aportaba su granito de arena a la revolución mundial”
(19). Es un raro caso donde es la mujer quien “pone los cuernos”, cuando en la
cultura machista de la ciudad generalmente opera al revés, incluyendo los entornos
políticos de la izquierda local, donde se mueve la novela.
Ferrufino, a
través del protagonista, es muy crítico de la juventud de clase media de
entonces, particularmente mujeres, que jugaban a la revolución mientras eran
estudiantes (su “ida al pueblo” llama Claudio), para volver al guión social pre
establecido, luego de egresar:
“Yo miro a una
muchacha universitaria extasiada del ambiente. Esta mierda significa su ida al
pueblo. Dormirá mejor creyendo formar parte de una élite pensante y destinada a mandar. Abrirá las piernas a otro compañero de
clase de origen dudoso. Con ello volverá a sentir que sus pasos en la vida
tienden a memorables, que habrá conocido el vientre de Leviatán y lo habrá
deglutido antes de que el monstruo la devore.” (108)
A una de sus
novias “le gusta la mierda esa de los revolucionarios” (156). Él también se
autodefine como “villista y guevarista”, pero está claro que estos rituales son
“un mero atajo hacia un arribismo descarado, amén de mujeres y prestigio”.
Desconfía de sus capacidades ‘revolucionarias’: “dudo que alguno llegue a empuñar otra arma que
no sea su miembro para mear; incluyo a las mujeres. Arte del pavoneo. Bebida
gratis. Promiscuo equivale a socialista en esta jerga universitaria” (156-159).
Y, como seguramente
buena parte de los jóvenes universitarios, el campus universitario también se
torna en el lugar de la separación amorosa: “Me avisa un día que retorno a la
universidad luego de haber perdido ya el semestre que hubiera sido hermoso. Y
me deja una carta que habla de sueños, de mi pecho joven, de las mujeres del
porvenir” (120). O el tormento que sufre cuando la amada, con quien ha roto
irremediablemente, no solo ya no le contesta, y se lamenta “pasarás a mi lado
en la universidad ignorándome” (120). Ser ignorado, es lo peor que puede haber,
y el protagonista de la novela es muy sensible a ello.
La Facultad de
Medicina se ha preciado que sus estudiantes realizan sus prácticas en seres
humanos reales, en la morgue del hospital Viedma. En el imaginario de la ciudad
no es el lugar más apreciado, por el contrario, es símbolo de tristeza y
tragedia. Ello a propósito de una reflexión que hace la madre al protagonista
por beber en los extramuros de la ciudad: “sentencia que un día sucederá en
serio, que me maten, y no aparecerá nadie a recogerme y enterrarme. Acabarás
disperso en las mesas de los estudiantes y alguno usará tu calavera de
pisapapeles. ¿Eso esperas para ti?” (27).
Cuando la
dictadura del Gral. Banzer, en la década del 70’, se realizaron extraños
convenios con la entonces URSS, entre ellos de apoyo a la minería. Bajo este
paraguas, llegaron cientos de jeeps rusos, como el que describe el autor,
mientras una docena de estudiantes “entusiasmados” van a un “matrimonio
indígena” en Cliza (más bien campesino, no? Pues Cliza es zona de colonos y
piqueros vallunos):
“El jeep UAZ, ruso, traído desde las minas de Potosí, porque los rusos estaban allí en las afueras, en un complejo minero, cargaba con al menos una docena de nosotros, estudiantes, entusiasmados, partiendo de una casona de la calle Antezana, muy cerca de la Universidad, hacia un matrimonio indígena en Cliza” (14).
[1] En realidad es “gloria a
Villarroel”.
[2] Aprovechando el “tiempo
de revolución…, dado el tumulto”, se robó “de las anticucheras, de las pilas de
apanados y chorizos que levantan con maestría, perros calientes que devoré
fríos para apaciguar el estómago resentido por la mezcla de maíz, cerveza y
farmacia” (126).
[3] Quechuañol. Viene del quechua “wajtay”, golpear. Para hacer referencia
al hecho que los borrachos, al beber golpean los vasos con la mesa.