MAXIMILIANO J. BENÍTEZ
Llevo unos
meses trabajando en el borrador de una novela corta. La historia es simple,
lineal y clásica en su desarrollo: dos amigos de la infancia se reencuentran,
luego de treinta años, y ponen sobre la mesa hasta qué punto siguen o no siendo
aquellos hermanos inseparables que un buen día la casualidad (o el destino,
según uno de ellos) había caprichosamente reunido. A partir de ahí comienza un
diálogo nutrido de antagonismos que acaba por desmadrarse hasta el final de la
historia.
Yo tenía
unos cuantos apuntes (boyas, suelo llamarlos) por los que va desarrollándose y
discurriendo la trama. Pero la historia, la charla que vertebra gran parte de
la novela, lejos de ser tediosa, iba a ir in crescendo hasta
un suceso que marcaba el tránsito entre el nudo y el desenlace. Lo tenía todo
bien medido, las cruces en el mapa muy definidas, algo que incluso me
sorprendió, porque suelo darles mucha cuerda a los personajes.
Pero
comenzó la guerra, lo de Ucrania; los flashes informativos, las imágenes del
éxodo, los bombardeos y las vidas arrancadas de cuajo inútil e injustamente,
los cuerpos desparramados con las maletas cerradas para siempre, el llanto de
las mujeres recogiendo la penuria en las manos temblorosas cubriendo el
desconsuelo. Los horrores de la guerra (y soy muy consciente de que nada
empieza o acaba en Ucrania, que hay conflictos y calamidades en los cuatro
puntos cardinales del hemisferio) me tienen en vilo desde entonces; incluso, a
veces, me regodeo en ellos, me fuerzo a padecerlos para olvidar y aligerar el
absurdo y gris peso que me impongo a lo que me toca vivir. Y por supuesto que
me siento un cretino por una frivolidad de esta categoría. Porque todo lo que
escapa a la muerte se tiñe de frivolidad cuando se vive a miles de kilómetros
de distancia.
Así, pues,
la charla de los viejos amigos de la infancia que, según los apuntes, iba a
dilatarse en el espacio de treinta o cuarenta páginas, acabó por retorcerse y
desencadenar los primeros renglones del desenlace. Las imágenes del conflicto
se cristalizaron en la mirada impía de dos extraños que, años ha, habían sido
gemelos astrales.
Pensé
entonces en Onetti, en esa obra cumbre de la metaficción que fue La
vida breve, que bien podría ser el perfecto decálogo del buen
novelista, la brújula última de un autor extraviado por las contingencias.
Recordé la retroalimentación cimentada en las tribulaciones del protagonista de
la novela en el texto que escribía por encargo, en cómo el autor padece hasta
el punto de que su historia se nutre y degrada y al mismo tiempo crece en esas
vacilaciones. Tenía un puñado de apuntes sueltos, dispares pero anclados al
“asunto” de la novela, esbozos de los que no planeaba deshacerme, pero acabé
por entender que, llegados a un punto, hay que liberar a los personajes del
cerco en el que habitan, dejarlos fluir de la misma manera que permitimos
germinar sentimientos y miedos que a menudo nos aquejan o hacen vacilar. Es la
única forma (me dije también) que esa gran mentira que supone una obra de
ficción sea una verdad genuina, honesta. Porque la guerra, llamada a sesgar por
su propia naturaleza, también nos enseña, con hierática crueldad, que se puede
herir mortalmente con balas de pólvora húmeda, en ese microcosmos que nos habita
y destruye y desvanece, in eternis.
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De TODO LITERATURA, 27/03/2022