DIEGO MEDRANO
Muere el
poeta maldito David González a los 59 años. “Soy maldito porque no tengo dinero
ni reconocimiento”, me dijo junto a la boca abierta de un tigre mientras
bebíamos cerveza. El poeta de la alquimia verbal y la exploración interna hasta
el vómito, puro Rimbaud, poemas como Carta del vidente, incendiados
de vida, dolor, esperanza y espera. Cerca de veinte títulos, más de cien
antologías, editoriales buenas, regulares y mediocres. Simbolismo francés,
Generación Beat, poetas sociales, lucha obrera y siderometalúrgica, la cárcel,
la bohemia, siempre el viento furioso y la lluvia constante de una escritura
torrencial.
El poeta
aparta los recuerdos, ratas del tamaño de algunos gatos, en su dormidero de
acogida, moridero ardiente. La sonda gástrica es un tubo que el ombligo sorbe,
pimpla, trinca, como el peor bebé en estos momentos negros. El poeta no llega a
los cuarenta y tres kilos de peso, es un saco de humo, rizos y arrugas dibujan
cierta ebriedad sobria a partir de su propio intento, finta en el aire, el mero
esfuerzo o signo sin logro posible. Se abraza a sus diccionarios en un amor
gramático que solo conoce números, igual no podrá pagar la luz ni la comida, un
ángel le cuida y no pasa la cuenta. Escribir en España es llorar, dijo Larra,
pero también morir, como certificó Cernuda, mientras los hampones literarios
siguen en el trile y la risotada. Escribir en España es ser un mendigo, rubricó
Pedro Luis de Gálvez con los dientes rotos.
Quiso el
poeta un lenguaje esencial, básico, un lenguaje de la calle, que fuese en
primera instancia contra Pessoa, porque el poeta no puede ser un fingidor,
quien vende emoción sin estar emocionado no merece voz aplauso sino el lapo
todo de la estafa, el escupitajo exacto de la deshonra. Quiso el escritor, en
segunda instancia, escribir para la panadera de su barrio, como Celaya, en un
lenguaje limpio como ropa tendida desde la ventana humilde, estado de rapto que
solo fuese golpe, vómito de vida. Un libro detrás de otro hasta superar la
veintena, “después de tanto todo para nada”, justo eso, veintiún libros hasta
la fecha y apagarse, porque el cáncer no descansa, extraño magma. Sus títulos
son puñetazos contra el viento: Nebraska no sirve para nada, El demonio
te coma las orejas, Sembrando hogueras, Reza lo que sepas, En tierras de
Goliat, Loser, La carretera roja, Campanas de Etiopía. La envidia
muerde pero no come: sus enemigos, la mayoría acomodados y en lo más alto de la
cucaña hecha con sus babas y jabón para masajes, maldijeron seguro, vetaron
cada nacimiento, pura carroña, mafia de ganapanes y moscones.
El tumor en
el esófago supera los once centímetros, la sonda que entra en el ombligo mide
un kilómetro. Jamás participó en ningún concurso literario porque se propuso a
sí mismo, justo al salir de la cárcel, que la poesía debía ser “compartir” y no
“competir”, y que para esto último ya estaba la sociedad de consumo,
capitalista y trituradora. Apretado, creo recordar, ganó aun así el Blas de
Otero de Bilbao. No solo “envejecer, morir” es el argumento de la obra, sino
encontrar a ciegas “algo limpio” a lo que agarrarse y vivir con ello para
siempre. Firmó estudios sobre mujeres poetas marginadas, líricos desconocidos,
gente desesperada a la que su país aplastó como cucarachas dentro del peor
charco, apenas arroz negro con escudilla atada a la mesa. La diabetes no le
impidió recorrer España entera y llevar su canto –ese vuelo- a un instituto de
tercera, un bocadillo corto de jamón en la mochila, cuatro monedas mojadas y
negras en el bolso.
Poeta de
los pródigos en la siembra y vacíos con la recogida, donde el pueblo también
enseña con faltas de ortografía, renglones torcidos, trochas y cuestos sin
apenas señalización. Cuarenta quilos de poeta tiritan a la intemperie, último
piso junto a un canalón de muerte, bajo un techo de muerte, sobre una cama de
muerte, donde un grito blanco es la resistencia y no la lucha. “Yo solo puedo
resistir, porque no sé nada del cáncer, la lucha es de médicos y sanitarios”,
apenas susurra. El realismo sucio es un jersey gordo de lana hecho por una
madre cautiva en un tiempo remoto, donde ocia el cerebro y piensan los dedos.
Alcohol, lupanares, discotecas, prisiones y tendencias suicidas, mueven las
alas como otros párpados al fondo de la ciénaga inmóvil de su mirada, una
mirada dentro de otra, una salida dentro del callejón siniestro, donde un niño
pequeño pide resolver este miedo a base de libertad sin dogal ni vil
sometimiento.
“Que
estamos en derrota, nunca en doma”, llega el humo de José Agustín Goytisolo a
sus labios duros, nariz de estatua, piel fina, dientes viejos en esto de “subir
cuesta abajo”, río turbio entre las aguas limpias, una nube o caramelo por cada
sueño. Quizás, los mayores quinquis, estuvieron en su pasado metalúrgico, todos
con el puro en la boca, contando billetes sucios al natural con dedos negros
como chorizos, risas de mucha calderilla y esa moral tirada al saco donde la
espalda negra del tiempo no habla en público. Un poeta grande en un chamizo
pequeño. “Te llaman porvenir porque no vienes nunca”, cantó su paisano Ángel
González, en este trance donde el animal salvaje ya come de la mano. “Su patria
es la calle”, cantó Jules Vallès. “¡Trescientos sesenta y cuatro días sin sol y
sin dignidad! ¡Trescientos sesenta y cuatro días sobre el fango y entre los
hombres!”, contestó Alejandro Sawa al llegar mojado de París.
No llegará
el libro número veintidós, cantan viejas sombras conocidas, borrachones muy
gastados, por las letrinas de los periódicos infectos, la carroña todavía es
oro si se sabe vender viva. Es arduo no escoger el idioma del enemigo, vivir
entregado a una vocación y sepultado por ella, dispuesto al saldo negativo,
consagrado a eso que él todavía llama a escondidas el apetito del idioma, sí,
palabras colgadas de un tendal limpio, recién salidas del jabón y la espuma
brava, puestas a secar mientras un grito blanco las separa y peina, un grito
blanco que desde la cama nos dice a todos que “tendrás amigos, tendrás amor”,
porque la vida es bella a pesar de los pesares, porque aquí venimos a compartir
y no competir, mientras la noche plomiza cae y “somos el tiempo que nos queda”,
lo que aún resiste y brama, hasta mañana. Todos los versos del poeta brillan
juntos en el cielo a través de la ventana abierta, mientras él se lo dice a un
jersey, donde su madre escucha con los puños apretados, abiertos los ojos para
que él también pueda ver el mar, un grito blanco y frío, mudo en nuestros rostros
desconocidos. Nunca un mordisco fue tan cruel.
“Hacer
profesión de escritor en España es exponerse a hacerla de mendigo”, sigue Pedro
Luis de Gálvez. Fue un poeta ajeno a la coba y el corro. En el fondo de sus
negras pupilas de etíope brilla una luz trémula de profeta. Sus poemas eran
brasa escondida para otros, un intento por despertar al adormecido o aturdido
por las drogas, la precariedad, una vida que pesa y sepulta. El poeta corría
hacia la belleza y la denuncia. “Usted no es proletario”, le dice un preso a
Max Estrella; “Yo soy el dolor de un mal sueño”, contesta él en la pluma de
Valle. Qué honra la de los poetas malditos y qué sucios los integrados. No
puede brillar más limpio, mecido a ráfagas por el viento, su último grito
blanco.
Hice yo lo
que pude por el amigo, hablar con Ana María Moíx para que saliera la poesía
completa en Bruguera, hablar con Jacobo Cortines para Vandalia de la Fundación
Lara, el tocho traería el éxito, rompería el muro de silencio. “La mejor salsa
es el hambre”, escribe Cervantes sin dedos. La dignidad tuvo forma de felación
en muchas empresas privadas, lo aconsejó Vidal y Planas: “La dignidad es un
monstruo que traga: una especie de tiburón. Hay que huir de la dignidad, por
instinto, como de esos devoradores peces”. Sigue Pedro Luis de Gálvez: “Esto es
un estercolero. Caemos aquí y al poco tiempo estiércol somos”. A España siempre
le convino pocos para la tarta y el banquete. Todos nos comeremos el perro que
nos deja el vecino con patatas como Lasso de la Vega. El aliento de futuro es
la meta, cortada ésta, solo queda la soga, la banqueta que tantos se ofrecen a
disponer bajo los pies sueltos. Max Estrella grita por la ventana: “Las letras
no dan para comer. ¡Las letras son colorín, pingajo y hambre!”. Sawa tuvo el
final de un rey de tragedia: loco, ciego, furioso. El combate –David lo supo-
acaba siempre con la vida. Queda el grito nuestro, sin contaminación,
desgarrado y sordo, similar al unto del seno materno, como aquellos cielos de
la niñez y otro libro suyo nuevo, recién estrenado, ahora blanco, porque irse
es todo, no caben preguntas, y solo unas pocas lágrimas son otras huellas, tras
sus palabras igual de blancas, el sueño infantil por la letra y compartir con
otros, regalar a otros, su leyenda en voz tan baja, tan blanca. Queda el grito
de David González en su escritura limpia: vivió como quiso, amó sin
indicaciones, probó el veneno y la fruta, rio en todos los idiomas, leyó hasta
la ceguera, compró todos los anillos del mundo, nunca pasó un día sin
afeitarse, amó a su familia y a los otros, los desconocidos, a quienes dedicó
su obra y no lo saben.
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De EL IMPARCIAL (LA BÁMBOLA, columna del autor), 06/02/2023
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