JAVIER MEMBA
Otro 22 de
febrero, el de 1942, hace hoy 81 años, Stefan Zweig está en
Petrópolis (Brasil) y tiene la sensación de asistir a algo vivido
previamente: cree ser testigo de un mundo a punto de derrumbarse.
Es como si estuviera al borde del abismo de la nada por el que la humanidad
entera, con todos sus momentos estelares, se dispone a caer. Pero esta vez no
hay estímulo para el ánimo del escritor: ¿de qué sirve la literatura cuando el
mundo está al borde del Apocalipsis?
El origen
del déjà vu del escritor hay que buscarlo en esa Viena
que le vio nacer en 1881. La posteridad ha de serle favorable. En el futuro
se le leerá con toda la admiración que merece su obra, una de las más
brillantes del amado siglo XX. Pero los estudiosos no acabarán de ponerse de
acuerdo en si perteneció o no perteneció a la Joven Viena, aquella capillita de
escritores que, entre 1890 y 1897, comenzaron a reunirse en el Café
Griensteidl.
Aquella
Viena, en la que abrió por primera vez los ojos Stefan Zweig, aún era la
capital del imperio austrohúngaro, cuyo declive se venía prolongando desde
1866, con la derrota frente a Prusia en la guerra austro-prusiana. Pero también
era la Viena del desarrollo demográfico y las reformas urbanísticas. La
Viena de las grandes avenidas, los teatros y los cafés, que 150 años
después siguen siendo la admiración de la ciudad.
Hay
constancia de que Hermann Bahr, el crítico y dramaturgo que decidía
quién pertenecía y quién no a la tertulia del Café Griensteidl, tuvo trato con
Zweig. Pero por edad —el autor de Momentos estelares de la
humanidad (1927) sólo tenía 16 años cuando el establecimiento fue
demolido— quizás sea más apropiado llamar a Zweig acólito antes que miembro del
grupo. Acólito como, en algunos aspectos, también lo fue Robert Musil.
Fuera o no
la suya aquella generación, el autor de Carta de una desconocida (1922)
pertenece a ese mundo finisecular experto en aplazar los desastres presentidos
íntimamente. Como en los años de la Joven Viena, Zweig vuelve a sentirse ajeno
a la realidad social y al final de un mundo siempre cambiante, siempre
fugitivo. Siente lo que sintieron Hugo von Hofmannsthal, Paul
Wertheimer o Arthur Schnitzler —este último muy
admirado por Sigmund Freud, pues aquella también fue su Viena—, por
citar sólo a tres de los miembros más destacados de la tertulia del Café
Griensteidl. Aquello fue todo un presagio de la Gran Guerra, que los jóvenes
vieneses —la modernidad literaria y artística de entonces en la escena germano
parlante— ya presentían catorce años antes a la vista del fulgurante ascenso
del nacionalismo germanista. Entonces quisieron superarlo mediante el
cosmopolitismo y la imaginería del simbolismo francés.
Pero el
desmoronamiento anímico que abrumaba a Stefan Zweig, tal día como hoy, no puede
salvarse ni con esteticismos ni con ese arte de la despedida, que la capital
del imperio austrohúngaro descubrió en esas seis décadas largas que duró su
derrumbamiento. Dicen las amenidades referidas a esa época, que, cuando el
imperio quedó a merced de Prusia tras la derrota en la batalla de Sadowa
(1866), los vieneses se consolaron escuchando El Danubio azul,
el célebre vals que Johann Strauss (hijo) compuso ese mismo año. Cuando se
impuso olvidar las quiebras y la ruina que trajo 1873, se popularizó El
murciélago, una opereta bufa que Strauss (hijo) estrenó el año siguiente.
En lo que a
Zweig respecta, cuando presintió íntimamente el desastre por primera vez,
internacionalista y europeísta como era, se inclinó por el
“cosmopolitismo comprometido”, que lo llama alguno de sus biógrafos. Como
la práctica totalidad de la elite intelectual de la ciudad, fue hijo de la
burguesía hebrea, tan acaudalada como ilustrada. Uno de sus editores, al que
además le unió la amistad, fue uno de los impulsores del sionismo político
moderno: Teodor Herzl. Pero Zweig siempre miró más allá de los hijos de Sion.
Después de
haber viajado por toda Europa y pasado periodos en Inglaterra, Italia, Bélgica
y Francia —tras contactar con el simbolismo francés tradujo a Rimbaud, Verlaine
y Baudelaire—, ya en 1910 visitó la India, China y África; Norteamérica en
1912. Ese mismo año dieron comienzo sus amores con la escritora Friderike
Maria von Winternitz, quien acabaría dejando a su marido por el escritor,
con quien se casó en 1919. Unos años antes, la que habría de ser su residencia
más larga quedó fijada en Salzburgo en 1913. Allí habría de permanecer durante
casi veinte años. A excepción del final de la Gran Guerra, que pasó en el
exilio suizo.
En efecto,
después de ser movilizado y de ser declarado no apto para el combate, sirvió
como burócrata en las oficinas de la retaguardia. Finalmente, en 1917 consiguió
trasladarse a Zúrich. Pero a Stefan Zweig no se le recuerda por
pacifista, se le recuerda y se le honra por la calidad y el largo aliento de su
obra. Todavía era estudiante de Filosofía en Viena, cuando publicó sus
primeros versos, Cuerdas de plata (1901). Demasiados ecos de
Rilke para que la crítica fuese a celebrar su publicación. Pero el aliento del
autor habría de ser tan prolífico como diverso. A la crítica habría de faltarle
elocuencia para alabar su obra.
El
verdadero Stefan Zweig, el que ha de leer con avidez la posteridad, es el que
se pone en marcha tras el regreso a Salzburgo. En 1922 da a la estampa Amok, una
de sus ficciones más celebradas, meses más tarde, entre otras muchas,
llega La noche fantástica. Veinticuatro horas en la vida de
una mujer lo hace en 1927.
Si hubo
algo que Stefan Zweig amó más que los viajes, eso fue la vida misma. Especialmente la de
aquéllos que admiraba. De este afán nacen sus trípticos: Tres
maestros: Balzac, Dickens, Dostoievski (1920); La lucha contra
el demonio: Hölderlin, Kleist, Nietzsche (1925); Tres poetas
de su vida: Casanova, Stendhal, Tolstoi (1928). A veces concebidos de
un modo independiente, como el vienés es uno de los autores más leídos del
panorama internacional, el mercado editorial le alienta a reunirlos en tomos,
resultan así deliciosos tochos escritos con el mismo procedimiento que las
miniaturas históricas reunidas en los Momentos estelares de la
humanidad.
El 28
también fue el año que Zweig viajó a la Unión Soviética y visitó a Einstein en
Princeton (Nueva Jersey). Cautivaba a cuantos le conocían. En su casa
se daban cita desde Toscanini hasta Thomas Mann. Nunca se olvidó de su
Viena natal. Colaboró en el Almanaque del psicoanálisis hasta
1931. Sin embargo, en 1934 decidió abandonar Salzburgo, movido por esa
capacidad suya para presentir íntimamente los desastres. También fue en el 34
cuando viajó por primera vez a Sudamérica. En el 36, sus libros fueron
prohibidos en Alemania por los nazis; en el 38, los fascistas italianos
hicieron otro tanto.
Y la
barbarie fue empujando al sabio hacia el abismo de la nada. Hasta que tal día
como hoy, recién terminada su Novela de ajedrez, de
publicación póstuma, Stefan Zweig decidió poner fin a sus días en su residencia
brasileña. El maestro y su segunda esposa, su antigua secretaria, la
joven Lotte Altman, resuelven marcharse mediante
la ingestión de barbitúricos, lo que los llevará a la muerte sin sentirla. Todo
es literatura. Y es tan largo el aliento de escritor del viejo joven vienés
que, entre las cartas que han de leer quienes encuentren sus cadáveres, hay una
que da instrucciones para los cuidados del perro. El otro de los
grandes textos finalizados unas horas antes de su suicidio lleva un título
harto elocuente: El mundo de ayer. Será publicado
en Estocolmo por la editorial Bermann-Fischer Verlag AB unos meses después. Así
se escribe la historia.
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De ZENDA,
22/02/2023
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