JEAN
MONTALBERTI
¿Existen grandes artistas sin un
diálogo constante con la muerte? Es en este cara a cara cuando el escritor, el
compositor o el pintor da al destino su verdadera dimensión trágica al mismo
tiempo que funda la esperanza de la condición humana sobre la compasión y la
fraternidad. Cada vida frente a la muerte renueva y agota la humanidad pasada y
presente.
Ningún
artista del siglo XX fue, más que Malraux, poseído por la obsesión de la
muerte. Dostoievski sin la salvación, Céline sin las convulsiones de odio de
exorcista de horror moderno, Kafka sin el humor de la desesperanza, Malraux
quiere ser el Goya de la literatura, el único creador de la novela
revolucionaria suficientemente libre para escapar del dogma del realismo, el
único agnóstico en creer en una trascendencia de rostro humano como la parte de
ser que en el hombre sobrepasa al hombre y sólo se rebela frente a la muerte.
Pero, para él, el escritor es también un demiurgo. Posee el don de actuar sobre
la historia por sus premoniciones, y Malraux remarca, no sin orgullo, que el
mundo ha empezado a parecerse a sus libros.
En
Brasilia, ciudad del siglo XX, el orador lírico André Malraux nombró claramente
al espectro de nuestra historia: "Cada una de las grandes religiones había
aportado una noción fundamental del hombre, y nuestro tiempo se esfuerza
apasionadamente por dar fuerza al fantasma que le ha substituido: el siglo de
las máquinas. Más aún cuando apasionadamente con los campos de exterminio, con
la amenaza atómica, la sombra de Satanás ha reaparecido en el mundo, al mismo
tiempo que reaparecía en el hombre." Matar el sentido de lo sagrado es
dejar el campo libre a lo demoníaco. Toda religión funda al hombre en dignidad,
instituyéndolo co-participante de un misterio sobrenatural, y el cristianismo
más que ningún otro, que va hasta la encarnación de lo divino. El
derrumbamiento del orden cristiano que marcó el siglo XX —a pesar de algunos
resurgimientos— creó un vacío metafísico donde se precipitaron ideologías y
doctrinas que, inspirándose en las filosofías de la muerte de Dios, fueron
políticas y prácticas de la muerte del hombre. El siglo XX seguirá siendo el
primero en haberse dado los medios del crimen total: la desaparición de la
especie humana. Desde entonces, el hombre ya no es "el único animal que
sabe que debe morir", como dice Malraux después de Dostoievski en Los
ahogados de Altenburg, sino el que, según la esperanza, "lleva en sí
mismo el deseo de un Apocalipsis", esta negación del futuro, cuando el hombre
queda embrutecido de espanto frente a los efectos diabólicos de su terror, como
los soldados alemanes del Vístula frente a las ráfagas de gas de combate sobre
las trincheras rusas, en Los ahogados de Altemburg, luego en Lázaro,
cuando constatan que "el espíritu del mal aquí es más fuerte que la
muerte".
LA
MUERTE PERVERTIDA POR LO DEMONÍACO
Así el hombre
nuevo puede no solamente pensar su muerte sino concebir la muerte del hombre.
La ciencia no es la única responsable. A las etapas del progreso de las
técnicas de destrucción: el gas, las bombas, los carros de combate, los
aviones, los cohetes, el armamento nuclear, corresponde una marcha psicológica
del "Espíritu del Mal" en las manifestaciones del horror moderno:
"Sin duda los creyentes —dice Vincent Berger— llaman presencia del demonio
a semejante vista del espanto." Esta iniciación a la muerte pervertida por
lo demoníaco, el siglo XX la prosiguió a través de las carnicerías sangrientas
de los campos de batalla, la esclavitud y la explotación de los pueblos, la
destrucción de las culturas, las celdas de las prisiones, los alambres de púas
de los campos, la salvajada de las guerras civiles y las guerrillas, las salas
de tortura, los laboratorios de exterminio. Por todas partes, el hombre está
amenazado de perder su humanidad hasta su muerte. André Malraux fue de ello más
que un testigo lúcido, un partidario del no, un combatiente del rechazo, que
experimentó estos mismos límites de lo humano. De este modo pudo concebir sus
novelas como el escultor López de La Esperanza veía las
iglesias de la Edad Media: "Las catedrales luchaban por todos con todos en
contra del demonio."
La sombra
de Satanás no sólo visitó la historia del siglo XX, del millón de "rayados
y rapados de los campos de exterminio" de los que Malraux hacía a Jean
Moulin "el terrible cortejo" en su oración fúnebre; Satanás ha vuelto
a aparecer en el hombre mismo. Es su sombra que se extiende sobre todos los
torturados: Está en Los conquistadores la mano que abrió con
una navaja la boca de Klein y cortó sus párpados. Tiene los rasgos de los Moís
de anam que, en La vía real, metamorfosearon a Grabot en bestia
ciega y que desafía a Perkén sabiendo que camina hacia la muerte. Es la locura
mortífera de los soldados de Chang Kai-Shek en La condición humana,
que dieron a la era industrial su gehena: "No fusilan, los queman vivos en
la caldera de la locomotora." Tiene el rostro y la invulnerabilidad de los
moros encargados en Toledo de las ejecuciones que conducen al capitán Hernández
de La esperanza al suplicio con el largo cortejo de los
condenados que figuran otra subida al Calvario: "Los asesinos están fuera
de la vida y de la muerte." Ella está finalmente en el que ordena este
"Apocalipsis del hombre" que toma Vincent Berger por la garganta,
"este rayo que un segundo había iluminado de ella las profundidades
cargadas de monstruos y dioses enterrados", este regreso al caos que
reabsorbe al hombre en un vacío mineralizado. Frente a las empresas de
deshumanización de Satanás, cada hombre que asume y defiende la condición
humana está condenado a convertirse en Cristo. Se convierte en él, sugiere
Malraux en Lázaro, "el actor de un mito arcaico"
prometido al suplicio. Pues únicamente el hombre que sufre, del monte de los
Olivos al patio de escuela de Shangai, tiene el poder de exorcizar lo infernal,
por poco que posea lo que Malraux llama "el sentido del don", sin que
por ello dé una connotación cristiana, a menos que hable ahí de una comunión de
los santos sin lo divino.
LA
MUERTE EN TODOS SUS ESTADOS
Cuando Goya
graba Los desastres de la guerra o pinta el Tres de
mayo, busca representar a las víctimas más que a los verdugos. En la tela,
la fiesta de los colores es para los que van a morir, y osa poner en primer
plano el rostro de un fusilado ya ejecutado por el pelotón compacto de los
soldados. Este cadáver que nos da el frente, con los brazos levantados por
encima de la cabeza sangrante, no es la imagen del horror mórbido, sino de la
dignidad humana asumida hasta en la muerte. El André Malraux novelista no
procede de otra manera.
Como Goya,
primero nos da a ver el color. Malraux es el pintor del rojo y del negro —la
sangre y el luto: "Una vez más, en este país de mujeres de negro, se
levanta el pueblo milenario de las viudas" (La esperanza) —que se
destacan en un constante violento al lado del sol, las piedras, las nubes, las
sábanas o los sudarios, las camisas, las flores. Encontramos esta oposición de
los colores de la muerte en muchas otras escenas de La condición humana, La
esperanza y, aunque en menor medida, en Los conquistadores y
en Los ahogados de Altemburg, mientras que el universo carcelario
de El tiempo del desprecio ofrece del fondo del calabozo un
sufrimiento incoloro que sólo se tiñe de las visiones alucinatorias del hombre
apaleado. Así, después del asalto al Alcázar por los milicianos, "la
sangre de los cuerpos, brillando al sol, cubría poco a poco una piedra blanca y
plana, de una pureza de azúcar". El blanco es más bien el color de lo
mineral y lo vegetal o, a través del brillo del sol, la presencia real del
destino, como la utilizará Camus en la escena del asesinato del árabe en el
punto central de la arquitectura novelesca de El extranjero. A este
blanco, el hombre añade un color bastante extendido en la naturaleza, a la vez
cálido, brillante y violento, el color mismo de su vida que se funde con la
sangre que la irriga. Este único color rojo testimonia la condición humana
porque postula un cuerpo, una existencia, un sufrimiento, un sacrificio al
final de la esperanza.
Después del
ataque al hotel Colón en julio de 1936, en la plaza de Cataluña en Barcelona,
"unas camillas pasaban, vacías y manchadas de sangre [...] Algunos
vendedores de flores habían lanzado sus claveles al paso de las camillas, y las
flores blancas estaban sobre la sangre, junto a las manchas". También hay
que hacer notar que estos colores son los de las corridas de toros: el blanco
es la arena del lado del sol y el hábito de la luz; el negro es la arena del
lado de la sombra y las vestimentas de los ayudantes o el sombrero andaluz que
los aficionados llevan a Sevilla; el rojo es a la vez la capa del destino y la
sangre de la víctima. Así, cuando Manuel llega a un poblado después de la
ejecución sumaria de tres guardias civiles, la escena se describe como después
de una muerte de corrida: "Los cuerpos habían caído sobre sus vientres,
con las cabezas al sol, los pies a la sombra. Un gatito espumoso colgaba sus
bigotes sobre el charco de sangre del hombre de nariz chata."
Encontramos
escenas de esta misma naturaleza en La condición humana, escritas
como hubiera sido pintado un cuadro expresionista, como el ataque al puesto de
policía en Shangai por los hombres de Tchen, cuando los insurgentes suspendidos
del techo caen sobre sus propias granadas: "Una intensa explosión resonó
en el patio; a pesar del humo, una mancha de sangre de un metro apareció en el
muro. Éste estaba cubierto de sangre y carne." Del mismo modo, la emoción
del lector se ve provocada por la sangre en la escena en la que Hemmelrich, que
empezaba a sentirse desgarrado entre sus simpatías revolucionarias y su apego a
su mujer china y su hijo enfermo, descubre los cuerpos mutilados de los suyos
en su tienda barrida por la granada: "A través de sus
suelas, sintió el piso pegajoso. Su sangre. Permaneció inmóvil, sin atreverse a
mover, mirando, mirando... Descubrió por fin el cuerpo del niño junto a la
puerta que lo ocultaba [...] Hemmelrich respiraba apenas en el olor a sangre
vertida."
Esta
presencia abundante de la sangre en las novelas de Malraux ha impresionado a
numerosos críticos que han prestado intenciones perversas al arcángel rojo de
los años treinta. Roberto Brasillach lo compara primero con Sade por su
erotismo cuya sutil perversidad está ligada al heroísmo: "El heroísmo se
mezcla maravillosamente con el gusto de la sangre y los suplicios, hay ahí todo
un olor carnal, poderoso y peligroso." Luego intenta un paralelo
entre Los conquistadores y Los réprobos, de
Ernst von Salomon, gritando: "¡La sangre es el maestro del Sr. André
Malraux!" Brasillach cree haber encontrado en ello la explicación del
gusto malsano del heroísmo en Malraux. Es cierto, el erotismo no está ausente
de este cuerpo a cuerpo con la muerte, aun si pocas mujeres se ven mezcladas, y
aun si la guerra vuelve casto, como se dice en La esperanza. El
aventurero Perken de La vía real, acordándose de la exaltación que
proviene de lo absurdo de la vida en el momento en el que se cree morir, ve a
la muerte "como una mujer desvestida. Desnuda, repentinamente..." y
en La condición humana, May confiesa a Kyo su adulterio con Legle y
lo explica como una sobreactivación del erotismo ante la conciencia del
peligro: "En cuanto hay más heridos, más se acerca la insurrección, más se
acuestan." Hay un orgasmo de coraje en el guerrero, una exaltación de la
sangre como comunión fraternal, una provocación erótica de la muerte puesta al
desnudo. El momento de verdad que busca el aventurero en la dimensión trágica
de su destino conlleva este precio.
LA MUJER
HACE CUERPO CON LA MUERTE
Ahora bien,
para Malraux, la mujer hace cuerpo con la muerte. No solamente todos los héroes
de Malraux están fascinados por la muerte, sino que algunos hacen el amor con
ella, como Ferral, el hombre de negocios de La condición humana,
presidente de la Cámara de Comercio francesa, quien sólo espera de la cortesana
china que cree poseer "la única cosa de la que estuviera ávido: él
mismo", y se da cuenta en este acto de que en la pintura tibetana por
encima de él figura su propia copulación con la muerte: "En un mundo
decolorado en el que erraban unos viajeros, dos esqueletos exactamente iguales
se estrechaban en trance." De la misma manera, Perken, herido en los Moís,
condenado por los médicos que han diagnosticado una artritis supurosa de la
rodilla, llama a una prostituta con la cual cree experimentar un goce
compartido y una verdadera comunión, pero en el mismo orgasmo toma conciencia
de su soledad porque "sólo se posee lo que se ama. Preso en su movimiento,
sin libertad para devolverla a su presencia arrancándose de ella, cerró los
ojos él también, se lanzó sobre sí mismo como sobre un veneno, ebrio de
convertirse en nadie, a fuerza de violencia, ese rostro anónimo que lo cazaba
hacia la muerte". La cortesana que fascina al aventurero sólo es la muerte
bajo la máscara de la sexualidad. Solamente es mujer por su apariencia, ya que
no es ni el amor ni la compasión. Ella es, pues, la rival de la piedad —la otra
mujer maltusiana— que lleva en sí, en una eterna gestación, el dolor y la
esperanza del mundo.
Malraux
pintor expresionista también tiene de la muerte una experiencia completamente
olfativa. Una ciudad donde se mata está impregnada de maldición: la atmósfera
viciada por el olor de los cuerpos en descomposición. El narrador de Los
conquistadores, que entra con Garine a la sala de reunión donde los
cadáveres de los rehenes ejecutados por el terrorista Hong fueron puestos
contra el muro como piadosos, tiene el aliento cortado por este espectáculo
hiperreal antes de tener otra revelación: "Ahora vuelvo a encontrar mi respiración
y, con el aire que aspiro, me invade un olor que no se parece a ningún otro,
animal, fuerte y feo a la vez: el olor de los cadáveres." Nube
intempestiva que flota sobre la ciudad china de Shangai después de la
insurrección y desembriaga instantáneamente a Clappique, a la salida de la sala
de juegos donde acaba de perder en la ruleta el dinero para su huida: "El
olor de los cadáveres de la ciudad china pasó, con el viento que se levantaba
de nuevo. Clappique tuvo que hacer un esfuerzo para respirar: volvía la
angustia. Soportaba más fácilmente la idea de la muerte que su olor." La
muerte, curiosamente en Malraux, también remite al hombre al estado de carne
que ya hemos visto bajo los ojos de Manuel en La esperanza: el
gatito espumoso bebiendo la sangre del guardia civil de nariz chata; al mismo
estado que, en La condición humana, Hemmelrich que vela a su hijo
atacado de mastoiditis y a su mujer enferma, es preso de un sentimiento macabro
y quizá premonitorio: "El olor de los cadáveres con los que se encarnizaban
indudablemente los perros, muy juntos en las callejuelas, entraba a la tienda
con un sol confuso." La bestialidad de la guerra en la que los hombres se
matan entre sí, del cuchillo a la bayoneta, de la espada al fusil, donde —como
lo descubre Manuel— "la guerra es hacer lo imposible para que pedazos de
fierro entren en la carne viva"; sin embargo aquella guerra es la más
humana a la vista de la muerte química, que parece levantarse del Espíritu del
Mal o del castigo bíblico, porque remite al hombre a lo mineral o a lo vegetal
sin mermar su carne. Es así como el lugarteniente Berger resiente el
espectáculo de las trincheras rusas atacadas con gases asfixiantes en el
Vístula: "Lo que turbaba a mi padre, más que esos ojos color de plomo, más
que esas manos retorcidas en el aire vacío, era que no hubiese heridas. Ni
sangre." Pues lo demoníaco surge en un cielo sin pájaros, en un osario de
cuerpos mohosos en los que la muerte ya no pone manchas de sangre, en una
vegetación osificada y petrificada que ha cesado de parecerse al mundo de los
humanos, donde la muerte misma tiene aún los colores y los olores de la vida.
El pintor
tiene también su plástica, nos da a ver verdaderas instantáneas de la muerte
describiéndonos los gestos del hombre al que asesinan. Así, ese enemigo
alcanzado en su carrera que observa Ramos en La esperanza:
"con un brazo al aire y las piernas tajadas como si tratara de asir a la
muerte saltando", o bien en el transcurso del ataque al puesto de policía
de Shangai por los insurgentes del Kuo Min Tang: "Bajo el tiro de los
policías en las ventanas, dos habían caído en medio de la calle, con las
piernas sobre el pecho, como conejos hinchados." Es una imagen que volverá
a aparecer en La esperanza, cuando el ataque en el Tajo por el
coronel Jiménez" "Veinte milicianos ya habían caído en los peñascos,
hinchados con los brazos en cruz, o los puños sobre el rostro como si se
hubieran protegido." Hay en todas estas imágenes la idea de que la vida no
está destinada a detenerse, que la muerte —Malraux como Goya la representa con
guadaña— interrumpe un destino en plena carrera y participa en ello del absurdo
que es nuestra nueva dimensión trágica. Es así, y sólo así, como el aventurero
soporta y acepta la idea de la muerte. El espectáculo de esos gestos en su
último crispamiento, esos pechos abiertos, esos cadáveres hediondos, de la
muerte puesta en todos sus estados como la representación de una fatalidad por
el artista expresionista, contribuye paradójicamente a una tentativa de
humanización del mundo.
EL
PINTOR DE LA CRUELDAD ES UN HOMBRE COMPASIVO
¿El pintor
de los campos de batalla, las insurrecciones, el terrorismo, las ejecuciones,
las salas de tortura, cedió al vértigo de la crueldad? Emmanuel d’Astier,
intentando un retrato de Malraux, afirmaba: "Hay quienes para disfrutar de
la vida necesitan sentir la muerte." ¿Celos intelectuales? Malraux ironiza
sobre su propio caso en Los ahogados de Altenburg: "A los
intelectuales no les gusta que ninguno de los suyos se acerque a la acción;
pero si alguno lo logra sienten más curiosidad que nadie."
La acción
no es para el novelista André Malraux la única forma de conocimiento de la
crueldad. También está lo imaginario, ya que no participó ni en la Revolución
china ni en la resistencia comunista en Alemania a principios del nazismo.
Ahora bien, en las seis novelas hay escenas de crueldad: torturas, asesinatos,
sufrimientos, ejecuciones. Lo real histórico no contradijo lo imaginario
literario. Aun si Malraux no siempre es un testigo digno de fe —varias veces se
le descubrió en flagrante delito de mitomanía—, su visión es justa en la
pintura del horror moderno. Si hay tantas ejecuciones, asesinatos, atentados,
Jean-Marie Domenach hace notar que "es cierto, algunos de los personajes
de Malraux ceden a la fascinación por la muerte; su asco por sí mismos se
vuelve un furor de asesino [...] Pero aun en todos los homicidas, la violencia
nunca toma el carácter abstracto, mecánico, que hay en los funcionarios
hitlerianos [...] siempre se trata de un asunto personal, un cuerpo a
cuerpo". Por supuesto, pensamos en la figura atrayente del Tchen de La
condición humana, habitado por la fascinación de la muerte. Sólo podrá
liberarse de ella al lanzarse con su bomba bajo el coche de Chang Kai Shek.
¿Pintor de
la verdad u hombre de compasión? Es cierto, Malraux novelista volvió a darle su
dimensión a lo demoníaco, pero sus asesinos, como en Dostoievski, igualmente
tienen un rostro de víctima. Lo diabólico también forma parte de lo humano. El
hombre, que da muerte por rebelión o por ideal revolucionario, se siente
desgarrado por la pérdida de los suyos. Es alcanzado por el sufrimiento de los
demás y a veces incluso por el de su propia víctima. Malraux es antes que nada
el pintor de la compasión en tanto que busca, en los repliegues más negros de
la historia del siglo XX, lo que puede salvar al hombre de lo inhumano. Entre
dos compañeros de aventuras, Claude Vannec y Perken, se crea más que una
comunidad de intereses en la búsqueda de las estatuas de La vía real:
un vínculo inexpresado de estima secreta en el rechazo a la sumisión, la
sociedad, la vejez, en una comunión de razones de vivir y de morir. Es ese lazo
que se expresa en la mirada que Claude posa en Perken condenado por el médico:
"Había en esa mirada una complicidad intensa en la que se enfrentaban la
punzante fraternidad del valor y la compasión, con la unión animal de los seres
frente a la carne condenada." Pero la compasión puede existir también por
un adversario que en el momento precedente buscaba matarlo. Tchen corre el
riesgo de ser quemado entrando a la sala de policía del puesto de Shangai para
desatar a un policía prisionero cuya pierna fue arrancada por una granada:
"El sentimiento que experimentaba era mucho más fuerte que la piedad: él
mismo era ese hombre maniatado." Hay ahí una verdadera identificación en
beneficio de la víctima. Es la humanidad entera que muere por partes en cada
muerte individual, pero lo que estremece nuestra sensibilidad es la impotencia
humana frente al sufrimiento. Por esas mismas razones, Kyo es recorrido hasta
las uñas por el grito "agudo y ronco, sufrimiento y espanto a la vez"
del loco bajo el látigo del guardia entre los comunistas encerrados en el patio
de la escuela; Kassner es turbado por el pasadizo de tabaco de su vecino de
celda, culpable de haber intentado comunicarse con él golpeando el muro. Kyo y
Kassner, los dos jefes comunistas, se encuentran así puestos en la misma
situación sin salida. También Katow, que le da a Souen su cianuro porque cree
tener más fuerza que él para sobreponerse a la impotencia, el servilismo, el
sufrimiento en el suplicio, haciendo así un "don mayor que su vida".
Pero las
mayores escenas de compasión en las novelas de Malraux son por supuesto el
descenso de los heridos hacia Valdelinares, después del accidente del
multiplaza en diciembre de 1933 en la sierra de Teruel, episodio del libro y la
película La esperanza; y la inmensa ola de piedad que precipita a
los infantes alemanes sobre las trincheras rusas para intentar salvar algunas
vidas de sus adversarios, atacados con gases asfixiantes en Los
ahogados de Altemburg. Provistos de máscaras antigás, descienden a las
fosas contaminadas para echarse a la espalda un soldado ruso que respira aún y
conducirlo a las ambulancias alemanas. Esta compasión traiciona,
indudablemente, primero el vértigo del hombre frente a su capacidad de
destrucción, pero quizá haya también en estos guerreros, en el sobresalto de la
humanidad que los conduce a salvar a los que tienen la intención de destruir,
una idea de redención, de reparación de un acto contra natura que
escapa a las leyes mismas de la guerra y los condena a los ojos de la historia,
si no es que a los de su propia conciencia. A pesar de que los campesinos de
Linares que escoltan el cadáver de Saidi y los aviadores heridos volviéndolos a
bajar de la sierra de Teruel sobre camillas, no provocaron este sufrimiento
humano, ellos participan del dolor de los combatientes cuya carne asesinada se
disimula bajo las vendas, y forman de dos en dos todos los cuerpos
traumatizados de la República Española. El silencio tenso y atento de los hombres,
los sollozos mudos de las mujeres que rodean "la marcha solemne, primitiva
de estas camillas [...] este ritmo acompasado con el dolor en tan largo
camino", no son los de tristes funerales, sino más bien la imagen de un
descenso del calvario, con la esperanza del renacimiento que el hombre no puede
impedirse entrever al término de toda agonía.
UNA
INICIACIÓN AL MÁXIMO DE HUMANIDAD
Hay algo de
religioso en esta unión sagrada de los revolucionarios, los militantes y los
combatientes que la muerte reúne bajo el mismo destino e introduce en el mismo
paraíso de los héroes, más allá de las diferencias ideológicas o las
oposiciones nacionales. A este paraíso de los héroes, al que todos son llamados
y algunos son elegidos, el aventurero, el militante, el combatiente sólo pueden
acceder mediante una doble prueba de iniciación: el valor frente a la muerte y
la solidaridad frente al sufrimiento. Esta comunión fraternal de los héroes es
la réplica de lo que el cristianismo llama la comunión de los santos. Es la comunión
de la salvación: la condición humana salvada por la solidaridad —esa caridad
sin la gracia— y la fraternidad, que Malraux expresa claramente en La
esperanza en boca del italiano Scali: "Los hombres unidos a la
vez por la esperanza y la acción acceden, como los hombres unidos por el amor,
a dominios a los que no accederían solos." Entre ellos, algunos son
elegidos por el destino para afrontar lo trágico hasta el martirio, es decir,
hasta el don de sí concedido para un valor que lo sobrepasa: Tchen o Katow
en La condición humana, el capitán Hernández en La
esperanza. Alrededor de estos hombres sufrientes y en espera de su
martirio, aceptado como una nueva redención para salvar a la condición humana,
el pueblo de los humillados forma una verdadera Iglesia: "Por doquiera que
los hombres trabajen en la pena, lo absurdo, la humillación, uno pensaba en
condenados semejantes a aquéllos como los creyentes oran; y en la ciudad,
empezaba a amar a estos moribundos como si estuvieran ya muertos." Aquí,
el santo y el héroe se confunden en una misma religión de fraternidad y una
misma mística de muerte como sacrificio y valor de redención. El hombre
malrauxiano, poseído por la esperanza, vive en ella con exaltación —si no con
éxtasis, como lo pretendía Sartre— una iniciación al máximo de humanidad por el
hecho de compartir y por el don que da no solamente un sentido a su vida y a su
muerte, sino que vuelve el mundo inteligible al integrar a la muerte, de nuevo
sacralizada, en la historia.
Traducción
de Adriana Flores Richaud
_____
De LA
JORNADA, 10/07/2005
Imagen: Goya/Los desastres de la guerra