Pablo
Cingolani
Nueva Orleáns: el
rey Zulú y el monarca del blues están llorando. Su calle más renombrada, donde
nació el jazz –la música que revolucionó el siglo XX- recuerda el nombre de la
casa real española, la casa de los Borbones. Allí en el delta del río Misisipi,
en medio de los pantanos (¿Recuerdan al “Lagarto Juancho?”), sólo se
aventuraban los corsarios, los buscadores de tesoros, los perseguidos. África
en América: los esclavos que trajeron los franceses para sus plantaciones de
algodón y caña de azúcar, signaron de color y de cultura al territorio,
bautizado en homenaje a otro rey como Louisiana, y así siguió cuando los
emergentes yankees lo compraron. Allí quedó el barrio francés (inmortalizado en
Pretty Baby) y allí nació no sólo la música sino Truman Capote, uno de los
grandes escritores del norte. Pero la marca es negra, el espíritu es negro, el
alma es negra. Nueva Orleáns: hoy es hambre, desesperación y muerte. Hambre
negro. Desesperación negra. Muerta negra.
No quiero repetir
los argumentos que están dando la vuelta al mundo. En todo caso, lo
apocalíptico de la situación lo dice todo. La inevitable comparación con el
accionar y los gastos del gobierno norteamericano en la criminal guerra que
lleva adelante contra el pueblo irakí, también. Sólo habría que agregar que la
crueldad sin límites que los gringos han demostrado tener en sus invasiones a
Afganistán y a la patria del Eufrates, en su ignominiosa prisión de Guantánamo,
la están mostrando con su propio pueblo y con el grupo más vulnerable y más
emblemático de esa pretendida comunidad de hombres libres que son los Estados
Unidos de Norteamérica: los negros. África en América: igual que en el
continente del cual fueron secuestrados y traídos a la fuerza como esclavos
–una de las páginas más asquerosas y degradantes de la historia del
capitalismo-, la catástrofe y sus secuelas tienen los mismos rostros de
desgarro, la misma impotencia, el mismo color en la piel. Son negros en Nueva
Orleáns y en Sierra Leona, son negros en Louisiana y en Angola. Para la oligarquía
WASP –Blanca, anglosajona y protestante- los negros –pobres, excluidos,
marginados- no cuentan. Le dieron sensibilidad a ese país de puritanos
temerosos de Dios que era la patria de los refugiados del Mayflower y les pagan
con desprecio, con indiferencia, con balas del ejército.
Pero ver a las
mujeres y a los niños afro norteamericanos llorar frente a las cámaras, pedir
comida a gritos, sacudirse de espanto y dolor no me remite al núcleo de acero
de ese poder, a Washington, a los halcones, a la razón de ser del Imperio.
Por el contrario,
para nosotros, americanos del sur, creo que es un espejo despiadado donde
mirarnos. Donde mirar dónde está nuestra hambre, dónde está nuestra
desesperación, dónde está nuestra muerte. Y nuestro hambre, nuestra desesperación
y nuestra muerte está a la vuelta de la esquina, está cuando salimos a la
calle, está adentro de nuestras casas.
El indio en
Sudamérica es lo mismo que el negro en Norteamérica: despreciado, excluido,
marginado. Sufriendo cada tanto a los Katrinas de este lado del mundo pero
también sufriendo a los gobiernos que creen que el espejo donde mirarse es ese
gobierno y ese modelo que maltrata a su gente tanto como la ha maltratado la
naturaleza.
Miremos a Nueva
Orleáns para mirarnos a nosotros mismos. Si bien es cierto que la naturaleza no
perdona nunca –sin excluir a la nación que se caga en el Protocolo de Kyoto-,
poco ayudaremos a minimizar los riesgos de esta convivencia que siempre debería
ser armoniosa, buscando las soluciones a nuestros propios problemas en las
fórmulas que vienen de arriba. Hoy estamos viendo que –igual que aquí cuando la
gente reclama pan- la primera respuesta que tiene el poder para los pobres es
la misma en Nueva Orleáns que en La Paz: meterles bala. Sueños de Mardi Gras,
sueños de bourbon en una calle cualquiera, gritando los blues a la luz de la
luna, sueños de Nueva Orleáns. ¡Cómo duele Nueva Orleáns! ¡Cómo duele
Sudamérica!
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Del archivo del
autor
Foto: Muñeco vudú
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