Wednesday, July 18, 2012

Imágenes perdurables, historias difusas


Christian J. Kanahuaty

Pocas veces me he dedicado a hablar mal de un escritor famoso. La verdad no es que hable mal de nadie habitualmente. Es mejor el silencio. Lo que sucede es que de un tiempo a esta parte siempre me han preguntando si me gusta o no Gabriel García Márquez. Supongo que todo tiene que ver con las noticias que circulan: que tiene demencia senil y que su memoria cada vez es más esquiva y borrosa. Y claro, todos entienden que el “Boom de la literatura” latinoamericana no sería el mismo o mejor dicho, hubiera ocurrido de otra forma si no hubieran existido piezas como Cien Años de soledad, El Coronel no tienen quien le escriba y El amor en tiempos del cólera.

El Boom latinoamericano

Sería un juego de especulación de lo más interesante hablar de qué hubiera pasado con los escritores latinoamericanos si nadie, pero nadie, se habría dado el trabajo de escribir Cien años de soledad. Y claro, quizá la consecuencia más clara se encontraría, lo quiera Alejo Carpentier o no, en la noción de realismo mágico. Todos señalan, sabiéndolo o no, que es en la novela del colombiano que empieza a tejerse la insoportable realidad mágica. Aquello que para los ojos de lectores lejanos a estas tierras que surgen al sur del río Bravo, era pura fantasía y mito.

Más allá de las anécdotas y lo épico que puede ser que una variada generación de escritores haya coincidido y sobre todo emprendiera el camino de escritura narrativa fuera de las fronteras de sus países, lo importante es que todos fechan el inicio del boom en 1967, fecha en fue publicada por primera vez, Cien años de soledad

Cuando uno empieza a decidir que quiere escribir, todas las voces que uno encuentra en el camino, dicen lo mismo. “Debes leer El Quijote y a García Márquez”. Por suerte no aumentan: “Ahí está todo”. Eso habría sido una exageración, al menos para mí. Así que como son los libros quienes eligen a sus lectores, esos libros, tardaron mucho en llegar. Así que cuando por primera vez leí Cien años de Soledad, no pude sentir todo aquello que mis amigos y amigas sentían. Supongo que es un defecto en mí. No sentir todo aquello que los demás sienten y sentir las cosas que no son muy comunes de sentir. Y aunque lo anterior puede dar a entender mal las cosas, me apresuro a decir que hablo sencillamente de lo que produce la lectura en una persona, sólo a eso me remito.  

Pero bueno, el boom, mi Boom personal en todo caso, tiene que ver con  las siguientes novelas. Mencioné hace un momento que Cien años de soledad salió allá por 1967. Pero veamos un poco, como estaba el asunto, al menos de manera restringida, porque aquí no hay espacio para hacer un repaso real de la lista de nuevas publicaciones de las editoriales de entonces. El túnel de Ernesto Sabato fue publicado en 1948. Pedro Páramo de Juan Rulfo se publicó en 1955. José Donoso, para 1957 publicaba Coronación, ese mismo año Manuel Puig, publicaba La Traición de Rita Hayworth; La región más transparente, de Carlos Fuentes fue publicada en 1958; y Mario Vargas Llosa, logrando el premio Biblioteca Breve Seix Barral de 1963, publicaba La ciudad y los perros.

El boom personal

Hago mención a éstos títulos, primero porque visto desde la evolución, al menos en términos de producción, de decir qué novela salió primero, la novela del colombiano resulta la penúltima. Esto en sí mismo no quiere decir nada. En realidad es azar, dirán algunos, pero no tanto. Lo que se ve es que Cien años de soledad no significaba nada nuevo, en el contexto latinoamericano de esos años. Pedro Páramo y La región más transparente prefiguran universos y estilos que se escapan a la prosa del colombiano. En lo personal me gusta más lo que Rulfo y Fuentes proponen, no sé porque me gusta más Susana San Juan, imaginarla, escucharla y verla a través del terroso paisaje o incluso me agrada más estar en medio del bullicio con el cual Fuentes construye y reconstruye la ciudad de México,

Incluso ¿quién no ha sentido cierto escozor o duda o perplejidad cuando Juan Pablo Castel habla con la tal María Iribarne? El túnel de Sabato planea problemas que se presentan aún hoy. Quizás -y esto es pura pretensión mía-, ahí radica el valor de una novela, que las sensaciones de los personajes de una novela no se pierdan en el tiempo. Desde 1948 hasta hoy esos sentimientos, no han cambiado, los celos, el horror y la desesperación siguen vigentes y configuran las actitudes de los sujetos.

Me pongo a revisar diarios, películas, reseñas y crónicas y jamás se anota que una lluvia dure, pongamos más de tres días. Tampoco vemos que pequeños ríos de sangre conecten las casas de los pobladores.


Imágenes perdurables


Y bueno, por supuesto que tampoco, encuentro noticias de muertos que hablan con los vivos, o muertos que hablan entre sí. Pero por alguna razón, lo que Rulfo nos cuenta me parece mucho más cercano y real que lo que escribe García Márquez. Por extraño que parezca a todo el mundo, me agrada más pensar nuestro continente más desde los ámbitos dispuestos por Puig, Donoso y Rulfo.

Las imágenes que propone en, por ejemplo, El coronel no tiene quien le escriba o todas aquellas sentencias sobre el amor en El amor en los tiempos del cólera, la verdad que no me dicen mucho. Me gusta ese gesto sobre la lectura que existe en El amor en los tiempos del cólera, un tipo que empieza a hacerse notar a partir del hecho de mostrarse todo el tiempo leyendo o con un libro entre manos. Me gusta eso. Esa afirmación de que el libro habla del lector, y de que las palabras no son necesarias, que simplemente uno debe mostrarse leyendo, para que sepan, los demás, qué tipo de persona eres. Pero más allá de ese gesto, no me gusta mucho la novela, me parece muy larga. Muy puntillosa, y no quiero decir que eso este mal: La región más transparente o incluso Casa de campo de Donoso, son así o más, puntillosas. Pero hay algo en la escritura del colombiano que no me gusta.

Con El Coronel no tiene quien le escriba me di cuenta. Y por eso escribo estas líneas. Quisiera sin embargo, detenerme en Vargas Llosa por un momento. Reconocer que me parece muy complicado seguirlo; eso tiene dos cosas la primera es que sólo leí una novela de él: La ciudad y los perros. La segunda es que me gusta ese reto que te pone. La idea de que leer no es un acto tan fácil y rápido. Cosa muy contraria a la que ocurre en la narrativa de Puig, por ejemplo. Y aquí cabe una aclaración: cuando digo rápida y fácil, lo digo sólo en términos de estilo y de estructura narrativa, no del tema que se toca. Puig podrá decirte las cosas más complicadas y feas, bajo el formato del folletín y del dialogo permanente. Quizá por ellos el mismo Vargas Llosa no lo tomaba en serio. No pensaba que Puig fuese un escritor de verdad. Esos mismos temas en las manos del peruano, son inagotables y consumadamente complicados. Ese aliento largo me gusta. Me hace pensar que aún hay riesgos que tomar en la narrativa. Con Puig también uno lo sabe. Basta con Boquitas pintadas o El Beso de la mujer araña para saber qué en Manuel Puig y en General Villegas hay mucho más que dilatados diálogos.

Pero estaba hablando de las imágenes. A mí, en todo caso, las imágenes del gallo eterno que se consume las monedas del coronel a base de maíz, me agrada un poco. Pero la que me parece de una sutil belleza es la permanente imagen de una cuchara o un cuchillo raspando el taro de café. Siento cuando leo esas líneas el ruido del metal contra el metal. El aluminio rasgado por la plata. Y hasta creo visualizar como esos granos pegados y sólidos de café se desprenden del tarro. Esa imagen me encanta. Pero lo demás que ocurre en la novela, no sé por qué, no termina de gustarme. No sé si es que encuentre algo falso en ella. O que simplemente no sienta nada cuando leo la historia de esa pareja que lentamente se va muriendo. No sé, o, bueno, no sabía.


Historias difusas

No logro concretar muy bien algunas de las historias de García Márquez, en términos generales sé de qué van, pero aún así, no logro verlas de manera global. En cambio la de Rulfo, si bien recuerdo algunas imágenes, recuerdo de qué va y cómo resulta todo. igual con Puig y con Vargas Llosa. Esas historias de alguna manera no se han perdido. Pero las del colombiano se han vuelto difusas, perdidas entre tantas otras, que, pongamos, leí sin prestarles mucha atención. Hay algo que pasa, porque incluso en una novela tan llena de imágenes como La muerte de Artemio Cruz (de Carlos Fuentes), éstas no me molestas, ni tampoco lo hacen aquellas que surgen en Coronación o en El lugar sin límites (de José Donoso).

Y durante los últimos meses me he preguntado a qué se debe mi desamor por García Márquez. ¿Por qué me siento a escribir sobre él? Cuando lo mejor sería no leerlo más y dejarme de molestar. ¿Para qué decir todo lo anterior? Cuando la próxima vez que me pregunten sobre él, simplemente puedo decir: “No me gusta” y punto, se acabó. Pero no así, no se acaba. Los colegas escritores, los amigos que piden recomendaciones y las amigas que quieren leer más y que han disfrutado de García Márquez, siempre, siempre, responde: “¡Pero, ¿por qué?!”


Básicamente porque es cursi. Y ojo, no es que esté en contra de lo cursi y lo meloso, pero me parece que lo cursi y lo meloso, incluso lo romántico, tiene un contexto. Fuera de ese contexto no parece cursi. Pero en realidad, no me gusta la forma en que se detiene en hacer creer que las situaciones más horrorosas son incluso vívidas de manera festiva por los habitantes de este lado del mundo. Ninguna pena es tan mala y ninguna muerte es tan trágica. Lo siento, a mi me gusta el drama y tengo muy poca capacidad de reírme de las cosas malas que suceden. Creo que soy irónico cuando tengo ganas de molestar, e incluso puedo ser muy mordaz y ver el lado amable a las cosas chuecas; pero la verdad es que no me siento cómodo cuando leo a García Márquez y la forma en que se empeña en detallar las cosas, con el objetivo de que se pierda el dolor a base de detalles. No me parece. Cuando Rulfo, Fuentes, Puig o Donoso, detallan cosas, no les ves ese sesgo, ellos son bastante fríos sin dejar de estar implicados y generosos en sus metáforas y juegos de tiempo, con Puig por ejemplo uno reconoce esa faceta de lo cursi, lo feliz, incluso y lo agradable y llevadero; pero no se la ve como una carga, sino como algo que surge de los personajes mismos. Quizá por ello sea el diálogo la forma que él escogió para contarnos todas aquellas historias. Con García Márquez uno sabe que él es en parte el narrador y ahí, en ese espacio, siento que hay un juego medio indecente. Me parece que fuerza las situaciones para sacarles partido y llevarlas a su terreno. Aquel donde él se siente cómodo, no donde sus personajes se sienten cómodos. En Pedro Páramo uno se da cuenta de eso. Hay cierta incomodidad por parte de Rulfo a la hora de contarnos esa historia, pero no hay otra forma. Sabe, perfectamente, que esa historia no le corresponde a él, sino a sus personajes. Ellos le dictan las acciones futuras. De otra manera: él es el instrumento de sus personajes. Cosa que ocurre al revés en la narrativa de García Márquez. Incluso con Fuentes uno siente que los cientos de personajes, antes de ingresar a la novela propuesta por él, han firmado un contrato donde dice que las cosas se contarán primero: tal como ocurrieron y segundo: acorde a lo que ellos crean convenientes. La fábula de Cien años de soledad puede tener algo de esto. Pero, lo cierto es que noto que toda esa historia está demasiado construida antes de empezar. Los momentos más sorprendentes sólo son dulces, cursis y sensibles, porque ni el escritor se sorprendió cuando los escribió. 

Y sí, las historias crueles, densas, en algo oscuras y no tan felices son aquellas a las que siempre regreso. Supongo que por ello nunca he podido escribir una historia feliz. Aunque lo intenté. Pero no está en mí. Aquello que el Donoso de Coronación o de La Desesperanza nos muestra sobre las facetas del amor, de la separación y de los recuerdos de una vida, que se va extinguiendo, me parecen más efectivos que el trabajo realizado por García Márquez. Hasta aquí quedó claro que hay que revisitar a los autores del Boom (he dejado de lado a dos fundamentales: Julio Cortázar y Juan Carlos Onetti, no por desidia o por mala fe, sino porque ambos me parece que necesitan otro tipo de tratamiento y lo cierto es que de Onetti sé muy poco, como dice el documental español recientemente comercializado: Nunca leí a Onetti o no de la forma adecuada; me distraigo mucho. No logré terminar ninguno de sus libros salvo el cuento El Pozo. Y bueno, Cortázar. Cortázar es un universo, no insondable, pero sí interminable. Quizás la novela que se hubiera ajustado a este texto hubiera sido: El Libro de Manuel, pero ese libro significa para mí otras cosas, otras experiencias de lectura al igual que la obra de Alfredo Bryce Echenique, que para muchos, es como el coletazo final del boom, y que de seguro echarán en falta por los temas que aparecen aquí y que seguramente en La amigdalitis de Tarzán o en No me esperes en abril o en La exagerada vida de Martín Romaña habría encontrado ejemplos para reforzar lo anterior; pero prefiero esperar y darle otro espacio y anotarlo de forma diferente a Bryce. También ha quedado explícito qué tipo de autores son los que más me gustan. Y que me gustaría que leyeran más a Donoso, a Puig y a Fuentes, y que releyeran cuántas veces sea posible a Rulfo y a Sábato en vez de seguir y seguir con García Márquez. Porque lo que en el autor de El coronel no tiene quien le escriba es intuición, en los otros es arrebatada y desbordante experiencia.

Del archivo del autor

Imagen: Caricatura de Gabriel García Márquez  

No comments:

Post a Comment