Christian J.
Kanahuaty
Pocas veces me he
dedicado a hablar mal de un escritor famoso. La verdad no es que hable mal de
nadie habitualmente. Es mejor el silencio. Lo que sucede es que de un tiempo a
esta parte siempre me han preguntando si me gusta o no Gabriel García Márquez.
Supongo que todo tiene que ver con las noticias que circulan: que tiene
demencia senil y que su memoria cada vez es más esquiva y borrosa. Y claro,
todos entienden que el “Boom de la literatura” latinoamericana no sería el
mismo o mejor dicho, hubiera ocurrido de otra forma si no hubieran existido
piezas como Cien Años de soledad, El Coronel no tienen quien le escriba y El amor en tiempos del cólera.
El Boom latinoamericano
Sería un juego de
especulación de lo más interesante hablar de qué hubiera pasado con los
escritores latinoamericanos si nadie, pero nadie, se habría dado el trabajo de
escribir Cien años de soledad. Y
claro, quizá la consecuencia más clara se encontraría, lo quiera Alejo
Carpentier o no, en la noción de realismo mágico. Todos señalan, sabiéndolo o
no, que es en la novela del colombiano que empieza a tejerse la insoportable
realidad mágica. Aquello que para los ojos de lectores lejanos a estas tierras
que surgen al sur del río Bravo, era pura fantasía y mito.
Más allá de las
anécdotas y lo épico que puede ser que una variada generación de escritores haya
coincidido y sobre todo emprendiera el camino de escritura narrativa fuera de
las fronteras de sus países, lo importante es que todos fechan el inicio del
boom en 1967, fecha en fue publicada por primera vez, Cien años de soledad.
Cuando uno empieza
a decidir que quiere escribir, todas las voces que uno encuentra en el camino,
dicen lo mismo. “Debes leer El Quijote y a García Márquez”. Por suerte no
aumentan: “Ahí está todo”. Eso habría sido una exageración, al menos para mí.
Así que como son los libros quienes eligen a sus lectores, esos libros,
tardaron mucho en llegar. Así que cuando por primera vez leí Cien años de Soledad, no pude sentir
todo aquello que mis amigos y amigas sentían. Supongo que es un defecto en mí.
No sentir todo aquello que los demás sienten y sentir las cosas que no son muy
comunes de sentir. Y aunque lo anterior puede dar a entender mal las cosas, me
apresuro a decir que hablo sencillamente de lo que produce la lectura en una
persona, sólo a eso me remito.
Pero bueno, el
boom, mi Boom personal en todo caso, tiene que ver con las siguientes novelas. Mencioné hace
un momento que Cien años de soledad
salió allá por 1967. Pero veamos un poco, como estaba el asunto, al menos de
manera restringida, porque aquí no hay espacio para hacer un repaso real de la
lista de nuevas publicaciones de las editoriales de entonces. El túnel de Ernesto Sabato fue publicado
en 1948. Pedro Páramo de Juan Rulfo
se publicó en 1955. José Donoso, para 1957 publicaba Coronación, ese mismo año Manuel Puig, publicaba La Traición de Rita Hayworth; La región más transparente, de Carlos
Fuentes fue publicada en 1958; y Mario Vargas Llosa, logrando el premio
Biblioteca Breve Seix Barral de 1963, publicaba La ciudad y los perros.
El boom personal
Hago mención a
éstos títulos, primero porque visto desde la evolución, al menos en términos de
producción, de decir qué novela salió primero, la novela del colombiano resulta
la penúltima. Esto en sí mismo no quiere decir nada. En realidad es azar, dirán
algunos, pero no tanto. Lo que se ve es que Cien
años de soledad no significaba nada nuevo, en el contexto latinoamericano
de esos años. Pedro Páramo y La región más transparente prefiguran
universos y estilos que se escapan a la prosa del colombiano. En lo personal me
gusta más lo que Rulfo y Fuentes proponen, no sé porque me gusta más Susana San
Juan, imaginarla, escucharla y verla a través del terroso paisaje o incluso me
agrada más estar en medio del bullicio con el cual Fuentes construye y
reconstruye la ciudad de México,
Incluso ¿quién no
ha sentido cierto escozor o duda o perplejidad cuando Juan Pablo Castel habla
con la tal María Iribarne? El túnel
de Sabato planea problemas que se presentan aún hoy. Quizás -y esto es pura
pretensión mía-, ahí radica el valor de una novela, que las sensaciones de los
personajes de una novela no se pierdan en el tiempo. Desde 1948 hasta hoy esos
sentimientos, no han cambiado, los celos, el horror y la desesperación siguen
vigentes y configuran las actitudes de los sujetos.
Me pongo a revisar
diarios, películas, reseñas y crónicas y jamás se anota que una lluvia dure,
pongamos más de tres días. Tampoco vemos que pequeños ríos de sangre conecten
las casas de los pobladores.
Imágenes perdurables
Y bueno, por
supuesto que tampoco, encuentro noticias de muertos que hablan con los vivos, o
muertos que hablan entre sí. Pero por alguna razón, lo que Rulfo nos cuenta me
parece mucho más cercano y real que lo que escribe García Márquez. Por extraño
que parezca a todo el mundo, me agrada más pensar nuestro continente más desde
los ámbitos dispuestos por Puig, Donoso y Rulfo.
Las imágenes que
propone en, por ejemplo, El coronel no
tiene quien le escriba o todas aquellas sentencias sobre el amor en El amor en los tiempos del cólera, la verdad
que no me dicen mucho. Me gusta ese gesto sobre la lectura que existe en El amor en los tiempos del cólera, un tipo
que empieza a hacerse notar a partir del hecho de mostrarse todo el tiempo
leyendo o con un libro entre manos. Me gusta eso. Esa afirmación de que el
libro habla del lector, y de que las palabras no son necesarias, que
simplemente uno debe mostrarse leyendo, para que sepan, los demás, qué tipo de
persona eres. Pero más allá de ese gesto, no me gusta mucho la novela, me
parece muy larga. Muy puntillosa, y no quiero decir que eso este mal: La región más transparente o incluso Casa de campo de Donoso, son así o más,
puntillosas. Pero hay algo en la escritura del colombiano que no me gusta.
Con El Coronel no tiene quien le escriba me di
cuenta. Y por eso escribo estas líneas. Quisiera sin embargo, detenerme en
Vargas Llosa por un momento. Reconocer que me parece muy complicado seguirlo;
eso tiene dos cosas la primera es que sólo leí una novela de él: La ciudad y los perros. La segunda es
que me gusta ese reto que te pone. La idea de que leer no es un acto tan fácil
y rápido. Cosa muy contraria a la que ocurre en la narrativa de Puig, por
ejemplo. Y aquí cabe una aclaración: cuando digo rápida y fácil, lo digo sólo
en términos de estilo y de estructura narrativa, no del tema que se toca. Puig
podrá decirte las cosas más complicadas y feas, bajo el formato del folletín y del
dialogo permanente. Quizá por ellos el mismo Vargas Llosa no lo tomaba en
serio. No pensaba que Puig fuese un escritor de verdad. Esos mismos temas en
las manos del peruano, son inagotables y consumadamente complicados. Ese
aliento largo me gusta. Me hace pensar que aún hay riesgos que tomar en la
narrativa. Con Puig también uno lo sabe. Basta con Boquitas pintadas o El Beso
de la mujer araña para saber qué en Manuel Puig y en General Villegas hay
mucho más que dilatados diálogos.
Pero estaba
hablando de las imágenes. A mí, en todo caso, las imágenes del gallo eterno que
se consume las monedas del coronel a base de maíz, me agrada un poco. Pero la
que me parece de una sutil belleza es la permanente imagen de una cuchara o un
cuchillo raspando el taro de café. Siento cuando leo esas líneas el ruido del
metal contra el metal. El aluminio rasgado por la plata. Y hasta creo
visualizar como esos granos pegados y sólidos de café se desprenden del tarro.
Esa imagen me encanta. Pero lo demás que ocurre en la novela, no sé por qué, no
termina de gustarme. No sé si es que encuentre algo falso en ella. O que
simplemente no sienta nada cuando leo la historia de esa pareja que lentamente
se va muriendo. No sé, o, bueno, no sabía.
Historias difusas
No logro concretar
muy bien algunas de las historias de García Márquez, en términos generales sé
de qué van, pero aún así, no logro verlas de manera global. En cambio la de
Rulfo, si bien recuerdo algunas imágenes, recuerdo de qué va y cómo resulta
todo. igual con Puig y con Vargas Llosa. Esas historias de alguna manera no se
han perdido. Pero las del colombiano se han vuelto difusas, perdidas entre
tantas otras, que, pongamos, leí sin prestarles mucha atención. Hay algo que
pasa, porque incluso en una novela tan llena de imágenes como La muerte de Artemio Cruz (de Carlos
Fuentes), éstas no me molestas, ni tampoco lo hacen aquellas que surgen en Coronación o en El lugar sin límites (de José Donoso).
Y durante los
últimos meses me he preguntado a qué se debe mi desamor por García Márquez.
¿Por qué me siento a escribir sobre él? Cuando lo mejor sería no leerlo más y
dejarme de molestar. ¿Para qué decir todo lo anterior? Cuando la próxima vez
que me pregunten sobre él, simplemente puedo decir: “No me gusta” y punto, se
acabó. Pero no así, no se acaba. Los colegas escritores, los amigos que piden
recomendaciones y las amigas que quieren leer más y que han disfrutado de
García Márquez, siempre, siempre, responde: “¡Pero, ¿por qué?!”
Básicamente porque
es cursi. Y ojo, no es que esté en contra de lo cursi y lo meloso, pero me
parece que lo cursi y lo meloso, incluso lo romántico, tiene un contexto. Fuera
de ese contexto no parece cursi. Pero en realidad, no me gusta la forma en que
se detiene en hacer creer que las situaciones más horrorosas son incluso
vívidas de manera festiva por los habitantes de este lado del mundo. Ninguna
pena es tan mala y ninguna muerte es tan trágica. Lo siento, a mi me gusta el
drama y tengo muy poca capacidad de reírme de las cosas malas que suceden. Creo
que soy irónico cuando tengo ganas de molestar, e incluso puedo ser muy mordaz
y ver el lado amable a las cosas chuecas; pero la verdad es que no me siento
cómodo cuando leo a García Márquez y la forma en que se empeña en detallar las
cosas, con el objetivo de que se pierda el dolor a base de detalles. No me
parece. Cuando Rulfo, Fuentes, Puig o Donoso, detallan cosas, no les ves ese
sesgo, ellos son bastante fríos sin dejar de estar implicados y generosos en
sus metáforas y juegos de tiempo, con Puig por ejemplo uno reconoce esa faceta
de lo cursi, lo feliz, incluso y lo agradable y llevadero; pero no se la ve
como una carga, sino como algo que surge de los personajes mismos. Quizá por
ello sea el diálogo la forma que él escogió para contarnos todas aquellas
historias. Con García Márquez uno sabe que él es en parte el narrador y ahí, en
ese espacio, siento que hay un juego medio indecente. Me parece que fuerza las
situaciones para sacarles partido y llevarlas a su terreno. Aquel donde él se
siente cómodo, no donde sus personajes se sienten cómodos. En Pedro Páramo uno se da cuenta de eso.
Hay cierta incomodidad por parte de Rulfo a la hora de contarnos esa historia,
pero no hay otra forma. Sabe, perfectamente, que esa historia no le corresponde
a él, sino a sus personajes. Ellos le dictan las acciones futuras. De otra
manera: él es el instrumento de sus personajes. Cosa que ocurre al revés en la
narrativa de García Márquez. Incluso con Fuentes uno siente que los cientos de
personajes, antes de ingresar a la novela propuesta por él, han firmado un
contrato donde dice que las cosas se contarán primero: tal como ocurrieron y
segundo: acorde a lo que ellos crean convenientes. La fábula de Cien años de soledad puede tener algo de
esto. Pero, lo cierto es que noto que toda esa historia está demasiado
construida antes de empezar. Los momentos más sorprendentes sólo son dulces,
cursis y sensibles, porque ni el escritor se sorprendió cuando los
escribió.
Y sí, las historias
crueles, densas, en algo oscuras y no tan felices son aquellas a las que
siempre regreso. Supongo que por ello nunca he podido escribir una historia
feliz. Aunque lo intenté. Pero no está en mí. Aquello que el Donoso de Coronación o de La Desesperanza nos muestra sobre las facetas del amor, de la
separación y de los recuerdos de una vida, que se va extinguiendo, me parecen
más efectivos que el trabajo realizado por García Márquez. Hasta aquí quedó
claro que hay que revisitar a los autores del Boom (he dejado de lado a dos
fundamentales: Julio Cortázar y Juan Carlos Onetti, no por desidia o por mala
fe, sino porque ambos me parece que necesitan otro tipo de tratamiento y lo
cierto es que de Onetti sé muy poco, como dice el documental español
recientemente comercializado: Nunca leí a Onetti o no de la forma adecuada; me
distraigo mucho. No logré terminar ninguno de sus libros salvo el cuento El Pozo. Y bueno, Cortázar. Cortázar es
un universo, no insondable, pero sí interminable. Quizás la novela que se
hubiera ajustado a este texto hubiera sido: El
Libro de Manuel, pero ese libro significa para mí otras cosas, otras
experiencias de lectura al igual que la obra de Alfredo Bryce Echenique, que
para muchos, es como el coletazo final del boom, y que de seguro echarán en
falta por los temas que aparecen aquí y que seguramente en La amigdalitis de Tarzán o en No
me esperes en abril o en La exagerada
vida de Martín Romaña habría encontrado ejemplos para reforzar lo anterior;
pero prefiero esperar y darle otro espacio y anotarlo de forma diferente a
Bryce. También ha quedado explícito qué tipo de autores son los que más me
gustan. Y que me gustaría que leyeran más a Donoso, a Puig y a Fuentes, y que
releyeran cuántas veces sea posible a Rulfo y a Sábato en vez de seguir y
seguir con García Márquez. Porque lo que en el autor de El coronel no tiene quien le escriba es intuición, en los otros es
arrebatada y desbordante experiencia.
Del archivo del autor
Imagen: Caricatura de Gabriel García Márquez
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