El ángel que custodia la tumba del rey de la goma está con un ala rota. Este protector de cabecera de don Nicolás Suárez resume el abandono mortal en el que está hundida Cachuela Esperanza, la ciudad perdida del caucho que hace más de 100 años era la billetera gorda de Bolivia.
Don Nicolás Suárez es un mito en este lugar anclado a un costado del río Beni, dentro de la provincia Vaca Díez del departamento beniano, a media hora de Guayaramerín y a 45 km de la frontera con Brasil. Un hombre que vive en una casona comida por los barbechos dice que don Nicolás fue el dueño del pueblo, que lo fundó el 31 de marzo de 1882 y que comandó el boom de la goma amasando una fortuna sin precedentes hasta antes de su muerte ocurrida en 1940. “Yo soy Justo Malale y aquí era el hospital donde atendían médicos llegados de Inglaterra”, dice con una voz de leyenda. Ese lugar, donde se hacían intervenciones quirúrgicas de primer mundo, ahora es un cascarón donde lo más preciado que queda son sus paredes gruesas de adobe y, según testimonios, el eco de los llantos de los recién nacidos que han quedado congelados en el tiempo.
La esperanza ha muerto en Cachuela. Así lo afirma la poca gente que queda y lo dicen con fundamento. Aquí es el lugar donde los 500 habitantes no pueden tener dos servicios básicos al mismo tiempo. Cuando el agua sale del grifo la corriente eléctrica no está disponible, y en la noche, cuando se hace la luz, el agua se esfuma. “¿Cómo puede ocurrir esto en un pueblo que tiene el título de Patrimonio Nacional y que fue galardonado con el Cóndor de los Andes”, se pregunta Juan Arturo Barba Jiménez, uno de los últimos que nacieron en el legendario hospital donde hoy vive Justo Malale. “Yo vine a este mundo en 1950 y un año después el hospital se cerró para siempre”, lamenta.
El hospital no es la única gloria de la que aquí se sienten orgullosos. La iglesia construida encima de una roca gigante y que se abre solo los domingos, el teatro que acogía a artistas europeos, el casino donde los bailes de lujo se inventaron mucho antes que en Santa Cruz de la Sierra, son parte del menú de los discursos que enarbolan cuando algún visitante llega. En las puertas del pueblo hay un puente que también fue mitificado. “Hay noches en que ahí se ve al perro negro que tenía don Nicolás y camina como si estuviera buscando a su amo”, cuenta un hombre anciano.
“Le presto este balde con agua para que se bañe”, dice Alicia a sus huéspedes que llegan hasta su hotel Mirador, el único existente. “Qué increíble, en Cachuela hace un siglo se vendían desde perfumes franceses hasta telas de Arabia, desde relojes suizos hasta cristalería italiana y ahora no hay ni agua para bañarse en las noches”, remata.
El hotel de Alicia queda al frente de las cachuelas. Estas son como una garganta con piedras donde el agua del río Beni golpea y produce un canto eterno que emboba a los visitantes. “Es un atractivo turístico desaprovechado”, dice Alicia, que hace 12 años llegó a Cachuela, construyó un hotel, puso un supermercado y desde entonces goza de una salud de oro. Es que las cachuelas, dice, son una música dulce que arrulla el sueño de los que tienen la suerte de dormir en esta zona.
Alexander Guzmán, alcalde de Guayaramerín, desde su escritorio que está a 40 km de Cachuela, admite que el pueblo está olvidado pese a que hace poco se hicieron gestiones para restaurarlo. “El ministro de la Presidencia, Juan Ramón Quintana, propuso a los ‘vivientes’ de ahí que el Gobierno aportará con el material y que ellos presten su mano de obra, pero ningún vecino quiere poner un clavo”, critica Guzmán y aclara que nadie es dueño de la parte histórica porque la misma tiene protección del Gobierno.
Pero esa protección en realidad no existe. La parte histórica es la iglesia que está encima de una roca con sus dos campanas a la entrada. Las paredes son de madera de cedro y hay tablas rotas a los costados. La parte histórica también es la casa grande donde funcionaba la administración de la empresa Suárez. Ahí viven los militares de la capitanía de puerto y en una de sus habitaciones queda el triste recuerdo de un telecentro que está cubierto por las telarañas. El teatro solo sirve para realizar reuniones esporádicas y los corredores de las casas para apoyar una pizarra en la que se pide a los vecinos pagar las facturas de energía eléctrica y no se proceda al corte del servicio.
“Hasta ese extremo hemos llegado. En la época de don Nicolás había luz eléctrica las 24 horas del días; hoy apenas seis hora”, se queja Mary Coimbra Ortiz, que administra el restaurante el Pez coqueto y que mantiene en disputa jurídica la casa en la que vive con otra persona que dice ser la heredera de la misma, porque su abuelo supuestamente recibió como parte de pago de la familia Suárez ese inmueble por sus servicios prestados en aquella época.
Yandira Racua no entiende cómo a Cachuela no se la convierte en un destino turístico de primer nivel. “Yo soy de Rurrenabaque, allá se explota cada atractivo natural. Aquí las calles están vacías y las casas abandonadas”, expresa. Y en esas casas moran personas sencillas que viven del poco comercio, de la pesca y del recuerdo de un mundo que ya no existe.
Miguel Ángel Tarqui, capitán de puerto, dice que ahora solo quedan los residentes fijos, quizá unas 500 personas, muy lejos de las 2.000 de la época dorada. El piso de la casona donde funciona la oficina de Tarqui también es de madera y cuando la gente camina sobre él cruje con cada paso.
El motor de luz está al frente del cementerio donde se encuentra la tumba de don Nicolás. A eso de las 18:00 la máquina empieza a bramar y espanta a los pájaros que se posan sobre el ángel que tiene un ala rota.
Publicado en El Deber (Santa Cruz de la Sierra), 09/07/2012
Foto: Habitantes de Cachuela Esperanza
Foto: Habitantes de Cachuela Esperanza
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