Aseguran que Santiago Carrillo murió mientras dormía la siesta. Tranquilamente, como lo haría un jubilado de esos que no sufren los recortes, que tienen a los hijos bien colocados, que reciben la visita de los nietos los domingos después de almorzar, que gozan de una esposa solícita y una criada de confianza que se ocupa de los menesteres domésticos. Esos jubilados que caminan despacio, temerosos siempre de un tropezón, de una caída, que es lo único que les puede llevar derechitos a la tumba. ¡Cuántos tropezones en tu vida, Santiago! La veteranía es un grado dentro del ejército de la política.
Esa apariencia de jubilado, de esos a quienes respetan los vecinos, aunque no compartan sus ideas –¿tenía ideas Santiago Carrillo?–. Siempre me ha llamado la atención el alto concepto que tiene la gente de sí misma. “¡No comparto sus ideas, caballero!”. ¿A qué se referirán? Lo único cierto es que murió mientras dormía la siesta. ¿Cuántos años llevaba durmiendo la siesta? A ojo de buen cubero me salen veinticinco. ¿Cuándo perdió la única pasión de su vida? Quizá nunca. Cuando la política le abandonó a él –que no al revés– se buscó un sucedáneo para resentidos; se hizo tertuliano. Pasión o vicio sólo tuvo uno, y no fue precisamente el tabaco. Carrillo no fumaba, sencillamente jugaba con el humo, se distraía y disimulaba. Fumar es otra cosa.
La longevidad de un político que ya no es un peligro para nadie le otorga una especie de don religioso, casi místico, un estado de placidez y reconocimiento que alcanza la beatitud y en algunos casos roza la santidad. Fíjense en el detalle de que Rodolfo Martín Villa, un aspirante a este universo celestial, ha pedido en un artículo necrológico dedicado a Carrillo, que Dios, en el que con toda seguridad cree aún menos que yo, tenga a bien recibir a Santiago Carrillo Solares en el Paraíso. Tengo mis dudas de que seamos conscientes de que nuestro mundo político y social cada vez se parece más a una película de Buñuel. Nuestros empresarios –ahora llamados emprendedores– parecen personajes extraídos de la cena de sociedad de El ángel exterminador, y nuestros políticos de aquel otro filme inacabado de sublime truculencia, Simón, el Estilita.
Llegar a los 97 años, después de una intensa vida política tiene, además del aspecto beatífico que la simpleza ciudadana concede a los viejos profesionales, algo de perverso. Nadie mejor que ellos saben valorarlo. Se trata de contemplar cómo se han ido muriendo los enemigos: una enfermedad, un accidente, una inclinación, un tropezón… Santiago Carrillo tuvo el privilegio de dedicar líneas necrológicas a todos sus adversarios y hacerlo sin especial ira aunque con esa dosis de saña y desdén que se concede a quien ha muerto. Porque la muerte prematura –y todas lo son– significa una derrota en sí misma. Basta echar una ojeada y allí están, algunos poco conocidos, otros olvidados: Vicente Uribe; Enrique Líster; el pobre Antón, engreído amante de Pasionaria; Jesús Monzón el temerario; Gabriel León Trilla; el desdeñoso Comorera. O Fernando Claudín, uno de los personajes más sórdidos y limitados del comunismo español. Otros, más recientes y conocidos, Jorge Semprún, que llegó a ministro, sí, pero que murió antes que él, y Javier Pradera, al que había hecho vomitar en la primera reunión política de aquel estilo Carrillo, inconfundible, que te hacía echar las tripas o colgarlas del perchero.
Nunca tuvo preocupación intelectual alguna, porque la política es absorbente y exige exclusividad. Quizá sólo el cine. Su preferencia estaba en las películas de Louis de Funès, el cómico francés por excelencia de las clases medias. No era lector, ni siquiera de best sellers. Si lo hacía, se trataba de una obligación, ya se sabe, informes y comunicados. Con eso basta para hacerte una cultura. Si era menester redactar un texto largo, lo dictaba. Pequeños detalles, lo importante es que consiguió que se le fueran muriendo todos. Sólo consiguió engañarle Gerardín Iglesias, y quizá fuera porque ya le faltaban los reflejos y no pudo evitar el maleficio: nunca le des una oportunidad a un asturiano.
Ganó a Pilar Bravo, a Enrique Curiel, y a tantos y tantos que fue enterrando con un epitafio benévolo, en su estilo de caimán ya jubilado. Cuando solicitó su ingreso en el PSOE cuentan que Alfonso Guerra, que fue el recibidor, lo acogió con una sonrisa pero le salió el escenógrafo frustrado que lleva dentro y lo planteó en una ejecutiva socialista, más o menos de esta guisa: “El viejo Carrillo y el joven Verstrynge piden el ingreso en nuestro PSOE”. ¡Genial! Todo lo nuestro aún está por escribir, insisto. El hombre que había conseguido convertir al Partido Comunista de España, y por tanto al PSUC, en el agente más vivo de la lucha contra la dictadura –¡qué elocuente sería que la presidenta del catalanista Òmniun Cultural, Muriel Casals, aportara su testimonio como militante de aquel PSUC que prestigiaba la lucha de clases frente al nacionalismo!– solicitaba el ingreso en el PSOE al mismo tiempo que el delfín de Manuel Fraga Iribarne, en la universidad y en Alianza Popular. Carrillo y Verstrynge, dos generaciones, quizá también dos mundos, apuntándose al socialismo en su punto de decadencia. Toda una metáfora. Ahí empezó la jubilación del caimán.
Empezó a escribir sus memorias. Como no las tengo a mano y me da mucha pereza recurrir a ellas, por inútiles, vamos a dejarlas a un lado. Llegó a escribir media docena. Cada una diferente. Un matiz aquí, otro allá. Cuestiones del dictado. Aún recuerdo aquellos elogios de los principales intelectuales del país haciéndose mieles de su Eurocomunismo y Estado, un libro ayuno de todo, incluso de sentido; como una tertulia pero solo y de corrido. Estábamos en la gran época, porque en el caimán hay tres épocas bien definidas, la del caimán armado y derrotado, la del caimán jubilado y la que explica ambas, la formación del caimán.
Se había equivocado. Él había nacido para dirigir un partido de chavales con ambición y sin experiencia, algo así como el PSOE en vísperas de Suresnes, pero resultaba que había creado un partido clandestino con un fuerte tinte estalinista que le venía de nacimiento, por más que entonces se dijera que se trataba de la herencia leninista. Los que habían conocido o sabían de Lenin, o habían muerto o los habían matado. Lo había hecho todo en la vida para ser un fiel militante del comunismo estaliniano y ahora resultaba que aquello amenazaba quiebra, y sobre todo carecía de cualquier futuro en el ámbito español. Merece la pena relatarlo, prometo hacer un resumen de algo que ya dejé escrito en tropecientas páginas que necesitan cierta actualización.
Ahora sólo vale un acercamiento, el esbozo de un hombre que empezó su vida política en una historia terrible, que es la España que va de la revolución del 34 y el final de la guerra civil, del joven socialista que se pasa a los que tienen futuro, según cree, que son los comunistas, que rechaza la manifiesta mediocridad de su padre, Wenceslao, un modesto sindicalista al que un intelectual como Julián Besteiro manipula a su gusto. No hace falta ser Freud para detectar ahí la distancia que siempre marcará con sus “intelectuales” particulares, de Claudín y Semprún a los dos Manolos, Sacristán y Azcárate. Aún recuerdo el aluvión de admiradores cuando volvió con el bisoñé. Paco Umbral se derretía, Raulito del Pozo buscaba metáforas, las viejas plumas del Movimiento y los sindicatos, salvo excepciones reaccionarias que tenían la cabeza en el sumidero de Paracuellos, se inclinaban ante el hombre que susurraba a los caballos.
Hay que explicar la historia del caimán armado, de cómo aquel dirigente de las Juventudes Socialistas Unificadas al que descubrió Palmiro Togliatti, el líder italiano que aseguraban veía crecer la hierba, acabó convertido en un icono para el que pide una peana en el cielo Rodolfo Martín Villa.
De La Vanguardia, Barcelona, 22/09/2012
Foto: Santiago Carrillo
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